“No es de extrañar que cuando un funcionario burocrático llega al poder, apenas nos demos cuenta”, dice la voz en off al comienzo de El vicepresidente. En una sociedad que no quiere oír hablar al gobierno, lo que ocurre es que no ve. No advierte qué es lo que ocurre hasta que ocurre, hasta que el personaje está instalado por el voto popular –o algo así, teniendo en cuenta el complejo sistema de elecciones de los Estados Unidos- en un lugar en el que nadie entiende muy bien cómo llegó hasta allí. Y sobre todo, cómo hizo un hombre gris para adueñarse de buena parte de la estructura de poder del país más poderoso del mundo.

Lo interesante es que ese “no ver” no es un reclamo planteado hacia los votantes del gobierno republicano de Bush hijo, ni tampoco un cuestionamiento a las estructuras del Estado que funcionan tras las bambalinas del poder. No ver hacia atrás, no reconocer en ese Dick Cheney más que el hombre que acompaña a Bush en la fórmula presidencial, el que viene de ser CEO de una compañía petrolera, involucra a un todo.

A ello, la película de McKay le opone como exacto contrario al propio Cheney. El hombre ve. Observa todo como una oportunidad. Hay un detalle interesante: hay una escena en la que Cheney (Christian Bale) no ve. Es cuando trabaja como lacayo de Donald Rumsfeld (Steve Carell) y este le señala una puerta detrás de la cual, dice, están reunidos el presidente Nixon y el canciller Kissinger, tomando la decisión de bombardear Camboya. Lo que hará Cheney de allí en adelante es intentar sortear la barrera física de esa puerta y estar del otro lado. Y ver. Y sobre todo, tomar decisiones.

Hay otra escena que pone de manifiesto esa oposición de manera aún más tajante. Cheney es el vicepresidente de la nación cuando se produce el ataque a las Torres Gemelas. Encerrado con el gabinete en el salón del Control de Emergencias, se reúne con su abogado y asesor legal. Los miembros del gabinete miran, pero no ven. La voz en off pone las palabras que uno supone podría estar pensando, por ejemplo, Condoleezza Rice en ese momento: dos aviones se han estrellado en uno de los símbolos del país y el vicepresidente habla con su abogado.

Cheney, en cambio, vuelve a ver la oportunidad. La película no lo revela en el comienzo, cuando hace referencia a esa escena, sino cuando después de un largo recorrido llega a ella nuevamente, en la segunda mitad: es el momento de aplicar la Teoría del Ejecutivo Unitario, según la cual “si el presidente hace algo, es legal porque es el presidente”, que se complementa con la idea también legal, de que los actos del vicepresidente no son –no pueden ser- controlados por el Presidente ni por el Congreso. Una especie de suma del poder público que se basa en un elemento central: un hombre ve los resquicios, los agujeros negros de las leyes por las que puede colarse y alcanzar el poder sin vulnerar la legalidad.

El intento de El vicepresidente es el de abrir los ojos. Algo de eso que se entrevé en el focus group en el que queda claro que la gente necesita “ver” que esa guerra es contra un país, un territorio y no contra una organización que no tiene una imagen definida. Pero se trata de no hacer ver desde el lugar del gobierno. Hacer ver a los demás de dónde viene Cheney. Lo hace desde un pretencioso balance entre lo estrictamente biográfico –partiendo del momento en que la policía lo detiene manejando ebrio y después de una pelea en un bar de Wyoming en 1963- y la intención didáctica de explicar las formas en que el personaje articuló los resortes del poder.

