«Deseábamos dar en todo momento la sensación de una visión caleidoscópica de todos los westerns norteamericanos puestos juntos. Pero hay que cuidarse de que parezca que estás citando por citar. No se hizo en absoluto con este espíritu. Las referencias no están calculadas de una forma programada, están ahí para proporcionar la sensación de todo ese fondo del western norteamericano para contar este cuento de hadas en particular. Forman parte de mi intento de tomar la realidad histórica -la nueva, despiadada era del boom económico- y fundirla con la fábula».

Sergio Leone.

No le falta razón a Leone cuando cuenta lo que pretendía de Érase una vez en el Oeste. Muchos de los tópicos del western están ahí: el hombre misterioso y solitario que busca y talla pacientemente su venganza (Harmónica/Bronson); el asesino frío y despiadado (Frank/Fonda); el bandido temible pero con un barniz romántico (Cheyenne/Robards); y la puta, madre, esposa, señora (JIll/Cardinale): la mujer que sobrevive a todo con cualidades de piedra y de agua.

El desafío enorme que tenía Leone era cómo transformar todos esos materiales en el western que siempre soñó y que forma elegiría para contarlo. Finalmente se decidió por el ballet. Porque Érase una vez en el Oeste es eso: un largo y cadencioso ballet en el que cada uno de sus personajes/bailarines tiene una melodía propia, que anuncia sus apariciones en escena.

Todas las arriesgadas apuestas de Leone garparon generosamente. Elegir a Henry Fonda para interpretar a Frank es la primera de ellas. Porque significa arrojar a un pozo profundo el habitual señorío y caballerosidad de casi toda la filmografía de Fonda hasta ese momento (el casi es Fuerte Apache), para que interprete a un asesino cruel y despiadado, una sumatoria de iniquidades que incluyen el asesinato de niños. Un asesino, como tantos, que desde el más absoluto lumpenaje incluso coquetea con la posibilidad de ser un empresario (¿les suena?). Sus momentos finales, en los que van cayendo los últimos granos de arena del reloj de su vida, demuestran que, a pesar de lo atroz, Leone ama a todos sus personajes. Frank muere simbólicamente antes del duelo con Harmónica, cuando deja caer su saco negro. Continúa mirando hacia arriba, buscando una respuesta que aún no tiene (y si tuviera otra sensibilidad también podría haber dicho «con este sol») y finalmente morirá , descubriendo la respuesta a ese último interrogante.

Bronson no había protagonizado ninguna película hasta el momento y hoy es imposible pensar que alguien podría haber interpretado a Harmónica mejor que él. Rostro granítico, duro e inconmovible el de Bronson. Solo a veces, en el fondo del verde furioso de sus ojos, se agita algo, hay un remover de llamas. Y nada más. El mismo personaje de pocos gestos que había cultivado Clint en varias de las películas de Leone. Una venganza cincelada y que ninguna fuerza en el mundo podrá detener. El hombre sin nombre que vendrá de la nada y hacia ella se dirigirá.

Aunque el motor de la película es Jill/Cardinale y hacia ella iremos enseguida, mi personaje preferido de es Cheyenne/Robards. Un bandolero, un criminal tal vez, pero con algún margen para el romanticismo, la ironía («Mister Chu Chu») y esa cosa tan imprecisa que son los códigos («yo no mato niños, es como matar a un sacerdote, un sacerdote católico»). Él será capaz de ver en Jill una figura materna («¿Sabes Jill? Me recuerdas a mi madre. Era la puta más grande de Alameda y la mujer más espléndida que haya vivido nunca. Fuera quien fuese mi padre, durante una hora o durante un mes, tuvo que ser un hombre feliz») y que, en su último instante, le pedirá a Harmónica que desvíe la vista para que no lo vea morir. Un gesto pudoroso cuando ya no queda nada.

Los puntos Cardinales son cinco: norte, sur, este, oeste y Claudia. La apuesta más riesgosa. Que el western que pretende ser todos los westerns lo impulse una figura femenina, bien lejos de ese mundo masculino y viril, debe haber dicho Leone. Había que animarse. Dicen las malas lenguas (y el libro de Christopher Frayling) que ese personaje lo escribió Bernardo Bertolucci. Jill McBain/Claudia Cardinale. La puta de Nueva Orleáns, la señora de Aguas Dulces. La mujer que irá pasando de una fragilidad absoluta a una fortaleza indestructible. Un cambio que se vislumbra cuando llega a la granja de los McBain después de la masacre. Ese plano ladeado de su rostro lleno de dolor y de determinación es extraordinario. Pero todos los planos que le hace Leone, desde ese inicial asomada en la escalerilla del tren hasta ese bellísimo del final, cuando le lleva agua a los laburantes del tren. Insisto: todos esos planos de Cardinale hay que ubicarlos entre los más hermosos que se hayan filmado.

Y hay un director de este ballet gozoso. Y ese director también baila: desde la cadencia de su cámara, con sus inigualables primeros planos, con ese maravilloso uso de la grúa, con la sabiduría de elegir a quien pudiera componer una partitura impar. Ese bailarín fue un señor italiano y gordo que se llamó Sergio Leone. Y si amamos el cine, entre otras cosas, es por películas como esta.

Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, Italia/Estados Unidos, 1968). Dirección: Sergio Leone. Guion: Bernardo Bertolucci, Dario Argento, Sergio Donati, Sergio Leone. Fotografía: Tonino Delli Colli. Montaje: Nino Baragli. Elenco: Claudia Cardinale, Henry Fonda, Charles Bronson, Jason Robards, Gabriele Ferzetti, Paolo Stoppa. Duración. 165 minutos.

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