En el comienzo de La biblioteca de los libros olvidados, lo que hay es una biblioteca de manuscritos rechazados, una editora que encuentra allí un texto que desea publicar y un libro que se vuelve el centro de atención de la literatura francesa. Todos hablan de su autor, Henri Pick, un pizzero de un pueblo de provincias del que nadie sospechaba siquiera que pudiera haber escrito algo en su vida. Pero Henri Pick ha muerto hace unos años y lo único que parece ligarlo a la escritura es el hallazgo por parte de su hija Josephine (Camile Cottin) de una máquina de escribir y un ejemplar del libro “Eugene Oneguin”. El corolario de esa situación no es solamente el éxito de un libro: son los números de venta de la editorial, el éxito de Daphne (Alice Isaaz), la joven editora que halló el libro, y la construcción de Henri Pick como un brillante y escondido escritor.

El movimiento ascendente de esos elementos se topa con la aparición de Jean Michel Rouche (Fabrice Luchini), crítico y conductor de un programa televisivo sobre literatura. La escena que se produce puede parecer trivial, pero por debajo de ella lo que asoma son los mecanismos por los cuales el cine, como cualquier relato, se constituye como un recorte. Jean Michel plantea, por primera vez, la duda sobre la posible autoría de Pick, sostenido en la intuición de años de lecturas y conocimientos literarios. El espectador se enfrenta al personaje en esa primera instancia experimentando el rechazo: Jean Michel va contra la corriente generalizada, pero su propia pedantería –cinismo, según su esposa- y el hecho de que su trabajo sea en la televisión, parecen invalidar la posibilidad de creerle. Parece más un escritor frustrado ganado por la envidia del triunfo del otro y que pontifica desde su púlpito rodeado de cámaras. La percepción del espectador es afirmada por los movimientos que se producen en el interior de la película: debido a esa emisión, Jean Michel se queda sin programa y sin esposa, todo en una misma noche. Parecería un acto de justicia (literaria) en la que por una vez los libros le ganan al show mediático y el responsable de ese desatino es condenado al destierro televisivo.

Pero si la película hasta ese momento se centraba en Daphne y en su pareja Fred (Bastien Bouillon), también escritor, y en la familia Pick, sorprendida por el descubrimiento y la fama repentina del padre de familia muerto, a partir de allí se centra en Jean Michel, en un movimiento que se plantea como necesario en función de lo que quiere narrarse. Si se quedara en la línea del comienzo, no habría mucho más que contar, más que mantener artificialmente una historia que a esa altura ya estaba contada. Pero ese corrimiento le permite, más que una recomposición del personaje para el espectador, la visión de la historia desde un lugar diferente. Lo que queda ahora es sumergirse en la duda que Jean Michel tuvo desde un principio y en la que se mantendrá a lo largo del relato. Lo interesante es que esa persistencia no se relaciona con la divulgación mediática, en tanto ha sido desplazado de esos ámbitos, sino con la necesidad de comprobar que estaba en lo cierto. Entonces, La biblioteca de los libros olvidados se sostiene sobre la función detectivesca que adquiere el personaje: lo importante, a partir de ese momento, deja de ser la vanidad para ser la búsqueda de la verdad, a partir de los elementos que van surgiendo en relación con el libro y con el autor.

