La segunda película de Maximiliano Schonfeld transcurre en el campo, en una localidad de Entre Ríos poblada por descendientes de inmigrantes alemanes. Allí, el director de Germania, cuenta ahora una historia de misterio y redención. Alejandra (Ailín Salas) aparece sentada en una zona abierta, donde al parecer hubo poco antes una cosecha. Luego Lucas (Lucas Schell) y su perra la encuentran dormida a la vera de un arroyo. Es invierno y la helada pudre la plantación de tomates de los cuatro campesinos que, no sin incomodidad, le dan albergue en una casa sin mujeres. Lucas, el joven quizás virgen que la lleva a la casa (“el palacio”, como dirán el grupo al que ella pertenece, donde están sus amigos y Gabriel, su pareja), entabla con Alejandra una relación de proximidad, más fraternal que erótica. Ella da órdenes en un lenguaje directo, que él obedece no sin chistar. Cava para enterrar los tomates podridos, hace una fogata, la lleva al pueblo en moto cuando se lo pide. La cámara (la mirada) del director se desliza como si no tocara el suelo para despejar el escenario: pasea leve entre cerdos y gallinas, al costado de la cucha de la perra corredora en carreras de galgos, entre los fardos de heno donde los personajes comen salame y queso, beben vino y bailan (bailan al menos hasta que ella llega).
De a poco, una serie de milagros de diferente escala suceden en la granja. Unos peces de colores nadan en el bebedero de las vacas, los tomates resisten la helada y maduran, la perra gana la carrera (y su dueño, mil pesos), el joven amigo de Alejandra baila, por fin, una noche con la chica del rubio cabello sedoso cuyas vacas mueren de manera misteriosa. Alejandra es una habitante de otro mundo: de piel y pelo oscuros, como el de sus amigos de una comunidad casi gitana, parece amenazante y extraña. En un diálogo a orillas del río Paraná, ella misma aludirá a los extraterrestres mientras él habla de una muerte en soledad, como mueren los gatos. En La helada negra, la vida de los animales es el modelo de comparación de la vida de los personajes y la percepción del entorno también se guía por ese instinto.
“Ahí viene el Lucas con una chica vestida de vieja”, dice una de las hermanas de la princesa rubia del film. ¿O Alejandra es una vieja bruja disfrazada de chica? Vestida con ropa ajena (de una mujer ausente de la finca y de la película), la muchacha santa resuelve problemas de la comunidad. ¿De qué modo? Al menos cinematográficamente, Schonfeld lo presenta así: disuelve una escena en otra. Los pensamientos de Alejandra fluyen por la mirada. Ella puede estar en dos mundos distintos y distantes: incluso cuando los espectadores no vemos que ve, advierte la presencia de un chico en silla de ruedas cuyos padres buscan su ayuda; cura por medio del fuego a las hijas cansadas (tan cansadas que hasta sus muñecas se duermen de cansancio) de uno de los rubios chacareros; las vacas de la hermosa joven dejarán de morir.
Pero en la historia de La helada negra circula, además de la presencia misteriosa de la intrusa (y que según Lucas puede ayudarlos a “todos” allí), el dinero. Alejandra lo lleva del “palacio” rural al campamento donde Gabriel y sus amigos la reciben con alegría, vestida con una campera blanca cual capa. Toma de una lata unos billetes antes de irse por el camino que la trajo, acepta el vestido con flores que le regala uno de los hombres (que quizás la desea), “cobra” por su ayuda en dinero y en favores. “Hoy no atiende”, se lee en un cartel a la entrada de la chacra. ¿Entonces atendía? La temporalidad de La helada negra parece reservada a una temporada de cuento invernal, en los que, antes que el entorno reverdezca y, como sugiere una de las últimas escenas de la película, la naturaleza sea propicia para que la comedia de los enamorados recomience.
Aquí pueden leer un texto de Paula Vázquez Prieto sobre esta película.
La helada negra (Argentina, 2016), de Maximiliano Schonfeld, c/Ailín Salas, Lucas Schell, Benigno Lell, 82’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: