Hace un tiempo, ya propósito del estreno comercial de un documental sobre Luciano Pavarotti, señalaba los problemas que acarreaba la emergencia de las plataformas de streaming como productoras, en especial de documentales. La serialización y saturación de las imágenes tendía a agotar los recursos existentes alrededor de un personaje sin agregar más que una suerte de reseña histórica de grandes hitos. Hay otros elementos que la aparición de los documentales de la plataforma Netflix ha instalado como marcas, como detalles que parecen irrumpir de lleno en la formulación narrativa. Y que no son más que desprendimientos de algunos modelos ya instalados en el documental televisivo y en especial el norteamericano.
En Fangio aparecen al comienzo dos de esos elementos que de tan conflictivos en términos narrativos, delatan la estrategia que los sostiene. El primero es la construcción de una especie de prólogo en el cual se adelantan algunos breves momentos de las entrevistas que veremos después. Es un mecanismo de “enganche” prototípico de la televisión, que se ha exacerbado en la utilización sistemática del recurso del resumen del capítulo anterior y el anticipo del siguiente. La narrativa se quiebra, en tanto se presenta como un elemento aislado de la construcción de la obra en sí misma, y funciona únicamente en relación con el espectador indeciso: se le ofrece un resumen de lo que podrá ver más adelante para retenerlo. El segundo, es la tendencia irrefrenable a la reconstrucción con actores. Sin caer de todas formas en el docudrama también afín a la TV norteamericana, la reconstrucción plantea un problema adicional que está en el fondo de la cuestión y sin resolver: ¿se reconstruye porque no se tiene material suficiente o porque no se confía en lo que se tiene? Si fuera lo primero, entonces, ¿para qué hacer un largometraje documental? La reconstrucción de escenas, en verdad, tiende a romper con el clima documental: hay una irrupción de algo con pretensión de otro orden de realidad diferente al de la imagen del pasado que ha sido preservada. Como si la ficción fuera un mecanismo más creíble que le diera otra entidad a lo documental. O como si sirviera para atraer la mirada de un espectador desacostumbrado al género. El problema es que en la mayor parte de los casos, la reconstrucción arruina el documental. Y si no, basta con ver un documental reciente como Pariah, the life and death of Sonny Liston, sobre el legendario boxeador de pesos pesados, para entender cómo no se resuelve ese dilema.
Después de esos primeros minutos, el documental parece encaminarse hacia otro territorio, más ligado a una linealidad biográfica que se encuentra marcada por el hilo que entretejen las entrevistas de archivo al propio Fangio. En todo caso, y a contramano de esos documentales industriales que mencionaba al comienzo, la diferencia radica en el recorte que se hace en el documental. Aquí no hay interés en agotar la figura de Fangio, sino en centrarse en los años en los que compitió en la Fórmula 1 y los que lo convirtieron en mito. De allí que ese comienzo biográfico –y el final también- solo funcionan en articulación con el período de diez años del corredor en Europa. Origen y consecuencias, ambos, de ese momento de esplendor y gloria.
Es en ese punto en el que en un artículo sobre la película escrito por Raúl Manrupe, se ha planteado un problema interesante en relación con el uso de los archivos. Particularmente señala la falta de rigurosidad en la investigación y selección del material, y, aunque no lo dice con estas palabras, deja traslucir la idea de una utilización meramente ilustrativa, despegada de la relación entre la narración de los hechos y las imágenes que se aportan. Allí, en ese elemento, hay algo interesante para escarbar en la forma en que se trabaja con la imagen documental y en la percepción que se intenta generar en el público. Hay un elemento crucial que, a mi entender, debe tenerse en cuenta que es la distancia temporal. No solamente con los sucesos narrados, sino con la posibilidad de comparar con otro registro. Es allí donde reside el punto clave de la reutilización de algunos materiales ya vistos, al menos en una primera instancia. Hace algún tiempo, cuando escribí en este mismo sitio sobre la película Tango en París, planteé un problema similar, en tanto la película reutilizaba un material documental trabajado para una miniserie televisiva, para generar un nuevo producto. Allí había dos problemas que la película no resolvía: el primero, la cercanía temporal entre serie y película –no más de dos años en el estreno de una y otra- y la imposibilidad de esta última de desarrollar una idea que la justificara.
