Scorsese recorre el camino inverso de Cecil B. DeMille, quien utilizaba como excusa las historias bíblicas para poner en pantalla todo aquello que las buenas costumbres prohibieran. Scorsese, contrariamente, utiliza el resplandor de cuantos pecados quepan en la vida mafiosa de Las Vegas para profesar las ideas bíblicas católicas, particularmente la celebración de la Pascua.
Antes siquiera de comenzar, una placa en negro informa que la película está inspirada en una historia real, cartel de ambivalente funcionalidad: por un lado, la historia de la conformación de los grandes casinos de la región de Nevada; por el otro, la historia sacra, que determina el compromiso asumido de la crónica evangelizadora. Sobre el fuego de una explosión se funden las luces rojas de los neones, entremezclándose con incipientes llamas. La figura de Sam “Ace” Rothstein (Robert De Niro) vaga entre esas imágenes al son de La pasión de San Mateo de Bach. Esta pieza musical presenta el sufrimiento y la muerte de Cristo según el evangelio de San Mateo. Sam, a quien se le refiere como “El Judío de Oro”, descenderá al infierno y resucitará escapando del pecado. Ese infierno se justifica con la preponderancia del rojo y el amarillo dentro del plano, explayando la violencia, la sangre, el calor… el fuego. Y es la cámara la que oficia de vigía divino. “El ojo del cielo nos mira a todos”, dice el protagonista refiriéndose a las cámaras de seguridad, erigidas a partir de ese diálogo a categoría de deidad, mostrando constantes paneos de arriba hacia abajo cuando aplicadamente se recurre a planos tomados desde las alturas, para potenciar esa idea de mirada celestial.
Se vigila para ordenar el Caos. Poner en orden, dar lecciones a los tramposos, a los díscolos, la tarea de Ace es, finalmente, llevarlos -o forzarlos-, por el camino de la rectitud. Los personajes de DeNiro y Pesci conocen parte de ese camino, se salvan moralmente ganando cierta simpatía porque, a pesar de ser mafiosos violentos, son padres devotos, y entre ellos mantienen un código de mutuo respeto que los moraliza. Ace, además, respeta y quiere a su esposa, quiere formar una familia -salvación moral-, pero Ginger (Sharon Stone) no se lo permite. “En Las Vegas, para una chica como Ginger, el amor cuesta dinero”. El dinero es lo que mueve ese Pandemonio sustentando sus tentaciones. No existe la posibilidad del amor, las relaciones se basan en el dinero, tanto la de Ace con Ginger, como la de Ginger con Lester -su ex novio y proxeneta-. Llegando al final de la película, el personaje de Stone se sincera y le grita a su esposo que lo odia. En ese momento suena Thème de Camille, de Georges Deleure, leitmotiv de El desprecio de Godard. La música define la situación sentimental de cada uno de ellos: en el primer encuentro entre ambos el personaje de Robert De Niro es musicalizado con Love is Strange, de Mickey and Silvia (en el momento en que cantan “amor, mi dulce amor, sos el indicado”), mientras que para el de Sharon Stone suena Heart of Stone (Corazón de piedra), de The Rolling Stones. Scorsese no tiene circunspecciones para poner en el mismo plano a Bach y a los Stones, a The Roxy Music y a Dinah Washington. La relación de Ace con Ginger es el núcleo de la discordia y es la base desde donde se construye la idea apostólica de sacrificarse por amor al Otro, así como también la condena que supone una confianza traicionada. Constantemente el protagonista le pide a su esposa que le permita confiar en ella, como una necesidad vital. La confianza va de la mano con la traición que desencadena la pérdida del Edén prometido. “Géminis es la serpiente, no puedes confiar en la serpiente”, dice Ginger a Nicky al referirse a Ace. De serpiente también son las botas del comisionado que comienza la investigación sobre el protagonista para comenzar su persecución. Cuando los problemas se hacen presentes, “los jefes” le dan la espalda. Durante toda la película los vimos varias veces sentados, emulando a La última cena de Da Vinci, un episodio dramático de la vida de Cristo quien, reunido por última vez con sus discípulos, anuncia la traición.
La traición provoca la caída y final de ese desorden tentador: “Me dieron un Paraíso en la Tierra”. El Tangiers funciona como el epicentro de la cosmogonía, pero es un falto Cielo del que no se conoce su verdadera cara. «No podían ver el desierto que rodeaba a Las Vegas”, advierte Ace. Nevada está dividida entre el desierto y la ciudad del juego. Tentación de la que Scorsese hace partícipe al espectador a través de las luces flamantes, el rock y los movimientos de cámara vertiginosos. El Casino, un espacio muy cerrado, y más allá el desierto, del que de a poco vemos flashes, como un espacio con más libertad, aunque en él se encuentre la muerte (se utilizaba el desierto para ocultar cadáveres). De a poco cada vez hay más tomas exteriores, de las afueras de Las Vegas, cada vez nos acercamos más al desierto, a la muerte, a la tranquilidad. Los espacios que maneja son grandes, fastuosos, llenos de lujo. Hay tantas cosas dentro del plano que los personajes quedan empequeñecidos, se pierden dentro del decorado como un adorno más. Esto representa la impotencia de los personajes frente a los problemas que se les avecinan, es una ostentosidad que oprime a los personajes. Junto a los espacios, la iluminación ayuda a crear un clima de asfixia. Dentro del casino las luces son excesivas, agobian, incomodan y pareciera que se violentaran contra los personajes (es el caso de los flashes de las cámaras fotográficas). Fuera de él, la luz es diáfana, transmite calma, sosiego.
Los casinos forman parte de ese paraíso que no es, ese antro organizador de pecados, por lo tanto, deben ser destruidos para que la escatología se cumpla, arrasando el mundo pérfido para crear un nuevo orden donde los buenos han triunfado para recobrar el Paraíso, como fiel seguidor de la ideología optimista de los movimientos milenaristas como el catolicismo. “Las Vegas borra los pecados de un tipo como yo.” Todo se reduce a la expiación, en este caso, por medio del arte. Es necesario para Scorsese representar -hacer presente-, el mito de la Pascua para actualizar su función cosmogónica, elevando la película al estatuto de ritual.
Casino (EE. UU; 1995), de Martin Scorsese, c/Robert De Niro, Sharon Stone, Joe Pesci, James Woods, 178′.
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