Martin Scorsese filma su ciudad para filmar el mundo. Tanto o más que Woody Allen pero con una discreción que lo distancia del exhibicionismo alleniano (Scorsese es un voyeur, Woody, justamente, un exhibicionista), el cine de Scorsese siempre está yendo y volviendo troileanamente hacia y desde su ciudad natal.

Esta empatía geográfica no es tampoco la proclama o reclamo de pertenencia que suelen mostrar otros artistas que filman su lugar en el mundo (el Manhattan del propio Allen, la Roma del romagnolo Fellini o el friulano Nanni Moretti, el París de los bisoños directores de la nouvelle vague). Ser neoyorquino es, para Scorsese, simplemente su forma de ser en el mundo. ¿Quién golpea a mi puerta? (1967), Calles peligrosas (1973), la apoteosis de Taxi Driver (1976), la melancolía de New York, New York (1977), el absurdo de Después de hora (1985), sus “Apuntes del natural” en Historias de Nueva York (1989); son películas en donde Marty hace notar el peso de la localía. Scorsese está cómodo, su cámara se desliza con familiaridad por todos los rincones neoyorquinos, hay una respiración familiar y distendida que no se encuentra ni siquiera en sus obras maestras de extramuros (Casino o Los infiltrados, por citar apenas dos).

Martin Scorsese es hombre de una sola ciudad como otros son hombres de una sola mujer. Nueva York es esa ciudad (y esa mujer), única y última utopía. Todo el cine de Scorsese podría resumirse en la historia de la persecución de una mujer a la que el neoyorquino de la Pequeña Italia sabe que no ha de alcanzar.

Si tales premisas son ciertas, La edad de la inocencia es (junto con Pandillas de New York) la precuela histórica de un inmenso policial romántico en donde la búsqueda de una mujer esquiva,  alternativamente angelical, cruel, puta e inocente, consume la angustia, la ira y la vitalidad neurótica de un hombre, una especie de detective obseso y apasionado.

En su folletín, luego novela, Edith Wharton describe su Nueva York, la de la aristocracia de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Para ilustrarla Scorsese recurre con citas expresas a Senso de Luchino Visconti. El lujo y el refinamiento de la aldea próspera y creciente que era por entonces Nueva York (¿Alguna vez el cine argentino se atreverá con La gran aldea, el olvidado melodrama de Lucio Vicente López en la Buenos Aires de fines del siglo XIX?) se nutren de la referencia fílmica al cine del noble italiano. Scorsese parece disfrutar de ese mundo ajeno, de sus colores y ceremonias. Nueva York parece uno de los salones de la Duquesa de Germantes proustiana. Pero es Nueva York y es scorsesiana. Más allá de toda la pompa y circunstancia está presente, vivo y latiente, su universo cerrado hasta la claustrofobia, regido por despóticas reglas de poder y sumisión, que se repite en cada una de sus películas; las normas de pertenencia y los códigos de honor mafiosos de Buenos muchachos son de parecido rigor a las gobiernan a esta precoz aristocracia neoyorquina. El amor es, también aquí, una convención social que los protagonistas deben aceptar a riesgo de sus vidas o su ostracismo (en Buenos muchachos Tommy DeVito es ejecutado por no adaptarse a las reglas de la mafia; sus amigos James Conway y Henry Hill en cambio están condenados a no pertenecer –lo que para ellos equivale a una forma de la muerte- por no ser italian-americans).

Newland Archer (Daniel Day-Lewis) se va a casar con May Welland (Winona Ryder), la mujer con la que le corresponde hacerlo; pero se enamora de la Condesa Ellen Olenska (Michelle Pfeiffer), la sofisticada prima de su novia, recién llegada de Europa, divorciada, con destino de amante, aceptada por el tout neoyorquino en tanto no se aparte de su rol. May es una intrigante de telenovela, una mujer omnisciente que teje y desteje para retener a su hombre. La Condesa Olenska, la que ve Newland, la que nosotros vemos a través de él, es un ángel. Viene de otro mundo, Europa –que es el Paraíso de esos toscos comerciantes enriquecidos que están conformando la flamante aristocracia- y Newland en su quintaesencia scorsesiana, la adora sin poseerla. La felicidad es un cuerpo ardiente que se consume en el deseo no concretado.

Newland se casa finalmente con May; luego de una larga luna de miel (En Europa, no era posible otro lugar), se reencuentran con su familia en un balneario. Ellen está allí, Newland va a buscarla a la playa, la ve de lejos, de espaldas, hay un velero que atraviesa el fondo de la imagen. Newland decide que si ella se vuelve hacia él antes de que el velero pase frente a un faro, se irá con ella. Ellen no se vuelve y Newland se va a cumplir con su deber. Muchos años más tarde, en París, un momento antes de reencontrarse por última vez con Ellen, ya viudo y maduro, Newland revive aquella escena; en su fantasía Ellen se vuelve en el momento deseado y le sonríe. Lo que no fue es reparado por la fantasía. La escena es la clave de La edad de la inocencia, y de todo el cine de Martin Scorsese en la enorme simpleza de su esencia: un hombre desea a una mujer a la que nunca podrá (o querrá) tener. El mundo, tan impiadoso entre los gángsters de Buenos muchachos como entre los aristócratas de La edad de la inocencia, es una apariencia, una sombra platónica y cruel de aquel otro verdadero, en donde habitan las esencias de los Newlands y las Ellens, destinados a encontrarse en aquel cruce de paralelas, en aquella confluencia de la nada. Puros, enteros y perfectos. Una ilusión, un embuste gigantesco que solo puede sostener un hombre capaz de creer que existe un más allá, un lugar distinto a Nueva York, la ciudad de las mujeres.

La edad de la inocencia (The Age of Innocence, EUA, 1993), de Martin Scorsese, c/Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Ryder, Geraldine Chaplin, Stuart Wilson, Mary Beth Hurt, 139′.

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