En el caso de Fangio, la utilización de imágenes que ya han sido vistas, aún cuando no se correspondan estrictamente con lo narrado, pueden despegarse de esa rigidez de lo histórico para asentarse en los territorios del verosímil. Ese verosímil funciona de manera evidente, como todo documental, para el público mayoritario. Hay un público específico que siempre encontrará las diferencias, los errores: en este caso, el seguidor de las carreras de autos podrá establecerlas tanto a nivel de circuitos, como de pilotos, como de autos o de los sucesos narrados. Pero es cierto que un documental de Netflix no está dirigido a un público específico, sino a uno con un alto grado de indiferenciación, y que su apuesta es siempre la de generar un producto consumible, dotado de cierto margen de calidad dictado por el profesionalismo. En todo caso, el cuestionamiento debe pasar por allí. O por su construcción habitual de las figuras biografiadas en las que no existe lugar posible para la disidencia o el cuestionamiento. Fangio como la mayoría de los productos documentales de Netflix –y también de otras empresas, por cierto- se construyen como un bloque monolítico en el que las funciones de los elementos visuales están claramente delimitadas. Los archivos visuales o sonoros funcionan como una ilustración –como se intuye en el texto señalado-, más o menos precisa, del recorrido que se propone. Las entrevistas, a personas investidas de autoridad en el tema, tienden a la construcción de la figura del personaje central sin fisuras. Unas y otras se suceden entre sí, sin posibilidad de conflicto.
En todo caso, lo interesante es ver cuánto se sale de esa norma un documental. No es casual, en ese sentido, que contra todas las presunciones posibles, uno de los mejores documentales de la plataforma sea Parchís, el documental, en el que las imágenes del pasado y las entrevistas entran en un choque continuo, en tanto lo que interesa no es tanto la carrera del grupo musical para niños, sino las articulaciones industriales que lo generaron, lo sostuvieron y lo explotaron hasta el agotamiento. En Fangio es interesante observar que hay un intento de correrse de esa estrategia uniforme, en el sentido de que más allá de lo puramente biográfico, los acontecimientos que se eligen de cada uno de los campeonatos en los que participó, derivan hacia elementos puntuales. Si el corazón del relato parece ser la posibilidad de sostener a Fangio como el mejor piloto de la historia, lo hace no solamente por esa intrincada red de cálculos estadísticos de un especialista británico, sino desde la parcelación de elementos que comienza a poner en juego en el cruce con las entrevistas. De la importancia cada vez mayor que empezaron a tomar los equipos sobre los pilotos a una ética de conducción y de relación hacia el interior de los equipos; de la comodidad para el manejo de los autos a la relación con los dueños de las escuderías; de los riesgos que implica manejar un auto de carreras a los amigos que murieron en algún accidente; lo que traza el documental es, como subtexto que se expande, una comparación posible entre los inicios de la Fórmula 1 y la actualidad, para reforzar las dificultades que implicaban en el pasado (Hakkinen contando la imposibilidad de manejar uno de esos viejos autos en la actualidad; el sobrino de Fangio señalando que “para manejar un auto de la Fórmula 1 actual hace falta precisión; para manejar uno de la década del 50 hacía falta arte”).
Si esas ideas corren como un subtexto es porque, en definitiva, el documental no se despega de su idea esencial, que es la de la mantención del mito de Fangio. Las entrevistas con corredores y mecánicos –algunos incluso que fueron sus compañeros en algún momento- tienden a revalorar la figura. Pero por sobre todo, los momentos elegidos de esa trayectoria buscan recuperar, más que la totalidad, la épica de los triunfos en las que el hombre se sobrepone a las limitaciones de la máquina, o, para decirlo mejor, del que le saca el mayor provecho posible. Es el Fangio héroe que parece poder hacerlo todo –inclusive viajar todo un día para llegar a una carrera donde termina accidentándose gravemente- el que sostiene su estatura mística. De allí que la rigurosidad termine pasando a un segundo plano porque lo que interesa es la forma en que las imágenes dan fe, aún en el desorden o la equivocación cronológica, de esa estatura.
En todo caso, el cuestionamiento posible al documental es no encontrar el tono correcto para narrar esa épica. O lo que es peor, de ni siquiera buscarlo, en pos, nuevamente, de satisfacer un público amplio. En ese sentido, Fangio supera levemente la corrección pero sin tomar demasiados riesgos, ni animarse a establecer una mirada un poco más novedosa. Está claro que, en ese sentido, el documental no quiere apartarse de ese camino marcado por las coordenadas de la empresa productora. Para quien quiera ver algo más arriesgado, mejor hecho y más riguroso, conviene sumergirse en pruebas más contundentes como, por ejemplo, el magnífico La misión argentina, sobre el equipo de los Torino en Nurburgring, comandados, también por Juan Manuel Fangio. Allí hay más riesgos, más aventuras y más tensión que la que puede encontrarse en este tipo de documentales demasiado prolijos y lavados.
Calificación: 6/10
Fangio: el hombre que domaba las máquinas (Argentina, 2020). Dirección: Francisco Macri. Guion: Luciano Origlio. Rodrigo H. Vila. Fotografía: Daniel Ortega. Montaje: Luciano Origlio. Duración: 92 minutos. Disponible en Netflix.
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