La-helada-negraOpaca y enigmática, La helada negra es una sutil variación de Germania, la ópera prima del director Maximiliano Schonfeld, en la que dominaba un clima de tensión subterránea y de expectación latente concentrado en los rostros y los silencios de los habitantes de una colonia alemana situada en algún lugar del litoral argentino. Esos mismos personajes y esos mismos espacios reaparecen cinco años después, pero definidos esta vez con un virtuosismo formal que hace ostensible la dilación de los tiempos y la postergación de la acción hasta la frontera de lo esperable. Una mujer joven aparece tirada, como dormida, en los límites de un campo extenso y amenazado por una feroz helada. Es llevada en silencio a una casa familiar por un chico rubio y lampiño que explora el campo con una perra que se llama Branca. Un grupo de hombres de madura edad, que conviven con perros, chanchos y gallinas, se arremolinan ante el suceso y la trasladan a otra habitación. Allí le ofrecen la ropa de mujeres que ya no están y le piden que prepare alguna comida. Esa figura femenina fantasmal será, desde esa iniciática aparición, objeto de curiosidad y extraña veneración.

En esa comunidad masculina alejada de todo tiempo y espacio concreto, dedicada a los cultivos y la cría de animales, Alejandra (Ailín Salas) será una especie de amuleto de la buena suerte, de símbolo pagano de la buena fortuna. Las escenas se suceden apenas como pistas, como indicios de algo que se asoma y nunca se descubre. A partir de su llegada todo parece mejorar: la helada se retrae, los animales enfermos se curan, los peces regresan al estanque, las plantas florecen. La buena nueva se dispersa por el pueblo y de todos lados llegan a pedirle milagros a la santa improvisada. Pero Alejandra no parece tomarse demasiado en serio lo que provoca. Hay cierto aire de desapego, de liviandad en sus reacciones, un poco condicionadas por las juguetonas muecas de Ailín Salas. Coquetea con Lucas (Lucas Schell), el chico rubio de la perra, hace ojitos de vez en cuando, se ríe con soltura, y los altares que la celebran parecen tenerla sin cuidado. Su entrada representa una pequeña grieta antes que un cimbronazo, un movimiento errado que resquebraja el hielo del invierno para dejar a la intemperie un inmenso agujero negro.

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¿Qué hacía Alejandra durmiendo en el campo? ¿Por qué se queda viviendo con esos señores rubios, les cocina, los acompaña al pueblo y a las carreras de perros? ¿Busca algo? ¿Tiene poderes? Todas esas preguntas -descubriremos más tarde- no tienen demasiadas respuestas. Alejandra puede ser una santa o una impostora, hay indicios de ambas cosas. Y en esa ambigüedad también está su relación con Lucas: parece estimular su deseo y luego congelarlo, como un coletazo de esa helada suspendida. ¿Es solo histeria o hay algo más? Lucas es su primer creyente, su descubridor, el que la promociona en el pueblo y recibe a sus suplicantes. Ese agujero que Alejandra representa es la evidencia de la falta, es la constatación de ese misterio que ofrece la naturaleza, de esa energía que sobreviene en la compañía del otro, de esa extraña fascinación que acompaña al deseo.

Si todo eso es lo que logra la película, hay algo en lo que decepciona. En las antípodas del exceso melodramático, Schonfeld construye un estado de enigma latente que evita cualquier posible explosión arriesgándose al límite del devaneo insustancial. Muchas de las pistas que sugieren un posible secreto, y los personajes que las encarnan, se instalan como engranajes narrativos para luego dejarse un tanto a la deriva. Nada resulta evidente y el extremo adelgazamiento de la trama corre por fronteras peligrosas, en las que el relato amenaza con desviarse para siempre. El riesgo de las películas que apelan a construir atmósferas y estados de ánimo, que mueven la cámara en prodigiosos travellings sin acción, que siguen destellos de fantasía creada en la plástica de las imágenes antes que en la consistencia del mundo representado, es ofrecer al espectador una invitación a una fiesta que nunca se llevará a cabo. No es que La helada negra no tenga nada para decir sino que promete decir demasiado y su posterior silencio resulta algo frustrante.

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El riesgo del camino errante subyace a la película y antes que una debilidad resulta un límite. ¿Cuántas veces se puede explorar el mismo universo, sus rincones y personajes, sus tiempos y estados de ánimo sin ir más allá que lo que esa superficie sugiere? Las imágenes que consigue Schonfeld, las que recorren los espacios vacíos de la granja, las que descubren las caras jubilosas de los pobladores en plena danza, están allí para el disfrute del espectador, nunca de los personajes. Ellos, en algún punto, han sido olvidados: su vitalidad se diluye cuando es la mirada -del director, ¿de nosotros, los espectadores?- la que se impone antes que el despliegue de cualquier intento de verdadera acción. Aunque esa acción sea un simple movimiento interior, un descubrimiento, una revelación. Preparar el terreno para algo que nunca llega, para algo que en realidad no está, es convertir la sugerencia en una promesa incumplida.

Aquí pueden leer un texto de Daniel Gigena sobre esta película.

La helada negra (Argentina, 2016), de Maximiliano Schonfeld, c/Ailín Salas, Lucas Schell, Benigno Lell, 82’.

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