Desde Rabelais y la Risoterapia, en el siglo XVI, hasta José Luis Cortés y su paradigma que ostenta a la sonrisa como forma mejor de contribuir al mundo en pleno siglo XX, la sanación de una carcajada se ha instalado en la sociedad como verdad algo más que plausible. El humor como elemento de resistencia ante el horror es el hiato que atraviesa, a la vez que sujeta la narración, de tres documentales que se presentan en la sexta edición del FIDBA (Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires), en diferentes categorías.

Los felices, de Sabrina Farji, comienza con un plano cerrado sobre una mueca que se contrae en una sonrisa, una que al pasar el metraje se descubre como máscara. La protagonista, Victoria Grigera, utiliza el humor como estrategia para sobreponerse al terrorismo de Estado que acabó con la vida de su padre, y al llamado terrorismo biológico, responsable de que haya perdido a su madre en manos de un cáncer. Esas nociones que seccionan el documental son puntos de partida para que la protagonista recupere a sus padres y los traiga desde la memoria al presente, así como también para hacer uso de ciertos momentos en los que se hace hincapié en el “terrorismo financiero” y la crisis económica que atraviesa a la Argentina -siempre desde el humor-, para declararse peronista.

La primera de las tres partes en que se divide la película se ocupa del humor en relación con el terrorismo biológico, enclavándose en la sección de cuidados paliativos y sus voluntarios, donde el foco del asunto se pone en la capacidad para aceptar la idea de la muerte como algo natural, para dejar el miedo atrás y avocarse al buen vivir desde lo psicológico, lo físico, lo social y lo espiritual. Sin embargo, en las escenas en que los voluntarios trabajan con ejercicios para ayudar a los pacientes a relajarse, a sentir paz y bienestar, desde el sonido aparece una constante aguda sirena que aturde los sentidos e impide al espectador sentir otra cosa que no sea incomodidad. Asimismo, los ambientes de luz donde se practican los ejercicios son cortados por planos de pasillos en sombras. Es decir, por detrás de ese bienestar aparece la desazón. De la misma manera, la energía de la protagonista fuerte y sobrepuesta se quiebra para mostrar que detrás de la risa aparece el dolor. Esa forma de humor, el postraumático, será el núcleo de la segunda parte, en la que se accede a entrevistar a parte del elenco carcelario Luces libres; escenas donde la sirena vuelve a sonorizarse, para unirse, entonces, con la tercera parte donde prima la forma de afrontar las circunstancias del terrorismo de Estado de la mano de varios nietos recuperados -entre ellos Ignacio Montoya Carlotto y Juan Cabandié- y Estela de Carlotto.

En cada segmento, la manera de operar es a través de una serie de entrevistas a modo de charlas íntimas, donde se cuentan anécdotas sobre cómo sobrellevaron el horror que les tocó vivir. Un clima intimista que se rompe al hacerse presente el relato como tal: planos donde se muestran los equipos de grabación o directamente escenas donde la directora conversa con la protagonista la forma acabada que se quiere dar a la película. En el mismo tono, Grigera teatraliza sus emociones y termina haciendo del documental un registro de esa representación ficcional, anulando el carácter que lo identifica.

Counting tiles, de Cynthia Choucair, sigue la lucha de tres voluntarios de Payasos sin fronteras que intentan acceder a los refugiados que llegan a Grecia, abogando el efecto psicológico de la risa. Es este caso también el tema es un puntapié para acceder a los recuerdos de la directora que, desde la pantalla en negro, cuenta la experiencia de dejar su hogar a causa de la guerra civil libanesa.

La película registra a los voluntarios mientras dan cuenta de los motivos que los llevan a pertenecer a esa organización, al tiempo que intentan llegar hasta los refugiados como en los tiempos pasados, antes de que la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), prohibiera a las ONG acceder a los campamentos de refugiados, sin dar mayores explicaciones.

Imágenes de salvavidas esparcidos en un campo bajo el cielo plomizo, donde se apilan como cuerpos inertes, hacen presente la idea de la muerte, poniendo en tensión la vocación de los payasos en relación con la problemática de los refugiados y al humor en tensión con la muerte, como sucede en Los felices.

Existe, como en Los felices también, la fricción entre “lo real” y “lo ficticio” desde el momento en que la directora reconoce que no puede discernir si las imágenes que forman parte de su recuerdo las ha vivido realmente o las ha construido en base aquello que otros le contaron cuando era chica, haciendo del recuerdo del hogar algo tan intangible como dudoso.

