Una película llena de certezas y aciertos. Eso es Román. Una película que aclara sus intenciones de entrada y que luego se dedica a derribar toda previsibilidad y a resistir cuanta tentación sea sugerida. La primera certeza de la que parte Sebastián De Caro es aquella de que el fútbol es infilmable. Mejor dicho, que la belleza del fútbol como deporte en sí es infilmable. Que aquello que nos emociona o conmueve cuando vemos un partido no ha podido ser captado por el cine en tanto construcción de un artificio. No ha podido ser mito. Dejando de lado el esperpento ese de El fútbol o yo (2017), que ni siquiera puede considerarse una película, si tomamos como ejemplo algunos de los últimos intentos locales, veremos que cuando el cine argentino se dedicó a filmar el fútbol encontró la belleza no en la práctica misma del deporte sino en la periferia, en todo aquello que lo rodea: el travelling sobre los salamines y los chorizos tandilenses al final de El 5 de Talleres (2014); la lluvia y el barro borrando los límites de la canchita/campito en Hoy partido a las 3 (2017); el cuerpo enorme y agitado, a punto de explotar, de Carlos Portaluppi en Hijos nuestros (2015). Y si vamos más atrás, los ejemplos son similares: las virtudes de películas como Pelota de trapo (1948) o El hijo del crack (1953) tienen que ver con la configuración hermosa y sensible de una picaresca humana que no por ser local resulta menos universal, y no tanto con la captura de la destreza física en pos de alcanzar una emoción genuina.

Entonces, cuando tenemos, como es el caso, una película que trata sobre un jugador al que se lo define como una idea, como un pensamiento, la decisión de recortar cada plano de la película para concentrarse en los movimientos y los gestos aparentemente más intrascendentes de ese jugador, dentro de un partido igual de intrascendente, resulta ser un acierto mayor. Porque lo  que importa en Román es lo que se ve y lo que se imprime en la pantalla, no lo que se oye por fuera, no las loas que se cantan en su nombre. Importa el “Yo en la cancha veo todo” que se lee al principio tanto como el “estado de consciencia” del que habla la carta del Indio Solari que se muestra al final, cuando Riquelme abandona la cancha, porque justifican una simetría que explica la inteligencia de la película tanto como la del jugador. Importa que el ralentizado permanente de las imágenes, lejos del estudio teórico, del ejercicio intelectual que se propone analizar los movimientos del atleta para descubrir al genio que hay detrás, tal como hace Julien Faraut con John McEnroe en In the realm of perfection (2018), sirva apenas para el ensayo de la semejanza, ya ni siquiera de la imitación; es como si en ese procedimiento De Caro nos dijera que incluso el cine, con la posibilidad de manipular el tiempo a su antojo, es demasiada poca cosa para comprender e igualar a un jugador enorme como Riquelme. Importa el sonido, también -el de la hinchada y el de la música electrónica-, en la medida en que esta última se vuelve un loop que termina por adueñarse de las voces en off, a las que De Caro, aun cuando la mayoría de ellas son reconocibles, les quita su identidad, les resta importancia.

En ese sentido hay un momento central: apenas comenzado el partido, un jugador de Lanús (Jorge Ortiz) se acerca a Riquelme y le dice algo a la pasada, probablemente un reproche, o un insulto; Román se da vuelta y, una vez que lo ubica, con su mano le hace el gesto de aquel que habla mucho al tiempo que lo invita a seguir jugando. La escena se da mientras Dolina concluye su intervención hablando de la “inteligencia abarcadora” de Román y Daniel Arcucci comienza la suya diciendo que es “inevitable relacionar a Riquelme con el juego y el lenguaje”. La coincidencia resulta paradójica y eficaz, porque permite sacar una conclusión: es Román el primero en hablar en la película que lo tiene como protagonista y homenajeado y es también él el primero en invitar a llamarse a silencio. Porque lo que sigue después de ese gesto es el relato de las innumerables hazañas del jugador: el baile al Real Madrid en el 2000, el caño a Yepes, el pase a Palermo para que éste se convierta en el goleador histórico del club, el gol a Barovero en el último clásico -al que se hace referencia dos veces-, etc. De Caro evita mostrar cada una de esas evocaciones porque, por un lado, sabe que esos lugares ya han sido visitados y revisitados una y mil veces por los programas deportivos y que basta con teclear el nombre del ídolo en Youtube para encontrar miles de compilados que reúnen esos momentos. Y por el otro, porque entiende que incluso la sutileza de Riquelme en ese último partido con la camiseta de Boca (el amague de espaldas ante el defensor granate para que la pelota pase y encuentre libre a un delantero) fue -reconocida por el propio Román- tan poco efectiva como aquel caño célebre. En ambos casos la pelota terminó yéndose al lateral o fue despejada por el rival. No mostrarla, entonces, es una forma de respetar la cosmovisión de su protagonista. Una coherencia cronológica que permite configurar la imagen de un deportista singular prescindiendo de los hechos que lo definen como tal.

Román es una película que triunfa allí donde reconoce y evidencia las limitaciones del aparato que produce el hecho artístico. Allí donde encuentra al ídolo en el lugar donde éste se convirtió en ídolo, lejos del espectáculo amarillista que habla de un tipo jodido, camarillero, conflictivo, y del circo, que no es el de los payasos que amamos y que tanto abundan en el cine, sino el mediático. El problema es nuestro, parece decirnos De Caro sin la necesidad de subrayar su discurso, si queremos que, además de hacer bien eso que hace y que es el motivo por el cual lo admiramos, nuestro ídolo sea buen compañero, buen esposo, buen padre, que done plata a los niños de África y que, por sobre todas las cosas, piense igual que nosotros. Por suerte, al director no le importa nada de esto, y ese es otro acierto. Su película, como él mismo dice, es “una carta de amor a un jugador genial”. Sí, pero antes que nada es una carta de amor en tiempo presente. Una carta que no reclama ni se pierde en el recuerdo de lo que fue o lo que pudo haber sido. Una carta sin nostalgia y sin llanto. Una declaración del cine como acto consciente. Una película feliz.

Calificación: 8/10

Román (Argentina, 2020). Dirección: Sebastián De Caro. Fotografia: Mariano Suarez. Edicion: Diego Fernandez, Luciano Leyrado. Entrevistados: Alejandro Dolina, Víctor Hugo Morales, Daniel Arcucci, Indio Solari, Horacio Pagani, Gastón Pauls. Duración: 70 minutos. Disponible en Youtube.

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