“¿Estás preparada para otro capítulo?” pregunta una voz en el comienzo del documental. Una mujer, la madre, es la que está relatando su historia por teléfono. Un cartel nos advierte que lo que vamos a escuchar fue grabado sin el consentimiento de esa persona a la que escucharemos de allí en adelante. Ese comienzo, que puede verse como una especie de paso de comedia, como una travesura o un juego, lo es solo como una ilusión para entrar en el relato. Ese estado puede rastrearse incluso en los minutos siguientes, en los que Julia Azar se detiene tanto en la forma en que conoció a Negro, quien fue su esposo (desvirtuando de paso alguna leyenda familiar sobre el casamiento arreglado), como en las advertencias de su madre, una de las cuales da nombre al documental, después del episodio narrado en la sinagoga.
Sin embargo, ya en esa primera instancia aparece un elemento diferente, que será esencial en la determinación de la estructura de la película. De ese contraste que roza el absurdo (una madre diciéndole a su hija, un mes antes de la boda, que no es necesario que se case) se pasa a una visión algo idealizada del matrimonio. Cuando Julia recuerda que Negro era lindo y que “él me iba a cuidar”, pone en el centro de la escena lo que refrendará unos pocos minutos más tarde (“(Negro) era la ley, la protección, el proveedor”) y hasta como corolario en el final de la película (“Yo estaba programada para ser madre y esposa”): la forma en que la educación familiar y social la llevaba a una visión que después, entendería como “distorsionada” sobre el amor.
A partir de allí, Julia no te cases se construye como un documental que parece seguir las fórmulas prototípicas de la novela televisiva tradicional. Algo que esa referencia a los capítulos en el inicio pretende sugerir –como si la vida de Julia pudiera contarse a la manera de un folletín por entregas- y que el relato posterior apuntala: ese recorrido de la felicidad del casamiento al aburrimiento en la luna de miel, de la continuidad matrimonial a las separaciones transitorias y sus consecuentes retornos, son un movimiento constante de avances y retrocesos que van poniendo en tensión los diferentes capítulos de la vida del personaje. Los componentes de la narrativa de una (tele)novela están todos allí: el amor, el casamiento, la distancia, la aparición de terceros, los hijos, las fiestas familiares donde todo puede explotar y hasta la forma en que los hijos aparecen instalando distancias (el recuerdo de Ariel, el mayor de los hijos, cuando ante el cuarto embarazo de su madre dijo que “no tengo nada que festejar”). En algún momento, la protagonista parece reconocer ese formato, cuando dice que “siempre hay uno que es el depositario de la novela familiar”. Y esa conciencia es la que de alguna manera conduce su relato. Queda claro que solo ella puede plantear esa narración, en tanto el lugar que ocupa en la estructura familiar la lleva a un ejercicio de entradas y salidas continuas en donde el foco está puesto en la relación con Negro. Cuando menciona que su esposo era quien sostenía la idea de quedarse con la familia como diera lugar, está señalando la imposibilidad de salir de un relato en el cual la circularidad del aburrimiento y la distancia se repetiría. Esa circularidad se advierte, a fin de cuentas, en cada uno de los intentos de Julia de volver al interior de esa familia (lo que resulta notable es la forma en que desde la imagen pareciera tratarse una y otra vez, de personas diferentes, de una mujer que se ha transformado, al menos en su exterioridad, en otra).
Lo interesante de esa novela familiar es el rol que entran a jugar las mentiras a partir del relato de Julia. Hay un contrapunto en sus palabras que revela una especie de contradicción que no interesa resolver. Cuando se enfrenta por primera vez a Cardozo, su terapeuta, recuerda que lo primero que le dijo fue “Me llamo Julia Azar, soy mentirosa y quiero que sepa que nunca más me voy a separar”. Pero, más adelante, dirá: «nunca le mentí (a Negro), siempre le dije la verdad y él me decía que estaba loca». Lo que pone en el centro del documental, es más que la duda sobre la veracidad de lo dicho, la forma en que se construye un relato personal en el que la narradora se pone en el centro –aunque sea en la forma de un diálogo con su hijo- casi sin ninguna voz que se le oponga (apenas aparecen un par de voces que en todo caso, aportan elementos laterales que no cambian la perspectiva). De hecho, la repetición de esos momentos cotidianos en los que el diálogo aparece interrumpido por otra comunicación, queda en ese espacio de la película como registro de la imposibilidad de que otras voces interfieran en el relato.
De todas maneras, Julia evade las hipocresías y los ajustes de cuenta personales (“Es una buena persona, pero tuvo la mala suerte de encontrarse con una mina como yo”) y coloca esa situación como parte de un sistema al que se termina adhiriendo por comodidad o por imposibilidad de animarse a otra cosa (“El country es una mentira, pero así se sostienen los matrimonios”, dice sobre uno de los intentos de salvar la relación mudándose a un barrio privado). Justamente es esa imposibilidad la que recupera la perspectiva novelada: la referencia a Los puentes de Madison y a la escena en la que el personaje debe elegir si se queda en la camioneta con su esposo o se baja para irse con el fotógrafo, refuerza la consideración de la historia como un delicado cruce entre lo efímero del deseo y la realidad matrimonial.
Hay algo que, sin embargo, va conduciendo la historia hacia otros senderos. No se trata solamente de que el documental resuelva la puesta en escena de esa “mentira” de manera notable, contraponiendo al relato de Julia las imágenes familiares que no reflejan conflicto alguno, y que fluctúan entre la placidez de lo cotidiano y la felicidad. Se trata de entender que la verborragia de Julia, su narrativa personal, parece responder a la evaluación que le hace el psicólogo. Ese “usted está intoxicada de palabras” del pasado, se actualiza en el documental, formulado antes que como una catarsis, como continuidad de un proceso de desintoxicación. De allí la modificación que ensaya el tramo final. Ese dejo de tristeza que podía entreverse en alguna frase (“Él no me veía, no podía verme”) ocupa allí toda la pantalla. Ahora, la voz de Julia se corresponde con su imagen actual. Su reacción proviene de haber(se) escuchado en las grabaciones con esa voz que devuelve una imagen de ella misma desde lo sonoro. La novela, entonces, desaparece. El personaje pierde la capa de invisibilidad que la protegió desde ese pasado. Lo que queda no es tristeza ni emoción, sino el desdoblamiento entre la que habló y lo que escucha, que en ese momento se reúnen a partir de la escucha. El acto de amor ya no es parte del folletín por entregas telefónicas. Es confesión y homenaje, del hijo a su madre. No es la película que lo hace a partir de ella, sino esa canción del final que empieza diciendo “Ahora has florecido de verdad, es tu destino”.
Julia no te cases (Argentina, 2022. Dirección: Pablo Levy. Guion: Pablo Levy. En colaboración con: Ignacio Sánchez Mestre, Pablo Sigal. Producción general: Pablo Levy. Compañía productora: Azar Cine. Elenco: Julia Azar. Duración: 60 minutos.
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