Viernes 24 de julio: A sabiendas de que la película perfecta no existe o, de existir, nos parecería indeseable, me animo a sostener que Magical Girl es una película perfecta, pero atractiva. Ergo, es una película sadeana. Su rigor está directamente relacionado con el sadismo de algún personaje lateral que lo ejerce consensuada y físicamente. Pero lo molesto es que todos los personajes, incluso los que más “normales” parecen, participan de esa lógica y de ese goce sin importar la edad que tengan, el sexo o la posición social, aunque brillan por su ausencia pobres e indigentes. Aunque el énfasis de la puesta en escena recae sobre su propio funcionamiento narrativo –de allí que cambien los tiempos y el punto de vista como si se trataran de piezas del rompecabezas implicado en una de las historias- la situación de España en particular y de Europa en general como maquinarias sociales despiadadas no es ajena a ella. Uno podría creer que se acerca al moralismo enfático de Michael Haneke, aunque mucho más juguetonamente y sin los prejuicios del austríaco hacia el espectáculo quizás porque las adolescentes y la cultura publicitaria que se les ofrece y consumen –incluso de sesgo pedófilo- son un punto de partida innegable de la película, del director y del mundo que los alumbra. Ya su título designa a un personaje de animé favorito de la nena que vive sola con su padre, así como el poder que tanto ella como la otra protagonista femenina (Bárbara, de unos 35 años) ejercen sobre otros cuanto más padecimiento sufren. La anterior película de Vermut, su opera prima, también tenía título en inglés y comenzaba con una nena leyendo historietas en un hospital junto a su madre golpeada.
Hace menos de diez años Javier Fesser filmó Camino, en la que una nena de doce años (alter ego de otra de carne y hueso que vivió y murió en este siglo era sometida a toda clase de torturas médicas a causa, primero, de su enfermedad y, luego del Opus Dei y de sus padres, obstinados en darle a su agonía un sentido más institucional que trascendente (La hora de la religión y Bella durmiente, de Marco Bellocchio, también se ocuparon recientemente de la burocracia sádica). Los espectadores sufríamos con ella a la vez que gozábamos de ese martirio a través del melodrama. Magical Girl nos ofrece un goce algo distino, el de la composición virtuosa de un relato industrial de autor inmaculado y perverso digno de Hitchcock. En un ilustre eslabón en la cadena de películas españolas sadeanas inauguradas por Buñuel, con quien también comparte un regusto a surrealismo que no se manifiesta en operaciones formales demasiado explícitas. Hay en ella, en realidad, decadentismo lírico y nitidez fantasmagórica parientes de películas de Georges Franju como Los ojos sin cara y Judex, retomados fabulosamente por Almodóvar en La piel que habito. El hombre enmascarado de Diamond Flash y su fantástica manera de transportarse lo prueban.
Domingo 19 de julio: Al bloque rectangular superior del edificio le corresponde la cabeza del hombre; a la escalonada saliente lateral derecha, los dedos.
Ningún personaje de Crepúsculo en Tokio, de Yazujiro Ozu, miente, pero en lo que ocultan, o en la ocultación como actitud reside el sentido de la película. Ante la insistencia del otro intentan evadir la respuesta y, si eso no funciona, dicen lo que han preferido ocultar. Pero hay un personaje que no cede nunca y aquello que oculta será sólo conocido por el espectador. El peso de ese saber permanecerá con nosotros más allá del final, compartido únicamente con el hacedor de la película, quien, a diferencia de nosotros, castigará esa independencia dejándonos sin catarsis melodramática.
Martes 14 de julio: En el lugar donde compro películas suele ir un hombre de más de sesenta años a pasar el rato, tipo similar al que se daba en los videoclubes de barrio. El señor no pierde oportunidad de dar su opinión sobre las películas que miramos y recomendar según su deseo, pero también adaptándose al posible gusto del consumidor. Recién le escucho decir: «Es polaca, pero es buena.»
Viernes 3 de julio: Gallipoli o el arte fílmico de quedar bien con Dios y con el Diablo; Gallipoli o el arte de hacer una película bélica humanista; Gallipoli o el arte de hacer una buena película oficial, nacionalista. Si uno la desmenuza nota en ella un nivel tal de cálculo que es imposible no sentir rechazo, pero incluso después de analizarla también es imposible no verla y emocionarse aun a sabiendas de que el adagio de Albinoni tiene mucho, demasiado, que ver con ello. La racionalidad de Peter Weir triunfa sobre mis aprensiones porque contempla la existencia de un poso irracional en el ser; el problema de ello -especialmente en esta película- es que ese poso de irracionalidad, que en su cine quiere ser lo sagrado, es instrumentado fríamente por las instituciones. Una no menor es la propia industria cinematográfica y las formas narrativas clásicas y su tendencia a construir un sentido cerrado. ¿El clasicismo es una religión o una cuestión de fe? Si sabemos cómo funciona, ¿por qué aceptamos igualmente su manipulación? A veces la estructura, incluso en la filmografía del propio Weir, se permite aperturas, fugas, pliegues, digresiones que la socavan, pero este no es el caso. Weir es muy bueno porque asume que toda película termina por ser una estructura cerrada -al fin y al cabo siempre tienen principio y fin, además de la instancia rectora de la edición- y ha demostrado la capacidad de componerlas y ejecutarlas prácticamente sin fisuras. Pero ha usado casi siempre el par (de protagonistas, de líneas narrativas) menos para dar una falsa posibilidad de elección al espectador que para sugerir una dimensión no regida por ese funcionamiento, no servil a esa lógica.
