Viajar es útil, ejercita la imaginación / Todo lo demás es desilusión y fatiga / Nuestro viaje es enteramente imaginario / Ahí reside su fuerza / Va de la vida y la muerte / Personas, animales, ciudades y cosas es todo inventado / Es una novela, nada más que una historia ficticia / Lo dice Littre, él no se equivoca nunca / Y además, cualquier puede hacer otro tanto / Basta cerrar los ojos / Está en la otra parte de la vida.
Louis-Ferdinand Céline, “Viaje al fin de la noche”
Con esta cita abre La grande bellezza, el último film de Paolo Sorrentino. Y así, de entrada, nos pone en tema, aunque primero parezca que juega un poco y después lo hace. Sorrentino vuelve a enamorarnos con su mirada, aunque esta se pose con cierto melancólico cinismo en la vejez, la soledad, el vacío y la muerte. Pero la de Céline no será la única cita de la que se nutra la película, Sorrentino construirá su relato a partir de una gran cantidad de referencias, tanto literarias como cinematográficas.
El olor de la casa de los viejos.
Tras un recorrido por una Roma bella, bucólica y turística (todo es una exquisita postal registrada por las cámaras de fotos de los grupos de viajeros japoneses) cae la noche y entramos de lleno en la trama. Una fiesta ruidosa, glamorosa, desbocada, que parece salida de los años 90 (¿la Italia de Il Caimano?) hace las veces de punto de partida y de presentación de los personajes. En esta historia todos transitan la medianía (van de los 50 a los 70, varias décadas atrás diríamos que ya son ancianos).
La música electrónica inunda el artificio. Como expertos actores, los asistentes llevan adelante, con mejores o peores resultados, la encarnación de esa alegría festiva, y la cámara nos muestra el motivo del festejo: Jep Gambardella está cumpliendo 65 años y en su fiesta baila, saluda, interpreta el disfrute. La música se mezcla con el clásico “Far l’Amore” de Raffaella Carrá y todos se saben la coreo. En un momento, Jep rompe la formación y se hace silencio (para el espectador) y habla a cámara (un recurso narrativo que, muy eficazmente, Sorrentino ya ha utilizado en Il Divo, ese maravilloso biopic sobre Giulio Andreotti también interpretado por Servilio). Vemos a un hombre viejo, de mirada triste, que se define a sí mismo como «destinado a la sensibilidad, destinado a convertirse en escritor», y que nos contará una historia mientras, de a retazos, se irá delineando como un hombre culto, diletante, aristocrático. Tanto él como los que lo rodean (Jep y su grupo de amigos-relaciones) construyen su mirada del mundo a partir de la melancolía del pasado, inmersos en una rutina de “disfrute del presente”. Todo lo que tiene de transgresor, de desborde, es un simulacro de un pasado menos glamoroso seguro, pero mucho más vívido que este presente de vacío existencial.
Autor de una exitosa novela iniciática devenido hoy en cronista de la vida romana (otra cita inevitable es El Gatopardo donde Gambardella, como Lampedusa, autor de una única novela elogiada por todos, asiste a un doble final inevitable frente al devenir histórico : el de su vida y el de una época), Gambardella ha conseguido su propósito, o al menos uno de ellos: él es el «rey de la mundanidad», es quien tiene, por ejemplo, el poder de hacer que una fiesta fracase o triunfe. Y así pasan los días de Jep, entre fiestas glamorosas, reuniones en su terraza (un lugar particularmente exquisito con vista al Coliseo), almuerzos de comida casera y charla franca con su editora Dadina (Giovanna Vignola) –“Eres espectacular Dadina, has hecho la carrera que te merecías”, dice Jep, y ella responde: “Tú no has hecho la carrera que te merecías (…), es sólo que eres un vago”-, cenas con invitados ilustres y nobles de alquiler, y la vuelta a casa solo, caminando por una Roma de una gran y silente belleza muy temprano por la mañana.
Tres momentos, tres muertes, articulan el relato. La de Elisa, su amor de juventud que lo desarma y lo hace llorar desconsoladamente; ella es el recuerdo del amor romántico, de esa época a la que el protagonista íntimamente se aferra. Ese tiempo en el que escribió su novela “El aparato humano” y fue promesa sintiéndose brillante y heroico. Le seguirá Andrea (el hijo de una amiga) que “siempre fue un chico raro”, quien no muere sino que decide dejar de vivir. La muerte por mano propia, quizás la más digna. Este personaje producto del presente no es parte de él. No es parte de nada, solo de su soledad.