El documental elige dejar por fuera de su estructura la violencia que impele al tema de los refugiados y sus condiciones de vida, denunciadas tantas veces por Amnistía Internacional. Prefiere, en cambio, adoptar los mismos métodos que proclama basados en el humor. La forma que tienen los voluntarios de hacer frente a la policía griega que los expulsa fuera del campamento, es a través de su arte, con bromas y juegos que hacen que los uniformados se ablanden -aunque demás está decir que, entre risa y risa, no dejan de cumplir con lo que se les ha ordenado-. Es así como, ni la policía ni el Estado y sus instituciones aparecen como el enemigo, sino que la verdadera amenaza está encarnada por el agua como fuerza de la naturaleza, como personaje, en forma de tormenta, de hielo, de mar. El agua como tempestad e intemperie amenazante, dejando a los personajes en el borde del plano, empequeñecidos ante el vasto mar, y aplastados por la figura de un barco omnipresente.

Contra las tempestades naturales, políticas y sociales, los clowns apelan a su vocación, a la que Choucair dignifica con la última escena de la película, en la que se muestra en primeros planos las risas de una nena beneficiaria del trabajo de esos tres payasos, haciendo que el espectador comulgue y agradezca la verdad de la premisa que ostentan en su profesión.

La intemperie vuelve a aparecer como amenaza en el documental español La grieta, de Alberto García e Irene Yagüe, donde no se hace ostentación del humor sanador como proposición, sino que ese estamento aflora de las actitudes naturales de las personas a las que sigue en el drama de conservar su vivienda.

En el 2013 el ayuntamiento de Madrid vendió a fondos internacionales de inversión más de 4000 viviendas públicas destinadas a familias de bajos ingresos. La película sigue en este caso la lucha de dos familias que, junto a otras, se encuentran al borde del desahucio. La PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), movimiento social por el derecho a la vivienda digna, organiza a los vecinos de Villaverde que intentan, desde la vulnerabilidad de su situación económica, batallar contra el poderío de los fondos internacionales. La cuestión de clase, la grieta, queda plasmada de forma sintética en los planos que toman a un anciano de bajos recursos mientras pide regalos en los puestos de las diferentes inmobiliarias en convención.

Lo que para unos es negocio y especulación inmobiliaria, para otros es un hogar que recupera momentos de su vida. Dolores, una de las inquilinas a quien quieren echar de su casa, llora por su “casita”, alegando que es chiquita pero es suya y que le gusta.

Son familias que festejan las victorias -eventuales e inestables ante el poder de los grandes grupos financieros-, y que ante las determinaciones adversas de los jueces buscan, en medio del pánico de quedar en la calle, ingeniárselas para reír sobre su situación (“Y si nos echan, que nos den nuestras cucarachas, que son nuestras”, dice una vecina a otra). Humor que, como en Los felices, es un recurso para esconder el dolor y el miedo. Isabel, una nena de 8 años que acaba de quedar en la calle, ve su ropa rota y comienza, entre carcajadas, a bromear al respecto con su primo y su amiga, para colapsar minutos más tarde gritando que no quiere mudarse ni dejar su casa, mientras la cámara la toma en un plano que se mantiene sin cortes capturando el llanto que se torna eterno y desasosegante, principalmente debido a la crudeza estética. Se decide utilizar el estilo directo, filmando directamente a las familias en sus quehaceres, sin recurrir a entrevistas ni a una voz en off que guíe el relato (una voz omnisciente que tranquilice acerca del posible desenlace plácido), donde no se busca estetizar el registro -en ocasiones la iluminación muestra inconvenientes propios de ese estilo-, y donde no hay pretensión de ocultar el dispositivo (haciendo uso, inclusive, de la cámara oculta para entrar al juzgado que dictamina la suerte de los inquilinos).

Desde la primera toma, donde se adopta el punto de vista de las mujeres que miran su barrio a través de la ventana mientras bromean y ríen, la tensión entre risa y dolor se hace presente para no abandonar la pantalla jamás. La esperanzadora escena final donde los personajes acceden milagrosamente a una vivienda queda neutralizada por la placa en negro que la sucede, indicando que esos vecinos que habían aplazado el desahucio terminaron finalmente perdiendo sus hogares.

La risa se muestra como alimento del alma, sin dejar de mostrar la rigidez del mundo material.

Los felices (Argentina, 2018), de Sabrina Farji. Duración: 67 minutos.

Counting tiles (Líbano, 2018), de Cynthia Choucair. Duración: 85 minutos.

La grieta (España, 2017), de Alberto García e Irene Yagüe. Duración: 78 minutos.

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