Es interesante que el recorrido de Jean Michel es físico, en tanto se traslada al pueblo donde vivió Pick, y que ese recorrido pone de relieve la forma en que la trascendencia mediática transforma los lugares para convertirlos en parte de un show turístico en el que todo cabe. Si ya de por sí, la esposa y la ex pareja de Pick –y hasta la bibliotecaria del pueblo-, cada una por su lado, creen ser la encarnación en la vida real de la heroína de la novela, no es raro que la pizzería de Pick se haya convertido en un espacio célebre y que la habitación en la que supuestamente escribía sea una especie de meca a la que peregrinan los lectores o que la biblioteca de libros rechazados ahora esté ocupada por aspirantes a editores que buscan textos que puedan ser editados. Jean Michel, ahora por fuera de esa maquinaria de la que formó parte, observa de qué manera los circuitos industriales se han aceitado con rapidez para aprovechar el suceso. Que la respuesta a la pregunta que se formuló desde un principio estuviera al alcance de su mano y de su vista en su cómodo departamento parisino en lugar del pequeño poblado bretón, no obsta para que ese desplazamiento tenga un sentido: cada elemento, antes que despejarlas, afirma las dudas, en tanto se revelan como elementos que han sido sembrados para que sean descubiertos. Lo que hay que encontrar es, en todo caso, el hilo que los une. En ese punto, esas pistas funcionan en consonancia con una necesidad que atraviesa a todos los personajes hasta focalizarse como su centro: todos necesitan ser descubiertos. Cada uno de ellos necesita que el otro sepa que está allí y que tiene algo para ofrecer. Lo que los diferencia son los métodos. Si todo gira alrededor de ese texto oculto que está esperando ser descubierto (Pick y su novela funcionan como summa de esa idea: el escritor que no lo era, la obra que nadie sabía que se había escrito), no es menos notorio que tanto Daphne como Fred están esperando lo mismo. Lo que hacen, en todo caso, es forzar la lógica que debería llevarlos a ese estado, disponiéndola como si se tratara de una serie de circunstancias azarosas. Por otro lado, algo similar ocurre con Jean Michel y Josephine, pero en ellos no hay forzamiento sino la consecución de una serie de acciones que lo llevan al mutuo acercamiento. La diferencia entre unos y otros se sitúa en el terreno de la ambición y está claramente relacionada con el descubrimiento de la verdad: lo que en unos podría suponer el descrédito y la ruptura de la posición obtenida, en los otros es la afirmación de la propia personalidad.

De allí se deriva un ejercicio curioso –al menos para una comedia de formato claramente industrial como ésta- que trabaja sobre la relación entre la realidad y la ficción. Desde el lugar de la industria literaria y sus engranajes, la ficción parece no poder sostenerse sola, al menos como vehículo de consumo masivo. Necesita de una realidad que la potencie: esa realidad es un relato que se apoya en una serie de elementos reales –Henri Pick, su familia, su lugar de trabajo, el pueblo en el que vive, la biblioteca- cuya relación, nuevamente ha sido forzada para generar un efecto. Pero, a la vez, la realidad de esos personajes necesita casi de manera desesperante de la creación de una ficción que la sostenga en tanto no hay forma de comprobar que se trate de una realidad –que Pick haya escrito, que lo haya hecho inspirándose en alguna de las mujeres de su vida, que en las cartas que enviaba a sus hijas se notaba que era escritor, que en esa biblioteca de manuscritos rechazados haya textos valiosos. Jean Michel, en todo caso, opera en ese nivel intermedio en el cual no permite que la ficción se sostenga en una realidad –aunque sea falseada- ni que la realidad se sostenga en una ficción. Su búsqueda de la verdad es más una necesidad, si se quiere egoísta. Como lo dice explícitamente en algún momento, hace todos esos kilómetros para olvidarse de su fracaso. De allí que lo que menos le interesa es la revelación pública de esa verdad que anida en el subsuelo de esos relatos y que queda nuevamente como un texto a la espera de ser descubierto en el futuro. En ese punto la película se disocia de la búsqueda del personaje, en su apego excesivo y celoso a la estructura detectivesca. Y quizás allí esté su falla más importante, en la forma en que necesitada de sostener la efectividad de la búsqueda del personaje, hace explícita la resolución del misterio, desperdiciando en ese tramo final el andamiaje que había logrado construir a lo largo de su relato.

Calificación: 6/10

La biblioteca de los libros olvidados (Le mystère Henri Pick, Francia/Bélgica, 2019). Dirección: Rémi Bezançon. Guion: Rémi Bezançon, Vanessa Portal. Fotografía: Antoine Monod. Montaje: Valérie Deseine. Elenco: Fabrice Luchini, Camille Cottin, Alice Issaz, Bastien Bouillon, Hanna Schygulla. Duración: 100 minutos.

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