El cine es posible gracias a la escisión de la visión y la mirada, donde queda claro que lo que se ve queda determinado por el punto de vista desde el cual mira el director a través de la cámara. De manera que siempre hay más de un modo de acercarse a aquello que es filmado y de estas decisiones formales depende el efecto que logra la película en el espectador.
En el caso de la ópera prima de Manuel Muñoz Rivas, El mar nos mira de lejos (2017), el director español invita al espectador a ser partícipe de una experiencia interesante al colocarlo en el lugar del foráneo que llega a las costas de una pequeña aldea de pescadores, aislada de la civilización, en el límite del Parque Nacional Doñana en la región de Andalucía. Esta intención se hace claramente explícita al aplicar el efecto de mirilla que vaga por la superficie, simulando que estamos mirando el mundo desde un largavistas. Se trata de un documental experimental de observación, en el que el director por momentos se acerca a los pobladores desde el formato del retrato y en otros los toma en planos generales distanciados, formando parte del paisaje de ese páramo solitario y muy poco explorado.
La película comienza con antiguas fotos del lugar en blanco y negro y seguidamente una voz en off, sobre la imagen de las matas de vegetación que flamean con el viento, nos informa sobre de una expedición de 1825 procedente de Hamburgo que llegó hasta el lugar. Los exploradores cavaron entre las dunas arenosas buscando restos de una antigua y mítica civilización. Mediante el contrapunto entre las fotos antiguas del paisaje y las de los pobladores, con lo que vemos en el hoy y el cambio de las estaciones, el director también registra el paso del tiempo.
Los rostros ajados y curtidos por el sol de los más viejos, que continúan con las costumbres de recoger piñas y ramas para encender el fuego que brinde abrigo, con el armado de las redes para pescar, contrastan con los rostros de jóvenes que, teniendo más contacto con la civilización, se sacan selfies en la antigua torre.
Es notable el trabajo fotográfico que tiene la película, jugando con el efecto de la luz en los rostros, creando retratos en claroscuro o capturando los reflejos del sol en el agua que se va secando en la arena. El movimiento del paisaje por el viento y de la arena que se desliza creando formas caleidoscópicas, resulta fascinante.
Esa playa inmensa y desolada de a ratos se convierte en la gran vía por la que circulan sulkys y combis que transportan a los turistas del parque nacional y que miran curiosos y extrañados a esos pobladores, como los miramos nosotros. La cámara siempre mira, retrata y poetiza y nunca interviene interrogando a los pintorescos personajes, no nos acerca a su mundo interior, sino que nos lo deja a nuestra libre construcción.
El mar nos mira de lejos es una propuesta arriesgada que nos recuerda que el cine es ante todo una experiencia visual y estética. La extensión de la película, en ciertos momentos puede volver algunos pasajes reiterados y redundantes, y puede dejar por fuera al espectador, sino logra entrar en las convenciones que nos propone. Pero no quedan dudas de que ahí donde tantas expediciones fracasaron, porque buscaban algo tangible y concreto, Muñoz Rivas encuentra el tesoro de la belleza poética de ese paisaje vivo y desolado a la vez.
En cuanto a Midnight Ramblers (2017), opera prima del director de origen francés Julian Ballester, se trata de una propuesta documental más convencional, de estilo realista, pero que no elude el aspecto poético que se puede encontrar en la sordidez. Aquí el director sigue, y por momentos interviene con preguntas, a un grupo de jóvenes adictos, con diversas situaciones, que vagabundean por las calles de Montreal (Canadá). Los vemos deteriorados, desalineados y sucios, errando en la oscuridad de la noche, pidiendo limosna en la calle (y a veces también comida), soportando el frío y el desamparo, para luego con el dinero recogido poder comprar más droga. Así el director nos acerca a su mundo y a sus vivencias internas.
Los testimonios de cada uno de los protagonistas son desgarradores y a la vez muy honestos en cuanto a la transmisión de la experiencia que viven. El director intercala con acierto los relatos con imágenes de las calles vacías, de la basura en el pavimento arrastrada por el viento o de una lata que gira sobre sí misma sin salida al pie de una escalera mecánica, evocando la situación del adicto y el hecho de quedar en posición de resto y desecho del sistema capitalista que por un lado los atrapa en el consumo y por otro los descarta y los invisibiliza.
Paul, que alguna vez fue anticuario, toca la guitarra y canta en las calles, junto a su pareja, pero no tiene la autoestima suficiente como para hacerlo sin estar borracho o drogado. Trasmite claramente la situación del adicto que no soporta sentimientos como el enojo o el dolor y hacer uso de las drogas como anestesia ante ellos. Tattoo tuvo una sobredosis, estuvo en la cárcel y aún así vacila entre continuar consumiendo o regresar al pueblo donde tiene hijas que no le hablan, pero que podrían funcionar como un límite que lo aferre a la vida. Habla de sentirse aislado y desconectado del mundo, y es que la adicción es un corte respecto del Otro, para sumirse en la experiencia de un goce ilimitado. Kyle, que hace 4 meses se droga y está sin techo, refiere también no saber cómo afrontar los sentimientos que genera la vida en sociedad, especialmente la tristeza. Es que el adicto no soporta la castración, el hecho de que el único goce al que podemos acceder es limitado, parcial y por ello recurre a la droga como intento de acceder a un goce absoluto y total, pagando por ello, un alto precio con su propio cuerpo. No obstante, Kyle es la única a quien vemos realizar tratamiento de rehabilitación, de ahí que sea a la única que el director nos muestra bajo la luz del día. Tal vez haya en ella la esperanza de una salida del oscuro túnel de la experiencia toxicómana.
Midnight Ramblers es una película dura sobre almas desoladas atrapadas en la oscuridad de la adicción, pero también aguda a la hora de recortar la experiencia del adicto y de cuestionar la hipocresía de una sociedad indolente e inhumana que por un lado, inunda a la juventud de sustancias atractivas, y por otro los descarta cuando ya no los considera productivos y los deja estigmatizados bajo las etiquetas de adictos, delincuentes o pobres.
El mar nos mira de lejos (España/Holanda, 2017), de Manuel Muñoz Rivas. Duración: 93 minutos.
Midnight Ramblers (Francia, 2017), de Julián Ballester. Duración: 57 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: