
“¿Quién detendrá la lluvia?
Siempre que recuerde
La lluvia ha estado cayendo
Nubes de misterio pourin
Confusión sobre el terreno
Hombres buenos a través de los siglos
Tratando de encontrar el sol
Y me pregunto, aún así me pregunto
¿Quién parará la lluvia?”
John Fogerty
Llueve con sol, el dicho popular argentino asegura que en tal situación “se casa una vieja”. Nada de eso, es Australia y en el desolado desierto rojo en donde sucede el extraño fenómeno solo hay niños y sus maestras, que deben proteger a los chicos porque de improviso cae una anómala lluvia iluminada por el sol y acompañada de enormes piedras. Sol, lluvia y hielo celestial; en la urbana Sydney los locutores de las radios repiten las hipótesis de los científicos sobre el fenómeno. Pero enseguida llueve también en la ciudad y el temporal es de tal magnitud que causa un caos de tránsito como el de “La autopista del sur” de Cortázar. Más tarde habrá otra lluvia, de una sustancia oleosa y negra, petróleo, desechos industriales, conjeturan.
Australia no es más que una isla. Una piedra gigantesca arrojada en el océano, el sur del mundo, un lugar perdido, una colonia penitenciaria del extinto imperio británico. Un confín. Todo se mezcla en los confines, la urbanidad sajona construyendo prolijas ciudades habitadas por mujeres y hombres prolijamente blancos, que conviven con los oscuros habitantes originales, pieles negras como la noche de los tiempos, vidas oscuras de servidumbre y marginación.
El de “La última ola” es el Weir australiano, el que conjuraba al misterio. El misterio es el hijo de la naturaleza. Weir lo sabía; en sus películas, apenas los hombres se apartaban de la civilización, aparecía el misterio. Su signo principal era el agua, que invadía cada espacio, salvaje o cultivado del territorio australiano. En Australia, como luego en Hollywood, el agua es el anuncio de lo que va a suceder, la catástrofe, el cambio, lo que está fuera de la norma. “La última ola” es la apoteosis del desborde líquido.
El abogado David Burton tiene una vida ordenada con su esposa y sus dos hijas pequeñas en Sydney. Especializado en impuestos, el suceso profesional y familiar están garantizados por la rubia tranquilidad de la civilización a la que cree pertenecer. Después llega el agua y todo cambia.
El temporal ha terminado sobre Sydney pero el sol no aparece; sobre las calles húmedas vemos en cambio a un grupo de aborígenes, ellos se relacionarán con David a través de sus servicios profesionales, que debe ofrecer pro bono, por la muerte confusa de uno de ellos. Un especialista en derecho fiscal afrontando por obligación una causa penal, un blanco acercándose a los oscuros (su mujer, la rubia Annie dice al verlos: “Llevo cuarenta años aquí y es la primera vez que veo a uno de ellos”).

Más que un encuentro profesional se ha producido el choque de dos mundos, una revelación tan oscura como la piel de sus clientes para David. Hay algo en su interior que lo distingue de los suyos y lo acerca a los originales. El misterio no se traduce a la razón, aparece en los sueños como un mensaje incomprensible pero desequilibrante, las seguridades del abogado tambalean, sus clientes se aproximan, no solo físicamente, le reclaman, le piden explicaciones que no están a su alcance; el agua desborda la bañera e inunda su casa, Charlie, un chamán aborigen, comienza a rondarla. En Australia también existe la portación de rostro, la negrura del chamán, su presencia inmóvil y amenazante, aterran a Annie.
David ha nacido en Sudamérica, es hijo adoptivo de un pastor protestante, ya viudo de su madre. David lo interroga: “¿Por qué no me dijiste que había misterios?”. Lo ha descubierto por sí mismo, la religiosidad evangélica es, si cabe, positivista, no admite el misterio, a diferencia de la católica. Pese a ello su padre le revela que desde muy chico tuvo sueños extraños, premonitorios de la muerte de su madre.
Este hombre sin certezas está preparado ya para asumir el nuevo rol que la cultura de esa tierra, de pronto extraña para él, le ha preparado. Es un Mulkurul, un dotado, capaz de conectarse con otras realidades a través del sueño y la adivinación. Los aborígenes lo saben y le reclaman que les devele el misterio del apocalipsis que se avecina.
La ola del final, la última, a la que se enfrenta después de haberlo hecho también con el chamán Charlie, luego de abandonar sus últimos lazos con su pasado seguro, es la respuesta. Una parte del misterio que no será develado. Como en “Picnic en Hanging Rock” los espectadores quedamos afuera de la revelación, el misterio no se resuelve, apenas se intuye porque esa es su esencia. Pero ahora sabemos que hay otros mundos y están en este. Sabemos que el sueño de la razón imperial ha engendrado monstruos de apariencia amables, que destruyó civilizaciones y ahora, en su pasión autofágica, se está devorando a sí mismo y a lo que queda del mundo. Weir parecía saberlo en 1978, antes de Hollywood, en donde hizo un equilibrio glorioso entre su furibunda enemistad con su cultura sajona de origen, y su trabajo en el corazón de los sueños que ella fabrica. Sus propios sueños estaban alimentados por la lectura temprana y fervorosa de la obra de Carl Jung, un occidental que siguió un camino distinto, como el de David Burton. Los sueños de Weir, alimentados por Jung y por su pasión antiimperialista (británica), también son políticos. “Todo ensueño es una profecía, toda broma una cosa sería en la matriz del tiempo”, frase que podría pertenecer a Jung o a Peter Weir, pero que fue escrita por Bernard Shaw, otro irlandés enfrentado a su manera al imperio de la pesadilla.
La última ola (The Last Wave, Australia, 1977). Dirección: Peter Weir. Guion: Peter Weir, Tony Morphett, Petru Popescu. Fotografía: Russell Boyd, Ron Taylor. Música: Charles Wain. Reparto: Richard Chamberlain , Olivia Hamnett, David Gulpilil, Frederick Parslow, Greg Rowe, Vivean Gray, Peter Carroll, Hedley Cullen. Duración: 106 minutos.
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