El plano cenital de una mesa donde hay un pollo, un bolso marrón, una escopeta y, desparramados debajo de ellos, unos afiches con la figura de un hombre, corresponde a la subjetiva de María (Guadalupe Docampo). Visiblemente embarazada, María mete el pollo dentro del bolso, junto con otras pertenencias, toma la escopeta de caza y se dispone a dejar a su esposo Lionel (Alberto Ajaka). El intento de éste de detenerla deviene en un forcejeo que dispara el arma, hiriéndolo y haciendo más dramática la huida. María emprende entonces el anhelado viaje por las rutas de La Pampa hasta Naicó, el pueblo en el que nació y donde quiere que nazca su bebé, a bordo de una vieja camioneta que alguna vez fue de su padre. Este es el comienzo de Infierno grande (2019), largometraje de ficción del realizador argentino Alberto Romero, en el cual la música aporta desde  el comienzo un clima de extrañeza, propia de los parajes enclavados en el desierto, en un film que cruza el western y la road-movie.

Al prólogo sigue la voz en off en primera persona del hijo de María, quien relata la historia de cómo nació, (según le contó su madre). La voz es uno de los principales problemas de la película: en sus reiteradas irrupciones resulta demasiado explicativa y hace intervenciones poco valiosas, quitándole fluidez al ritmo de la película, decisión poco acertada ya que el arranque había sido muy potente y elocuente por sí mismo.

En su viaje desde un pueblo en el norte de la provincia, María toma contacto con diversos personajes de la fauna local que la irán orientando hacia su destino. Estos personajes, al comienzo realistas como el buscavidas ambulante o el policía que la detiene por una luz trasera rota, poco a poco se tornan más extraños y ligados a las costumbres, las leyendas y los espectros ancestrales de la tierra. Allí están el Indio, que se orienta con las frecuencias de la radio; el cura, que lleva de pueblo en pueblo un altar de la virgen portátil, pedaleando en bicicleta; o el pequeño Simón, que aparece solo y misteriosamente por las noches. Este clima sitúa a los montes y desiertos pampeanos como una suerte de tierra maldita, esas tierras donde se dio la lucha de los pueblos originarios que sucumbieron ante el avance de los gringos, especialmente en la sucesivas Campañas al Desierto. Aquí se revela importante el hecho de que la madre de María sea de estirpe indígena, y que su padre fuera intendente de Naicó y defendiera los intereses de los descendientes de los pueblos originarios, ambos fallecidos en circunstancias desgraciadas. El retorno de la sangre derramada se encarna en María para vengarse del gringo opresor, terrateniente y con aspiraciones de poder político que los subyugó y que encarna ahora Lionel. Este gesto dota a la película de un clima enrarecido y de ensoñación dentro del marco del realismo, donde puede leerse la influencia del gótico sureño, que es la vertiente más interesante y acertada de la película.

El título «Infierno grande» es una caja de resonancias que remite a varias cuestiones: a la tierra maldita que fuera de los pueblos originarios, donde ocurrieron sucesos extraños que se explican mediante leyendas locales como la luz mala; al carácter apocalíptico y fantasmal que adquirieron muchos pueblos del interior cuando el neoliberalismo arrasó con los trenes que los dotaban de vida; al dicho popular «Pueblo chico, infierno grande», ligado al cotilleo del cual es muy difícil salir y a ese micromundo cerrado y endogámico que suele ser poco abierto hacia lo diferente, donde la violencia de género es una de sus facetas.