La idea no es nueva en McKay. Su anterior The Big Short intentaba explicar la crisis económica de 2008 desde una perspectiva similar. Pero lo que allí se sostenía entre la abrumadora profusión de datos e ideas y un ritmo tan frenético como el que impulsaba la burbuja de las hipotecas que desató la crisis, aquí no termina de cuajar. Arriesgo un par de líneas posibles para ello. La primera es, que en su anterior película, McKay hacía que lo real irrumpiera como una cuña en la ficción, como si en ese momento se abriera un paréntesis en el cual los nombres reales explicaban el funcionamiento del sistema. Aquí, en cambio, lo real es apenas una nota al pie, una selección de escenas que intentan brindar un respaldo documental a la ficción (que el montaje se acelere en esos momentos parece estar dando cuenta de que esa inserción no era tan necesaria y que responde más a un gusto ilustrativo que a una exigencia del relato). La segunda es que The Big Short estaba narrada desde un descentramiento que hacía que lo importante fuera lo que estaba ocurriendo, más que el destino y las acciones de los personajes. Aquí, el problema es que Cheney es una fuerza centrípeta, un imán colocado en el centro de la estructura que todo lo atrae, haciendo que los personajes secundarios queden diluidos –no solamente Rumsfeld y el propio Bush jr (Sam Rockwell), sino incluso su esposa Lynne (Amy Adams)-. Entonces, la pretensión de avanzar rítmicamente choca con las necesidades de un personaje complejo y con una vida repleta de detalles en los cuales “hay que detenerse”. Es allí donde lo biográfico adquiere un peso mayor, imponiendo a la película una lógica de consecución que va más allá del espíritu de ese hombre que aprovecha las oportunidades y que parece construirse con el solo fin de servir de referencia a situaciones posteriores (el encuentro con George Bush padre o los sucesivos problemas cardíacos de Cheney, por ejemplo).

La sensación es que el afán de biógrafo lleva al amontonamiento indiferenciado, especialmente en el tramo final, cuando se depone la actitud didáctica y explicativa y se prefiere avanzar sobre los últimos actos de Cheney en el gobierno. Allí quedan, por caso, los interrogantes sobre el rol que cumplieron los medios –algo que apenas es mencionado al pasar- en la reproducción de la idea que articuló la invasión a Irak y por qué Cheney se descontrola en una reunión ante el dueño de un medio. Y es que, volviendo al comienzo del texto, el desliz de la película es abandonar esa pregunta que se formula en un momento y resulta crucial: “¿Cuántos pasos adelante está mirando Cheney?”.

En esa pregunta está cifrada la narración: los límites están puestos desde el comienzo, en tanto imposibilidad de saber qué pensaba Cheney, pero el intento es tratar de especular sobre ello. Mientras McKay logra mantener esa especulación como el signo de su retrato del personaje, la película se hace compleja e interesante, con algunos hallazgos nada desdeñables (la escena en que Cheney y Lynne recitan un fragmento de Ricardo III, el falso final feliz interpuesto en la mitad de la película, la revelación de la pertenencia de la voz en off como una posibilidad de relatar desde adentro, literalmente). Pero cuando se deja llevar por la metáfora gruesa (la referencia al pescador, el anzuelo y la presa en la reunión con Bush, la presentación de las opciones de guerra como un menú de un restaurant) cae en la obviedad y deja a la película a merced del pulso biográfico y de cierta corrección bienpensante que no encaja con lo demás. En esa pelea entre la especulación y lo biográfico hay una tensión irresuelta en la totalidad. No se trata simplemente de una indefinición entre una narración desde adentro –aunque más no fuera hipotética- y una desde afuera, aferrada a los hechos. Es la diferencia que hay entre el riesgo de construir un personaje y la comodidad de dejarse llevar por una imagen ya construida en el imaginario colectivo.

Aquí puede leerse otra crítica sobre la misma película.

El vicepresidente: Más allá del poder (Vice, Estados Unidos, 2018). Guion y dirección: Adam McKay. Fotografía: Greig Fraser. Montaje: Hank Corwin. Elenco: Christian Bale, Amy Adams, Steve Carrell, Sam Rockwell, Alison Pill, Eddie Marsan, Justin Kirk. Duración: 132 minutos.

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