Vivir sin entregarse. Gary Cooper de viejo era garantía de solidez, pero no al modo de John Wayne, sino un tanto más paternal y comprensivo. Alguien le dice en Garden of Evil, de Henry Hathaway, que hacerle hablar es como sacar agua de las piedras, y aunque ese hombre no vaya a revelar nada de sí mismo mediante la palabra, uno siente que Cooper es un mineral hidratado, menos árido y monolítico que otros pétreos protagonistas de westerns. Aquí hace poco menos que de padre de todos los demás personajes o, más que de padre, de abuelo. Pero un abuelo en pleno uso de sus facultades intelectuales y físicas. Hay un plano en el que Susan Hayward lo mira hacer guardia cargando el rifle al hombro, en una de esas subjetivas sobrias del cine clásico, y sabemos que la atracción que siente por ese hombre se basa en la seguridad que le transmite, y que está casi limada de aristas sexuales ampulosas. Sabe que estará siempre allí, pase lo que pase, con la regularidad de los días y de las noches. Ese liderazgo natural dado por los años y la experiencia es lo que despierta su atracción, y por eso va hacia él, sólo para encontrarse que el hombre la escucha y la entiende, con atención no privada de afecto, pero nunca baja la guardia. Cuando suelta el rifle y todos pensamos que vendrá el beso y la claudicación, Cooper apoya su mano izquierda sobre uno de los hombros de Hayward, haciéndola girar suave pero firmemente sobre sus talones para conducirla de nuevo al campamento. No se deja tentar por ella, pero tampoco la ignora ni ofende. Simplemente la arrea, la lleva, la conduce, la ubica, la pone en su lugar. Como a todos los demás, llegado el caso y el momento. Y sin jamás proponérselo, obrando según las circunstancias lo ameriten y para el bien de todos. Hayward sabe entonces que ese hombre nunca será suyo porque no es de nadie. Podrá amarlo -y ser amada por él- pero no poseerlo ni ponerlo a sus pies. A esa altura de la película, un par de personajes ya enloquecieron por ella y por el oro, máscaras del deseo, y un tercero está a punto de rendirse. Poeta y jugador, Widmarck la va de cínico pero es un tierno. Termina cocinando para Hayward y haciendo trampa con tal de salvarla de los apaches, y junto con ella a Cooper. Lo interesante de esa última partida de naipes es que Widmarck, tahúr acaso incapaz o ya cansado de vivir sin entregarse, juega para perder, estafándose para mejor morir.


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