En pose ferrariana, es decir enrollado sobre mí mismo, debo confesarle algo al lector, siento que Usurpadores de cuerpos es una película que posee el malestar de la inadecuación. Viniendo de un cineasta como Abel Ferrara esta inadecuación no debiera sorprender, o mejor dicho, bien pudiera ser un don. Mi percepción no es acaso por la dramaturgia que enuncia, sino por ser una película sustituto. Con esta carga de frustración personal a cuestas escribo: Ferrara hizo de sí mismo una réplica inhibida de sus compulsiones, como si él mismo se hubiese prestado a suprimir su mundo emocional, tal como hacen los usurpadores.
La remake que hizo Ferrara es la que debió haber filmado John Carpenter, amo y señor del terror político en el marco de las convenciones del cine de género y un claro expositor del espíritu de la serie B tal como esta película valora, basta con ver los créditos iniciales, el empleo de la música o nombres como Stuart Gordon, Dennis Paoli y Larry Cohen implicados en la escritura. Es él quien, subrepticiamente, ha sabido mostrar el sopor cultural de la barbarie capitalista con su cuco de máscara pálida respirando en cada hogar en el que gobierne el ‘american way of life’, con la imagen especular del sí mismo reflejando miríadas de preguntas sobre nuestra identidad en el más frío de los fríos polares, o viendo lo que se oculta más allá de la fachada con los anteojos más zurditos que el cine supo regalarnos. Sin embargo, inexplicablemente, luego de la notable Un maldito policía (Bad Lieutenant, 1992), la Warner Bros plantó la semilla de Abel Ferrara, lo que le permitió hacer su primer largometraje constreñido por la hospitalidad de un gran estudio, con mayor libertad económica pero varios dolores de cabeza por delante, ya que la Warner finalmente apenas distribuyó la película.
Usurpadores de cuerpos tiene el acierto de trasladar la ficción a una base militar situada en Alabama y enmarcar su relato en el frágil núcleo familiar, donde Ferrara plantea la usurpación. Su enfoque es directo en su ambigüedad, los hombres-vegetales son el símil reflejo de los militares que representan, y viceversa. Exceptuando las escenas más gráficas, ya no hay invasión de contornos definibles ni cronologías esclarecedoras al respecto, los agentes externos que invaden bien podrían, en todo caso, ser parte de un orden que se impone desde dentro hacia el espacio exterior, y en su defecto, se retroalimenta. ¿Toxicidad interna o invasión alienígena? El cuento del huevo y la gallina.
A diferencia de las dos versiones anteriores que adaptan la novela corta de Jack Finney, el conflicto principal ya no reside en las relaciones de pareja; Ferrara propone una mirada personal que enfatiza la marginalidad adolescente y el desarraigo físico y emocional frente al grupo familiar y los entramados que lo constituyen. En la primera secuencia en la que se introduce a la familia Malone, el territorio se alimenta de sustitutos para la adolescente Marti, réplicas carentes de significativa afectividad. Ella -la expresiva Gabrielle Anwar- lee un libro con auriculares puestos, enajenada de todo ritual familiar. Su hermanastro Andy le juguetea, pero es un peso que literalmente se quita de encima. Su padre, Steve, no la registra y canturrea junto a su madrastra Carol, madre sustituta que Marti desprecia. Carol, dice Marti, es el insoportable reemplazo de su madre.
Se pone de manifiesto que la ‘usurpación’ existe con anterioridad a cualquier atisbo de presencia alienígena, y cuando la usurpación propiamente dicha llegue al seno familiar, no será una sorpresa que Carol sea su primer receptáculo. El pequeño Andy de 5 años verá en primera persona la desintegración y transformación de su propia madre, instancia crucial en que el horror se transforma en un cuerpo desnudo cercenado por la cámara de Ferrara, exponiendo una vagina que emerge lentamente de la penumbra de un clóset. El rostro de Andy responde al horror de estar presenciando el secreto expuesto y a partir de ese instante el pequeño sólo repetirá que su madre no es esa que vio, que su mami está muerta. Pero nadie le creerá. Esto está en consonancia con el original de Don Siegel en el que el terror comienza a vislumbrarse a través de la mirada de un niño que dice que su madre no es su madre. No obstante, la remake del ’78 dirigida por Phillip Kaufman es la que mayor herencia celular dejó en Usurpadores de cuerpos, aunque el vicio por la carne de Ferrara impregne la imagen con mayor reflexividad. El proceso de muerte y renacimiento de los cuerpos, su transformación en víctimas alienadas, opera como rito de paso en la gestación de una réplica primigenia de misteriosa sexualidad mientras el obsoleto envase humano se desmaterializa. Esta organicidad está íntimamente relacionada con las transformaciones que atraviesa el cuerpo adolescente de Marti, que en la flor de su despertar como mujer se sentirá atraída por el apuesto Tim, noble y entrenado piloto de helicóptero mayor que ella, con quien luego de un inocente jueguito de chicos, se besarán una noche al aire libre en una secuencia que invierte todos los estereotipos del contexto apropiado para una escena romántica. La consumación del deseo adolescente de Marti da paso a que la cámara de Ferrara sobrevuele una oscura zona hasta encontrar huevos alienígenas siendo extraídos del agua por un grupo de soldados. En otra escena suficientemente sugerente, veremos a la introspectiva Marti en la intimidad de su baño, experimentando su propia réplica cara a cara; y más adelante una transformación en el hospital culminará con una resurrección momentánea empoderada de inusitada sexualidad.
Por su parte, el padre de la familia es Steve, ausencia viril hace rato invadida por su mujer Carol, verdadera figura de autoridad, con quién los momentos de intimidad consisten en hacerse cosquillas y juguetear vestidos en la cama. Él es la razón por la que la familia Malone viaja a Alabama a pasar sus vacaciones como parte de su labor de bioquímico, elegido para hacer testeos en las aguas contaminadas de la base militar comandada por el Gral. Platt. El frágil Steve será espectador de lujo del mejor monólogo de la película a cargo de Carol (la encantadora Meg Tilly) y lo hará sollozando. Steve no ve lo que tiene en frente de sus narices, no escucha a Marti, ni a Andy, y tampoco se da cuenta de los cambios en su mujer. Tampoco quiere. Los conflictos hogareños no sólo se dan en la casa de los Malone, sus vecinos también los tienen, pero a Steve le sorprende más el ‘disfraz’ punk de Jenn, la hija del Gral. Platt y amiga rebelde de Marti que sobrevive en el seno de otra familia disfuncional de madre borracha y padre milico que nunca duerme, que indagar en las consecuencias socio-políticas de su encargo.
En una película de discurso político tan directo y al descubierto, se corre el riesgo de olvidar el perfume del misterio y enfatizar demasiado el subtexto. Establecido eso, es interesante como Ferrara representa profusamente a la raza negra, a través de personajes secundarios como el militar escondido en el baño de la estación de servicio que intenta salvar a Marti, o el personaje de Forest Whitaker, el Cte. Collins, que tendrá dos escenas centrales que dan cuenta de lo desperdiciado que quedó en el corte final. En el mundo de Ferrara los negros son los únicos que tienen la fuerza moral y la intención de ayudar a las futuras víctimas, en especial el personaje de Whitaker luchará y se sublevará ante los hombres-vegetales haciendo frente al discurso conformista de los militares en defensa de la raza humana por sobre toda individualidad y libre albedrío. La subversión de Ferrara y los guionistas se acrecienta también en el núcleo familiar, confrontando a Marti con su propio padre y llegando a límites hilarantes en una escena en las alturas entre Marti y su hermanastro Andy.
Los perturbadores alaridos delatores de la remake del ’78, en la versión de Ferrara se transforman en una furia sobrenatural de reminiscencia punk que se contrapone a la suave voz en off de Marti, recordándonos nuestra naturaleza humana, en especial el miedo. En las instancias finales, Ferrara propone una mirada acusadora del cuerpo militar y utiliza su propia tecnología armamentista para enfrentarlo a sí mismo en el seno de su destructividad. No obstante, de la pesadilla urbana acostumbrada a poner el cuerpo y deambular por suelos pegajosos empuñando el crucifijo, sólo ha quedado cierto espíritu transgresor y el instinto de fe de su director, dejando gestos políticos que no amedrentan pero sí contienen ideas y variantes notables con respecto a las versiones anteriores.
Usurpadores de cuerpos (Body Snatchers, EUA, 1993), de Abel Ferrara, c/Terry Kinney, Meg Tilly, Gabrielle Anwar, Reilly Murphy, Forest Whitaker, 87′.
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