El funeral de Andrea da lugar a una de las escenas más siniestras del film. Una descripción quirúrgica de la etiqueta de funeral: “muchos creen que un funeral es un evento casual, privado de reglas. No, no lo es. El funeral es la cita mundana por excelencia”. Jep no se ahorra nada, nunca se ahorra nada. Es ciertamente un impostor que se viste con un discurso filosamente cínico para no mostrar las propias costuras. Tras una detallada descripción vemos, a continuación, la puesta en práctica de esta summa de reglas mundanas con absoluta precisión, y ese doble juego que separa el relato de la acción la potencia de una manera escalofriante.
Sobre el final, la muerte de la hermosísima Ramona, la actriz Sabrina Ferilli (“no hicimos el amor”, le dice Jep. “No, pero nos hemos querido”, responde ella). Un cuerpo voluptuoso, exquisito, glorioso, acosado por una enfermedad muda. Su enfermedad es su secreto, no quiere hacer partícipe a nadie de su dolor, una forma extrema de generosidad en un universo mezquino. Su cuerpo moreno yace inmóvil en la cama blanca, él la interpela (“A tu padre le preocupa en que gastas todo tu dinero”), Ramona tarda en responder (“Gasto todo mi dinero en curarme”) y es suficiente para prefigurar el poco tiempo que le resta. “Todo muere a mi alrededor”. Jep se va quedando sólo. Y no hay magia que lo salve.
En este marco, Roma, la iglesia es un personaje que no podía faltar. Y, de hecho, no falta. Desde la geografía (Jep vive en medio de edificios religiosos y en su deambular los atraviesa) y claro, en la representación. Es quizás este el lugar donde Sorrentino se pone realmente cínico, de una manera muy lúdica, claro. De la amplia galería de impostores que retrata La grande belleza (casi todos, de una o varias maneras lo son) quizás el peor sea el Cardenal Bellucci (Roberto Herlitzka) por traficar con la esperanza. Asiduo (cómo no podía ser de otra manera, curas y nobles “visten” cualquier reunión que se precie) a los ágapes vespertinos de esta culta burguesía, sus intervenciones se limitan a recorridos gastronómicos; es un sibarita con sotana que predica recetas suculentas con placer ante el hastío generalizado de su episódica audiencia. A este personaje se le opone (porque eso es esta construcción una oposición brutal de caracteres) el de Sor María (“la Santa”), protagonista del último tercio, el más oscuro de la película.
Esta monja -una misionera de 104 años- se nos aparece como una momia desdentada que se mueve con la lentitud de una iguana. Rodeada de ceremoniosa pompa y boato aparece diminuta en un trono al que los máximos representantes religiosos se acercan para besar su mano. En Roma quieren canonizarla y ella está ajena, parece quedarse dormida y su sueño la hace ver como muerta pero, al contrario de Ramona, Sor María es la vida eterna y, en este momento, es el espectáculo. Inmediatamente después la vemos dormitando en la cabecera de un banquete (en casa de Jep); ella “se ha casado con la pobreza, y la pobreza no se cuenta, se vive”, dice el Cardenal sin que se le mueva un pelo. Su viaje interior es distinto al de Jep: ella se dirige hacia Cristo, por unas escaleras empinadas, con muchísimo esfuerzo y sin hablar, mientras es observada como un fenómeno.
Es Sor María, “la santa” que dice que solo come raíces porque “las raíces son importantes”, que “conoce a estos pájaros por su nombre” cuando los flamencos llegan, se posan en el balcón de la casa de Gambardella, y siguen su camino mientras la belleza de la mañana, los flamencos y Roma nos conmueven tanto como a él. Esta escena, que parece extraña, funciona como una metáfora del film. Inundados de belleza, esta se traduce en una sensación de increíble desazón en los ojos del protagonista que solo puede quedarse observando cómo los otros se van, siempre.
La Gran Bellezza.
Sin lugar a dudas en esta película se retrata a Roma con un amor y una exquisitez nunca antes vista. Y eso que Roma ha sido escenario y protagonistas de muchísimas películas. Pero la mirada enamorada de Sorrentino la convierte en algo completamente nuevo. Por otra parte, es una película compleja, exigente con el espectador de la misma manera que lo es Il Divo (de This must be the place prefiero olvidarme…). La multiplicidad de personajes que completan el retrato de Gambardella es minuciosa y colorida, desde Romano (Carlo Verdone), ese amigo entrañable que se ha quedado anclado en el tiempo, hasta el hombre que tiene las llaves de los palacios más hermosos de Roma (un diálogo hermoso e inesperado es el que se produce entre este personaje y Ramona cuando, precisamente, recorren esos palacios. “Y tú… ¿por qué tienes todas esas llaves?”, pregunta ella, “Porque soy alguien en quien se puede confiar”, responde él. Claro y luminoso como una mañana), Stefanía (Galatea Ranzi) parte del staff permanente de amigos de Jep y blanco de sus más cínicas e hirientes reflexiones: “Flaubert quería escribir una novela sobre nada, podría escribir una novela sobre ti”, entre los muchísimos otros que completan el cuadro.
