Un impacto tras otro dan en el rostro fofo e impávido del espectador que creyó asistir a una película como cualquiera. Y no, A Deadly Adoption presenta un sinfín de mojones inaugurales, ante los cuales primará el desconcierto.
El exagerado plano detalle de la cadera de Sarah haciendo presión y venciendo la baranda del muelle, en diálogo con la transformación de la mueca de susto de su esposo, es sublime y desvirgadora: ha comenzado la obra: la pareja perderá al bebé, aunque dado el acierto del punto de zambullida del rescatador haría pensar también en un claro deceso de la rescatada por aplastamiento.
De la mano de una dirección y unas actuaciones pasmosas, un cúmulo de gestos y caritas cursis y un relato predecible, sacado de receta, decorado por una colección de chistes bobos, recorremos el camino que la familia hace para superar la desgracia del accidente adoptando un bebé. Para ello, la dulce madre biológica, que desde el principio sabemos para qué ha sido colocada allí, vivirá con Sarah y Robert hasta el parto sembrando, lentamente, la discordia y poniendo en serio riesgo la existencia de cada ser, por más minúsculo que fuere.
Lo que me interesa, por lo novedoso, es analizar la construcción de la imagen del bien y del mal, y cómo pequeñas cosas van ayudando a uno, que por momentos se ha perdido en este intrincado thriller psicológico, a darse cuenta de quién es el bueno y quién el malo.
Por un lado tenemos la familia de Sarah, joven ama de casa y dueña de un puesto de verduras orgánicas, Robert, acartonado y solitario escritor turbado por la tragedia del pasado, y la pequeña Sully, que es rubia y diabética. A su vez podríamos sumar al fiel amigo gay que los ayudará incondicionalmente, y que todas deberíamos tener. Todos visten correctamente, con colores claros, con la ropa por dentro del pantalón y con gusto moderado sport. Ellos son todos buenos.
En este mismo lado de la Fuerza debemos ubicar a Bridgette, la joven y sexy mami rescatada de un refugio, que llega como un verdadero ángel salvador para recomponer a los Benson. Viste colores claros, es blanca y está embarazada. Es buena.
La fisura entre los dos mundos es este último personaje, quien a poco de instalarse ya comenzará a indicarnos el lobo que se oculta bajo su aparente fragilidad. El primer traspié es que usa vestidos demasiado cortos para alguien que va a dar a luz y entonces sabemos que aquello acabará en pesadilla. Como era de suponer, el suave, lento pero persistente flirteo de la intrusa se intensifica poniendo en jaque al pobre padre de familia, quien debe reprimir su mandato viril ante pedidos de bronceador, abusos de carita angelical, y comentarios julietaprandiescos, mientras su mente se va turbando más y más hasta: los roces con su esposa.
La primer clara hendidura hacia el averno que nos llena de tufo a azufre son las apariciones del novio pendenciero de Bridgette, con el mal grabado en cada tatuaje, desaliñado, barba de tres días, jeans, botas de cowboy, aspecto de campesino, sumado a que tiene una camioneta vieja, escucha rock pesado, come como cerdo y toma cerveza. No hay dudas: este hombre es malo; en contraste con el aspecto medio pajuerano de Roberto, su peinado almidonado y su porte clásico sin más atributos. El contraste entre ambos aparece reforzado en el tema de las bebidas: la cerveza representa al marginal, al criminal; el whisky del literato, en cambio, a la tristeza, a la culpa, ambos sentimientos nobles y cristianos.
Entonces, ¡cataplum!: la piba no está embarazada y, fijaos qué guay y qué giro, es la pequeña quien lo descubrirá, aunque deberá guardar secreto bajo amenaza. Casi paralelamente, Robert descubre lo funesto: Bridgette es una amante pasajera que está aquí para vengarse y se ha llevado a Sully. Angustiado por su pecado, comienzan la búsqueda y la disculpa también: tuvo un affaire porque se odiaba mucho por la pérdida del bebé, se emborrachó y se garchó a la mina.
Con este nuevo escenario, los realizadores van a mostrarnos el verdadero rostro de Loni –ex Bridgette, buscaplietos y ahora secuestradora- con todos los santos y señas del Maligno: un look mucho más reo, con jeans rotos, chaleco de cuero, remera mostrando el ombligo, bijouterie grosera, maquillaje de golfa y extensiones de colores. No hay dudas: esta mujer es de lo peor y lo que vendrá será una cuidada composición del personaje: ya no es la misma: ahora es mala. Joni, muy putona sin nada que lo justifique, toma un arma, balea al lumpen para gracia de la teleplatea, y vuelve a casa de los Benson para hacer puras maldades, qué va a hacer: engaña a la pobre cornuda diciéndole que Robert no la ama y que se va a ir con ella y la niña, declara con su mejor cara de loca que ella también perdió un hijo de él, y se apronta a matarla, al igual que al finado gay Charlie, hasta que, quién diría, los inocentes cajones de fruta caen sobre la malvada haciéndola trastabillar. A partir de ahora solo vendrán escenas de forcejeo, piñas, grititos, revolcadas, disparos, reproches y cosas así, feas.
Y entonces el bien que vuelve a tomar posesión de la historia: confesiones, música dramática y la desconfianza en la potencia de Robert, quien en la próxima escena piloteará una lancha para rescatar a su hijita, acompañado por música de gladiador saliendo al combate que nos permite avizorar un claro y una calma. Dos postales para la emoción: un padre en el medio del puente parando con su presencia justiciera la camioneta, donde se llevan a la agonizante Sully, y una madre que sabe lo que es cuidar a sus seres queridos. No les digo como termina porque es mundial: alta escena de riesgo, vidas en peligro, chapuzones.
Por favor, por lo menos vean el epílogo danzarín y jocoso en el que Will Ferrell se acerca más a su campo, exhibiendo sus amplias dotes de comediante.
A Deadly Adoption (EE.UU., 2015), de Rachel Lee Goldenberg, c/ Kristen Wiig, Will Ferrell, Jessica Lowndes, Jake Weary, Alyvia Alyn Lind, Brooke Lyons, Debra Christofferson, Bryan Safi, 83’.
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