Roger Corman había puesto las condiciones: filmar en pocas semanas y aprovechar los dos días de trabajo que Boris Karloff le adeudaba y los veinte minutos de metraje que le habían sobrado de El Terror (1963). El director, que había sido el artífice de la primera película de Francis Ford Coppola (Dementia 13, 1963) y que sería, de algún modo, el mentor de varios de los directores que conformarían el “New Hollywood” a fines de los sesenta, ahora le abría las puertas a un joven Bogdanovich, que ya había trabajado con él en The Wild Angels (1966), película precursora de lo que sería la piedra fundacional del movimiento, Peter Fonda incluido: Easy Rider (1969). La asociación no es casual, porque si Corman fue uno de los pocos directores que se las ingeniaron para sobrevivir en una década ruinosa para el cine de Hollywood, adueñándose de cuanto espacio marginal y suburbano existiera para proyectar sus películas de bajo presupuesto y con los drive-inns (autocines) como lugar privilegiado, Peter Bogdanovich fue uno de los primeros en advertir que el efecto se había perdido, que el cine ya no ejercía la fascinación de antaño. Targets arranca por ahí, con el crítico Sammy Michaels (el propio Bogdanovich) sentado junto a Byron Orlok (Karloff) en un microcine, mirando ambos los minutos finales de El Terror y saliendo desencantados con la película. La escena recrea una anécdota real, que incluye al futuro director de La última película (1972) advirtiendo la falta de potencia y sugestión en las imágenes. En una secuencia posterior, los dos personajes se encontrarán frente al televisor con The Criminal Code (1931), de Howard Hawks, con el propio Karloff mirándose a sí mismo antes de convertirse en Frankenstein para siempre y con la frase que encierra el sentido no solo estético, sino también político, de la película ante un asesinato que queda en fuera de campo gracias a una puerta que se cierra: “todas las buenas películas ya han sido filmadas”, dirá Michaels/Bogdanovich. La sentencia, lejos de revestirse de nostalgia e ingenuidad, da cuenta de un presente absoluto, tanto en lo socio político como en lo que al estado del cine americano se refiere. Esa puerta que se cierra y que nos impide atestiguar el crimen, remite a una dimensión, si se quiere, sublime en tanto posibilidades para imaginar su recreación, que al menos hasta los sesenta parecía pertenecer únicamente al cine; una edad de la inocencia que culmina con el inicio de esa década. Porque si bien Targets está imbuida del clima de época, no sólo porque transcurre durante el año más sangriento de la guerra de Vietnam (la última guerra televisada, y la única filmada casi en primer plano, podríamos decir), sino porque toma como antecedente la masacre llevada a cabo por el ex marine Charles Whitman en 1966 -que luego de asesinar a su madre salió a la calle y se cargó a catorce personas más sin razón aparente-, también se reconoce heredera de una tradición cinéfila que excede al período clásico y que encuentra un nuevo punto de inflexión en dos películas hermanas: Sed de mal (1958), de Orson Welles, y Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. Ambas películas guardan relación por el modo en que se van desprendiendo de los modos formales y míticos del cine americano clásico hasta dejar el mundo al descubierto. Sed de mal arranca con un atentado, con una frontera que se atraviesa permanentemente, y sigue con Janet Leigh, única huésped en un motel ubicado sobre una ruta alejada de la ciudad, convertida ya en objeto de persecución y deseo, con un encargado con evidentes problemas mentales y con un miedo total a hacer la cama, a ingresar al ámbito privado, íntimo y -por qué no- sagrado de la habitación. La idea de que ningún espacio es seguro sobrevuela toda la película. Hay tensión pero al mismo tiempo hay distancia: se sugiere la profanación del espacio pero nunca se llega al fondo. Aquí también hay un fuera de campo y una puerta que se cierra, que es ni más ni menos que la escena en la que se ingresa al baño para montar el espectáculo, la farsa. Es decir que en Sed de mal lo que se evita es el momento en que el espacio se ensucia: Vargas entra primero y encuentra la caja vacía; luego, en fuera de campo, la dinamita aparece en esa misma caja.  Será Hitchcock quien dé ese paso dos años después metiéndose con su cámara en la habitación de una pareja que se besa en la cama y yendo, claro, mucho más allá. Porque en Psicosis también hay un momento en el que el pudor y la cortesía se mantienen: Norman enciende la luz pero no se anima a pronunciar la palabra “baño”. Lo de Hitchcock también es montaje, pero lo que va a terminar imponiéndose es lo real del espacio subvertido y profanado: la frontera de Welles está recreada en un estudio y las imágenes permiten su reconocimiento, mientras que el baño donde Hitchcock va a filmar su muerte más famosa es un baño real, palpable, sustentado por la cercanía de sus planos cerrados, los gritos de Leigh y ese ojo vacío ya de toda vitalidad que se nos queda mirando largo rato y aleja así toda posibilidad de exposición del artificio. Algo ha cambiado para siempre. Y si en su momento fue Welles quien corrigió y mejoró con su memorable comienzo de El ciudadano (1941) lo que Hitchcock había hecho un año antes con la introducción de Rebecca (1940), es ahora el inglés el que abre con una violencia nunca vista la puerta que Welles había dejado entornada para dejar el mundo al descubierto para siempre.

Reconociendo esa herencia y ese nuevo estado de las cosas, Bogdanovich dirigirá nuestra mirada para hacer de cualquier espacio un objetivo posible (de allí el título de su ópera prima): una casa de familia –la del propio protagonista-, un depósito de petróleo, unos autos en la carretera, finalmente un drive-inn. En su libro Palacios plebeyos (2006), Edgardo Cozarinsky elabora una genealogía de estos autocines para señalar su verdadero sentido utilitario, que poco tenía que ver con la experiencia cinematográfica y mucho con “los años finales de una represión sexual que aun podía necesitar, para suspender su hipocresía, el encubrimiento de un automóvil en la penumbra de un descampado, lo más lejos de una pantalla que pudiese enviarle reflejos delatores”, para terminar concluyendo que “el drive-inn funciona en Targets por oposición al cine tradicional”, en tanto espacio carente de todo carácter, y que “cualquier film proyectado en esas condiciones perderá todo misterio y no podrá invitar a la ensoñación”.

La masacre que se desata sobre el final de Targets también es un espectáculo que se monta para simbolizar esta idea de un mundo paradójicamente desidealizado. Y es el propio Bogdanovich el que viene a avisarnos que ya no es necesario aparentar ser malo ni tener cara fea, mucho menos vestir con ropas oscuras, para infundir el terror: “tienes cara de honrado”, le dirá el dueño de la armería al chico rubio, protagonista del desastre, que acaba de comprarle un rifle. A lo que debe sumársele la frase de Orlok/Karloff que, de no ser por los antecedentes que la preceden y los eventos que luego van a sucederla – tanto en la película como en la realidad -, sonaría a victoria consumada, incluso a un futuro optimista: “el mundo es de los jóvenes”. Pero en Targets lo único que queda claro es que ya no hay espacios prohibidos ni carteles que nos impidan el paso (vale recordar el “NO TREPASSING” de El ciudadano), en tanto funcionen como indicadores que alienten al riesgo y la aventura. Que el terror ya no está en la pantalla sino en la calle, entre el montón, en cualquier persona, en uno mismo, y que no necesita de explicaciones ni motivos aparentes para adueñarse del entorno menos pensado.
Así, la primera película de Bogdanovich, poco reconocida y casi olvidada si se tiene en cuenta que el reconocimiento le llegaría recién en 1971 con The last picture show y con las comedias que vendrían después (What´s up, Doc?, Paper Moon, etc.), se asume como un thriller único, que sólo encuentra su par en la británica If…, de Lindsay Anderson, estrenada el mismo año y que también narra una masacre, como la contracara feroz, como el lado oscuro de las calles reveladas por la Nouvelle vague francesa unos años atrás y como la película que marca paradójicamente el adiós al cine de Boris Karloff y le abre la puerta a un nuevo tipo de terror, adelantándose treinta y cinco años al Elephant (2003), de Gus Van Sant.

Como prueba del cambio de escenario social y político, y para señalar que el cine fue acaso el primero en tomar nota de esa variable, con la película de Bogdanovich a la cabeza, basta recordar que Targets fue estrenada con extrema cautela meses después de los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, y retirada de las salas al poco tiempo por la productora, lo que convierte a la película, más que un objeto de culto, en un documento de su tiempo que, sin prescindir del pasado, supo dar cuenta con precisión de los tiempos por venir.

Targets (Estados Unidos, 1968). Dirección: Peter Bogdanovich. Guion: Peter Bogdanovich, Samuel Füller. Fotografía: László Kovács. Edición: Peter Bogdanovich. Elenco: Boris Karloff, Tim O’Kelly, Peter Bogdanovich. Duración: 90 minutos.

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