Las referencias, muchísimas. Desde Fellini (con La dolce vita a la cabeza), Luchino Visconti con El Gatopardo o el Rossellini de Viaggio in Italia, hasta Luis Buñuel (sobre todo en las escenas religiosas) y, en especial, La Terraza de Ettore Scola. En una entrevista publicada recientemente, Sorrentino dedica un párrafo a esta película y a este director: “El parloteo, el recurso del rumor, la habilidad proverbial de demostrar maldad hasta con los amigos más cercanos, el desencanto y el cinismo entre la burguesía romana, todo esto lo he tomado prestado del universo de Scola. Por eso quise que apareciese en mi película y me conmovió verle tan emocionado. (…) Es una película que está en deuda con el gran cine italiano no sólo de Scola y Fellini, también de Ferreri, Monicelli, y otros».
La grande bellezza es una película triste, poderosamente melancólica y es, también, una película nostálgica, pero como dice Jep: “¿Qué tienen contra la nostalgia? ¿Eh? Es la única distracción para quien no cree en el futuro. La única…”. Toni Servillo (quizás uno de los mejores actores de la actualidad) logra, con una aparente escasez de recursos, una inmensa galería de registros, sin demasiados artificios, y consigue que el espectador se asome a ese complejo universo de sensaciones encontradas y contradictorias que es Jep Gambardella, consigue que lo veamos así, en crudo, que veamos lo que él ve: su realidad, la que lo rodea, y a él mismo inscripto en ella, con una filosa ironía que, a veces, roza tanto la tragedia como el grotesco.
Sorrentino nos vuelve a enamorar con su estilo de aparente desapego por la narrativa convencional, su ritmo calmo y su tono reflexivo. Como en Il Divo construye el esqueleto narrativo del film con la misma lógica con la que se construyen los recuerdos: de una manera aparentemente caprichosa, intermitente, caótica. Y son esos elementos, precisamente, los que estructuran la narración. En Sorrentino ese aparente caos es la esencia de su estilo y es, precisamente por eso, una elección consciente por parte del autor.
Alguna vez leí que la búsqueda de la belleza era la lucha del hombre por escapar de sus abismos. Y creo que de eso se trata esta película. Amor, vida, muerte, sexo, la necesidad de perdurar o de sobresalir son los abismos con los que convivimos y no siempre podemos evitar caer en ellos.
Sorrentino nos invita a precipitarnos en La grande bellezza. Me cuesta creer que pueda dejar indiferente al espectador, ojalá no lo haga. No creo posible que exista alguien que pueda ser inmune a la belleza que destilan todas y cada una de las imágenes de esta película, o a la gigantesca y punzante (en el sentido más barthesiano del término) actuación de Toni Servilio y, por sobre todas las cosas, a la exquisita y bucólica luminosidad de esta Roma que parece respirar belleza eterna.
Pero, ante todo, La grande bellezza es cine. El cine.
Aquí puede leerse un diálogo entre Marcos Rodriguez y Marcos Vieytes sobre la misma película.
La grande bellezza (Italia/Francia, 2013), de Paolo Sorrentino, c/Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Galatea Ranzi, Carlo Buccirosso, Giorgio Pasotti, 142’.
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Buenas noches, disculpen, ¿de qué fecha es este artículo?
Hola Alejandro, el artículo se publicó el 11 de marzo de 2014, a propósito del estreno de la película en los cines de Argentina.
Saludos!
Muchísimas gracias!
Hola. Me ha gustado el artículo, sin embargo sugiero la siguiente idea. Todo gira en torno a la pregunta sobre por qué Gep no ha escrito nada más. Incluso la misma Santa le hace esta pregunta, justo en la misma escena en que ella le dice que come raíces, porque las raíces son importantes. Es justo allí que Gep entiende que debe ir a las raíces, a aquello que lo perturbó bellamente cuando era joven: Elisa. Nótese que él ve el mar calmo en el techo de su habitación, pero luego, cuando sabe que Elisa ha muerto, ya no lo ve calmo, porque una lancha lo atraviesa, y la recuerda a ella. Gep vuelve a las raíces… vuelve a la isla, al faro, a donde la amó.