Gallipoli es el rito de iniciación de una Nación, el proceso mediante el cual Australia se constituye como tal, pero como eso no sucede a través de una revolución Weir se vale de dos jóvenes –uno idealista, el otro pícaro- de modo que el sacrificio nos caiga simpático, y de una masacre para que nos compadezcamos de ello. Gallipoli es una cronometrada película de alistamiento simbólico, aquella en la que Weir más abarata la noción de lo sagrado –tanto temática como formalmente- que tanto le interesa, porque en definitiva pone la muerte de unos individuos nada más que al servicio de la historia como cosa dada y de un Estado o una forma de organización social precisa. En Gallipoli no hay otra dimensión posible, una organización temporal paralela o subterránea como en La última ola; no hay más que la eternidad del martirio en el plano congelado final. Ni la contrariedad con que parece filmar el sacrificio último revierte este hecho. Por encima del villano británico hay otro oficial dispuesto a reconsiderar la situación que salvaguarda el rol simbólico de las instituciones, lo que vuelve aún más molesta la especulación dramática del clímax. Gallipoli no deja de ser un reconocimiento –como gesto político- del colonialismo británico desde el punto de vista del colonizado, lo que recuerda eso de que lo peor que le pudo pasar a nuestro país fue haber rechazado las invasiones inglesas porque si no habríamos sido otra Australia. Una película tan oficialista como Gallipoli –minutos después de escribir esto oigo a Peter Weir decir que el guión estaba estancado hasta que encontró la solución en la “historia oficial” australiana- fue también el rito de pasaje del director al más cuantioso capital existente en la industria australiana subsidiada por el Estado y, tras El año que vivimos en peligro, el boleto de avión a Hollywood, centro de producción y difusión mundial en el que su cine fue, aunque exitoso, bastante más opaco y personal que el estándar, aunque mucho menos arriesgado que el de otro extranjero como Paul Verhoeven.
Martes 30 de junio: En las películas de Adolfo Aristarain la palabra del padre es todo. No puede ser otra cosa, y está bien que así sea dentro de ese orden. Pero más que pesar, corta, es filosa como la navaja con la que Federico Luppi se rebana la lengua al final de Tiempo de revancha. Es la misma navaja con la que el padre de Luppi, al principio de la película, lo había retado diciéndole que era un cagón y que, por eso, había sido mejor que su madre muriera para no verlo tranzar, pero sólo después de haber tratado inútilmente de protegerlo (del mismo año que Martín Hache, también de Aristarain, es El río, en el que Tsai Ming-liang manifiesta sexualmente, aunque literalmente velada, la intensidad del vínculo tradicional entre padre e hijo varón). Los hombres de las películas de Aristarain, y habría que ver si no también los del cine clásico estadounidense que tanto admira, se obstinarían en propósitos descabellados (como el de ser ellos mismos, por ejemplo, en relación a una herencia que asumen o rechazan) para no ser considerados cagones por un padre que los amenaza menos con una navaja que con el recuerdo de la madre muerta, esa misma que José Sacristán llama al final de Roma, ya viejo y frente a un río, como si fuera un nene que recién aprende a hablar. Y esa amenaza tiene consecuencias políticas, si es que no constituyen lo político mismo de una película de género como esa.
Los hombres de las películas de Aristarain cimentan su virilidad –una especie de integridad- en el dolor o, acaso, en el miedo. La debilidad los acecha y reaccionan frente a ella endureciéndose. Pero nunca podrán hacerlo tanto como las mujeres que los rodean, quienes ya nacieron con esa cualidad salvo, quizás, Cecilia Roth en Martín (Hache). Ella, sin embargo, se suicida, ¿o el suicidio es consecuencia directa del maltrato de Luppi? Roth está de más allí, especialmente cuando la película se instala en la villa mediterránea –que recuerda el teatro trágico de Buenos días, tristeza, de Otto Preminger- y con ellos Eusebio Poncela. El bisexual que se la banca porque tiene cintura –eso que el hombre de una sola pieza no porque la cintura es cosa de bailarines o de wines- para jugar el juego de la vida flexible es la pareja sexual imposible de los hombres que protagonizan las películas de Aristarain. No necesariamente porque estos quisieran cogérselo sino porque son, según Martín (Hache), los verdaderos súper hombres que ellos quisieran ser y no pueden. Por eso Aristarain viste a Poncela con una remera de Superman cuando este descubre ahogada a Roth y, acto seguido, entra mojado en el dormitorio donde Luppi duerme con toda la luz en las espaldas.
Los hombres de las películas de Aristarain son hombres de otra época y de otro país. De una en la que los hombres tenían ideales masculinos que perseguir y de uno cuyos hombres eran hijos de inmigrantes españoles, más precisamente vascos, separados de la tierra natal por un abismo de aguas. Por eso las coproducciones con España que posibilitaron la existencia de sus últimas películas son orgánicas, por no decir predestinadas. Los personajes y películas de Aristarain pertenecen a un mundo todavía viril o en el que la virilidad no ha sido aún estigmatizada pero está pasando de moda como patrón social, en el que las identidades –no sólo sexuales- se vuelven permeables y esa permeabilidad está en vías de institucionalizarse. Esa crisis afecta pero no alcanza a destruir a sus protagonistas. En todo caso, los hombres de las películas de Aristarain están rodeados de muerte y ellos mismos coquetean todo el tiempo con ella y con algo más misterioso aún, la voluntad desintegradora del suicidio, que los tienta pero ante la que no ceden, forjando en esa fragua feroz el ideal de una identidad sin fisuras.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí la siguiente.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: