La mula es un animal cruzado, un híbrido entre asno y yegua. La mula es un animal estéril, incapaz de reproducirse, con cromosomas de menos con respecto a un caballo. La mula, por ello, es una suerte de caballo de segunda mano, más corto, menos veloz y potente, con un galope limitado. La mula es una especie de burro, resistente, fuerte, a la que por ello se le otorga la función casi privativa de la carga, aunque también del arado. Los humanos usan desde tiempos ancestrales a las mulas para cargar sus cosas. Sus objetos. Sus alimentos. Sus mercancías. Lo que quieran trasladar de un lado a otro sin importar los itinerarios ni las geografías que haya entremedio para lograr tal cometido. Las mulas son funcionales. Las mulas son efectivas. Las mulas no relinchan ni rebuznan, si no que emiten un sonido particular, extraño, como una especie de gemido. Las mulas soportan lo que necesiten soportar sobre sus lomos. Las mulas ya son viejas, casi, desde que son jóvenes. Las mulas son persistentes. Las mulas son silenciosas pero constantes. Las mulas son animales que se enclaustran en el tiempo sin quejarse del mismo. Las mulas saben de soles y lunas según el dolor de sus lomos y sudores en la crin siempre en silencio.
Earl Stone (Clint Eastwood) es una mula… se transformó, casi por accidente, a sus ochenta y pico de años, en la mula de un importante cartel mexicano liderado por un tal Laton (Andy García). Earl Stone carga en su camioneta kilos y kilos de droga de un lado a otro en el estado de Illinois. Earl Stone era horticultor y creía en la crianza que brota de la tierra por más fugaz que sea ese fruto brotado (de allí su pasión por los lirios). Earl Stone creía en los procesos, no en las fugacidades. Earl Stone, por eso, estaba siempre en la búsqueda de procesos, viajando con sus flores de un sitio a otro de Estados Unidos sin echar raíces en ningún lado. Earl Stone siempre fue un marido ausente y, sobre todo, un padre ausente. Earl Stone es un hombre simple, seductor, encantador, veterano de la guerra de Corea, que sabe sobre autos, motos, sándwiches de cerdo, alcohol, música, baile, flores y prostitutas. Earl Stone sabe poco y nada de teléfonos celulares y de la era 2.0 que fundió su vivero. Earl Stone sabe poco y nada de narcotraficantes y cárteles, pero sabe mucho de cómo tender vínculos humanos a pesar de los roles sociales, las diferencias sexuales, las controversias familiares, las armas, la violencia, los idiomas, los prejuicios, los racismos, las distancias (culturales, históricas, políticas, laborales, coyunturales…) generacionales entre los viejos y los jóvenes; entre los viejos y los jóvenes que se equivocan una y otra vez por igual y, no obstante, siguen adelante. Earl Stone es llamado -entre cariñosa y belicosamente- “Tata” por sus empleadores mexicanos, “Abuelito” por lesbianas motoqueras, “Abuelo” por su propia nieta (Taissa Farmiga), “Delincuente” por los agentes de la DEA (Bradley Cooper, Michael Peña, Lawrence Fishburne) que le siguen los pasos para atraparlo. Earl Stone rara vez es llamado Earl salvo por su ex esposa Mary (Diane Wiest). Earl Stone ni siquiera es nombrado por su hija Iris (Alison Eastwood) durante 12 años después de que la dejara plantada en el altar el día de su boda. Earl Stone, a diferencia de Walt Kowalski (Gran Torino, 2008) es amable, condescendiente, liberado; no obstante, refunfuña, insulta y busca ese sentido más que del honor, del respeto en cada relación que establece. Earl Stone siempre establece relaciones por más ambiguas que éstas sean. Earl Stone trabajó toda su vida y a cada arruga que tiene en la piel se la tiene bien ganada, por eso no tiene problema de desnudarse y mostrar su cuerpo demacrado (que alguna vez fue esbelto y potente) ante dos prostitutas mexicanas hermosas, unos 60 años menores que él. Earl Stone sabe seguir itinerarios, pero sabe, dentro de los mismos, dónde parar y, sobre todo, cuándo parar. Earl Stone gana fortunas haciendo de mula para el cartel. Earl Stone gasta esa fortuna en todo lo que, a los ochenta y pico de años, le hace bien en lo que le queda de vida en este mundo sin escatimar ahorros. Earl Stone sabe que no tiene sentido alguno ahorrar(se) nada en lo que le queda de vida, en lo que le quedaría de vida a cualquiera en su situación. Earl Stone insiste en ser él mismo por más llantos y soledades que eso le haya costado y le siga costando. Earl Stone sabe de remordimientos, pero, por sobre todas las cosas, sabe de arrepentimientos. Earl Stone cree en redenciones y se las juega por ellas. Earl Stone sabe que la redención es una carrera contra la muerte; es decir, es, en cierta forma -ni más, ni menos- una carrera contra el tiempo. Earl Stone sabe que a pesar de todo el dinero que gana traficando drogas, al tiempo no lo puede comprar. Earl Stone, por ello, aprovecha lo inmediato. Earl Stone vive en lo inmediato y lo disfruta. Earl Stone desea, se recrea, se deleita, goza en lo inmediato. Earl Stone usa lo inmediato para gozar por más material y carnal que sea ese goce. Earl Stone es un hombre pragmático, práctico mas no programático. Earl Stone no es ningún superado; al contrario, es un niño-viejo que intenta darse con toda su experiencia de vida, una madurez propicia, digna, para su final, para su vejez, minando como pueda la senilidad inevitable. Earl Stone sabe de rutas, carreteras, caminos, geografías, paisajes, desvíos, utilidades. Earl Stone sabe hacer lo que le dicen a pesar de los desvíos y paradas que necesite para realizarlo. Earl Stone es un hombre que busca, a pesar de todo, de sí mismo, realizarse.