Tomando la última vertiente, la película nos permite pensar varias cuestiones a raíz de la información que repone mediante el uso de flashbacks que dan cuenta de las circunstancias que determinaron la partida de María. María, por ser de descendencia indígena y por ser mujer, encarna una alteridad radical respecto de la norma macho. La otredad de lo femenino suele ser fuente de angustias y hasta de horror para el varón, y dependerá de su posición cómo responda frente a ello. Además, el modo de goce femenino está más allá del falo, aunque no sin relación a él. María es un claro ejemplo de esto: si bien su maternidad la relaciona con el modo de goce fálico -porque el hijo adviene como sustituto de la falta de falo en la mujer-, a la vez tiene otras aspiraciones, como demuestra la solicitud del traslado escolar, acaso buscando una nueva vida (liberada de las ataduras del falo). Su estatuto de fugitiva, su extravío tanto en el camino como en la realidad que se vuelve psicodélica y fantástica, dan cuenta de ese goce que se escabulle y que no puede ser domeñado mediante la fuerza del amo.

En tanto Lionel se postula como candidato a intendente también es el representante del poder y es vital para su campaña mostrarse junto a su mujer. Lionel se conduce con María con voz de mando, ordenándole lo que tiene que cocinar y también exigiendo su permanencia junto a él. A la vez deja entrever sus celos, alimentados por los chismes del pueblo que lo tildan de cornudo, sin poder leer en su rivalidad respecto del otro hombre con quien María se iría; su propio conflicto con la posición pasiva respecto de otro hombre. Por otra parte, insiste en perseguir un encuentro sexual con María hasta que ella debe rechazarlo por la fuerza, confirmando el estereotipo del macho, que sin recursos simbólicos para hacer frente a lo inquietante femenino, apela al dominio por la fuerza. María resulta entonces un objeto con valor fálico, una prenda preciosa para la imagen ideal necesaria para su candidatura, que considera de su posesión y encima es incapaz de aceptar la función del No con la cual todo hombre debe enfrentarse en el encuentro con una mujer. La búsqueda de forzar ese límite y transgredirlo tiene el amparo onmipotente que da el poder del dinero, agente que lo ubica más allá del freno de la ley. Son estos comportamientos contra los que se alzan tanto María como el director, haciéndose eco de la causa feminista, eje que la película asume.

En la apertura la voz del hijo nos informa que la historia que le contó su mamá se parece a una cacería. Efectivamente, en su travesía hacía Naicó, María es perseguida por Lionel. En su capacidad de recuperarla, (generalmente bajo la estrategia de los pedidos de perdón), en la posibilidad de hacer alarde de su poder de dominio, se juega para él su lugar como hombre en el pueblo. Se da entre ellos la dinámica del cazador y la presa, que el director señala mediante los fundidos encadenados que superponen a ambos personajes, uniéndolos y a la vez dando cuenta de que ambas posiciones son el reverso de la otra, dos caras de la misma moneda, que pueden virar en cualquier momento. En este punto, la película da cuenta muy bien del hecho de que ante la inoperancia de la ley y de las instituciones en estos casos extremos (que o bien actúan tarde o que no pueden frenar lo irrefrenable de un sujeto que reniega del límite y se sitúa como la ley misma), muchas veces la mujer queda sola y frente a frente ante su agresor en el filo mortal donde se dirime quién de los dos va a continuar con vida. De ahí que la decisión de trabajar la violencia de género en clave de western se vuelva adecuada, aunque resulte predecible en su resolución.

Infierno grande alcanza sus mejores momentos cuando aborda el periplo de su heroína desde el matiz de la extrañeza y lo fantástico, a través de la música, de las locaciones y los singulares personajes que parecen salidos de una dimensión desconocida. A la vez, la película tiene el valor de permitirnos continuar pensando la construcción de una virilidad que pueda atravesar los conflictos propios de su modo de goce fálico, y quizás llegar a amar a una mujer más allá de los atributos fálicos que representa para él; amarla como se ama a la belleza de ese desierto que está ahí como brújula que orienta hacia lo femenino.

Calificación: 7/10

Infierno grande (Argentina, 2019). Guion y dirección: Alberto Romero. Fotografía: Tebbe Schonning. Montaje: Anita Remón. Elenco: Guadalupe Docampo, Alberto Ajaka, Mario Alarcón, Héctor Bordoni, Eliana De Santis. Duración: 75 minutos.

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