Earl Stone no es caballo ni asno, es mula. Earl Stone no relincha ni rebuzna, gime (insultos, placeres, ironías, español cruzado, dolores, confesiones, consejos, lágrimas, perdones…). Earl Stone tuvo una hija y tiene una nieta y no tiene a nadie más en el mundo. Earl Stone busca que esa hija y esa nieta lo tengan a él. Earl Stone cree en que ochenta y pico de años de edad son tan fugaces como el día único en que los lirios que él cultiva florecen para morirse. Earl Stone vive un día eterno… longevo más bien… pero con su inicio (mañana), medio (tarde) y final (noche) determinados, aunque no determinantes. Earl Stone sabe que el secreto de vivir bien o mal se trata de saber, en todo caso, dilatar cada una de estas partes de su día eterno: de que haya más mañana que noche, menos noche que tarde, mucha tarde entre ese día y la noche. Earl Stone sabe que el ocaso no es más que una metáfora. Earl Stone usa gorrita y camisas a medio lavar, pero usa también traje y corbata y zapatos lustrados. Earl Stone quiere tiempo para un viaje más, una ruta más, un sándwich más, un trago más, un café más, un orgasmo más, un beso más, un día más junto a su ex esposa que agoniza.
Earl Stone, a pesar de su edad, siempre quiere algo más y aquí es donde La mula, de Clint Eastwood se transforma en un hermoso manifiesto del deseo, del querer tiempo para un algo más, del querer dinero para aun algo más, del manipular un sistema y sus leyes para un algo más. Acá es donde Clint Eastwood deja su retiro voluntario de actuar en sus propias películas desde la extraordinaria Gran Torino para darse una película más. Una gran película más: política, filosófica, física, dramática, humorística, fantásticamente real (aunque nunca realista). Acá es donde Clint Eastwood vuelve con sus obsesiones del padre ausente, de la “América for amaricans”, de las generaciones jóvenes y sus cambios culturales, del sentido del respeto, de la vacuidad del prejuicio, de las reivindicaciones de la clase media yanqui trabajadora, de la narrativa antes que la poesía, de los migrantes, de la prosa poética en todo caso, de la política del país más poderoso del mundo (según él) por su gente y no -¿paradójicamente?- por sus políticos. Acá, en La mula¸ Clint Eastwood siendo Earl Stone (que a su vez fue, realmente, un tal Leo Sharp), vuelve a ser texto con su cuerpo, vuelve a ser movimiento con su presencia en escena. Vuelve a ser carne y hueso entre diálogos y planos cortos de un cine clásico de excelencia que él filma y monta sin mayores maravillas de cámara y encuadre, pero con una contundencia única a la hora de contar la historia. No una historia, sino la historia, por más mundana, trillada y repetida que ésta sea. Acá, en La mula, Clint Eastwood nos regala sus cargas en el lomo con más de 60 años de cine hollywoodens. Nos traslada, más bien, desde su mundo al nuestro, sus cargas, pero no para que se las carguemos por él, sino para que, como el propio Earl Stone hacía con su dinero ganado con el narco, hagamos lo que queramos con ellas, disfrutemos de lo inmediato del tiempo con ellas, rememoremos a un artista impresionante (esa es la palabra: impresionante) como la leyenda que ha sido, es y será: Una leyenda total que nos será lirio que nace y muere en un día pero que, volviendo a su cine, ese día será, justamente, eterno por más cárceles que nos antecedan en nuestro final, por más culpas asumidas y por purgar, por más “Tatas” sin filtros que nos den una lección de vida tomando un café en un bar. Por más que sus películas duren dos horas y algo más en un cine que desde lo particular, Clint Eastwood lo ha vuelto, (¿Como nadie, como pocos, para nosotros?), brillantemente, universal.
La mula (The mule, Estados Unidos, 2018). Dirección: Clint Eastwood. Guion: Nick Schenk. Fotografía: Yves Bélanger. Edición: Joel Cox. Elenco: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Taissa Farmiga, Andy García, Laurence Fishburne, Dianne Wiest. Duración: 115 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: