El mundo de El prófugo es deliberadamente irreal, una ciudad construida de luces y sombras, de voces y ecos. La directora Natalia Meta ya había abordado ese registro de consciente estilización en el retrato de Buenos Aires presente en su ópera prima. Sin embargo, en Muerte en Buenos Aires esa ciudad anacrónica y fantasmal todavía tenía sitios reconocibles, las avenidas, las fachadas de los teatros, un espejo deformado de algo existente. En El prófugo va un paso más allá. La primera escena nos muestra a Inés (Érica Rivas) en una sala de doblaje. Como en Mujeres al borde de un ataque de nervios, la realidad de la pantalla es la materia falsa de la misma representación. Allí era Johnny Guitar y el desencuentro entre Joan Crawford y Sterling Hayden que anticipaba el desengaño de la pobre Carmen Maura. Aquí es el J-horror el que asume la clave de anticipación de lo que vamos a ver, ese mundo extraño que no en vano cruza dos géneros hermanos como el terror y el melodrama.
Inés mira a la pantalla y revive el peligro de las imágenes en la voz neutra de su doblaje, enmarcada en el negro de la cabina pero también en la inquietante tensión de las siluetas del fuera de campo. Nelson (Agustín Rittano), el sonidista que asoma desde el control como una repentina marca de realidad, pronuncia las indicaciones de tonos y expresiones que traen a Inés a la consciencia de su propia condición de doble. Ese horror indirecto, contenido en las imágenes del cine, se filtra en los sueños en el mismo preámbulo de un viaje en avión junto a su novio Leopoldo (Daniel Hendler). Meta empuja nuevamente los límites de esa frágil realidad a través de la irrupción de una duermevela de somnífero, una perfecta transfiguración de los deseos de Inés en mandatos exteriores –la voz de la azafata-, la conversión de la excursión a unas grutas en el atisbo de lo siniestro. Es interesante la operación porque funciona desde la puesta en escena, no desde el corazón del guion. La escena del karaoke es clave, no solo en la enrarecida expresión de Érica Rivas que lleva a su personaje de la vergüenza a la desesperación, sino en la duración de esa incomodidad, espesa y persistente, incrustada en ese colorido febril que agita a los turistas.
La puerta de apertura al horror y al “prófugo”, que se condensa en la escena de sexo en la habitación de hotel, en la emergencia de las pesadillas infantiles, en la experiencia del “trauma”, es el gran hallazgo de la puesta en escena de Meta. Que es algo más que las citas al giallo, al doppelgänger y a todas las tradiciones que podamos ver allí. Es una forma de concebir el cine como última expresión de un mundo que no tiene otra materialidad que la propia imaginación. Por eso es notable que la experiencia que transmite El prófugo es la de estar asistiendo al deslizamiento lento e irreversible en el mundo interior de Inés, que nada tiene que ver con subjetivas y puntos de vista. Es la persistente ambigüedad de las situaciones, que tensa la mirada en sus contornos, recorta los encuadres privándonos de su anclaje, enrarece los límites entre el sueño y la vigilia, revela lo siniestro en detalles que pueden ser captados por un ojo individual pero expandidos por la cámara: la expresión de la vecina que reclama por los taconazos a la noche, la verborragia de la madre, las advertencias de la actriz que interpreta Mirta Busnelli. ¿Quién atiende a todo ello? ¿Inés o la misma película? ¿Somos en realidad prisioneros de su visión o cautivos de la cámara?
Inés no solo dobla películas de terror japonesas sino que ensaya en un coro lírico. Sus ensayos se ven afectados por extraños sonidos que alteran su voz desde el interior de su cuerpo. El maestro (Guillermo Arengo) la cambia de la sección de Sopranos a Mezzo y atribuye sus desvíos al estrés, al agotamiento emocional. Las pastillas vuelven a ser –como en el viaje en avión- una mera excusa narrativa que impulsa un tránsito de otro orden. La identidad astillada de Inés comienza a disgregarse en su mismo ascenso a la sala de afinación del piano donde hace su aparición el joven Alberto (Nahuel Pérez Biscayart). Alberto está allí en el mundo de los sonidos, esos seres intangibles que gobiernan con sus caprichos la armonía de los instrumentos y conjuran el triunfo o el fracaso del coro. Su irrupción recuerda a la de Tadzio en Muerte en Venecia, gozoso de su efecto devastador en los otros mortales, apolíneo en la búsqueda de esa perfección musical esquiva, fantasmal en su mirada tentadora.
La fascinación que provoca El prófugo en su segunda mitad tiene que ver con su decidido atrevimiento en el manejo de las claves de los géneros que entremezcla. Muerte en Buenos Aires tenía algo de eso, una película que sorteaba los diálogos ridículos y las flojas actuaciones con una confianza absoluta en el poder de las imágenes. Basta ver de nuevo la escena de los caballos corriendo por Diagonal Sur. Y si bien el resultado es una película fallida, hay un germen que se consagra en El prófugo, con un elenco solvente en el que domina el magnífico trabajo de Érica Rivas. El día a día de Inés va perdiendo lentamente su estabilidad en sintonía con el ritmo del montaje: la cronología se estrangula, las elipsis se hacen profundas, los cambios de tono, existenciales. La irrupción de lo extraño excede la tensión entre sueño y despertar, alucinación y realidad; se condesa en la textura dual de las imágenes, en esa esquiva consciencia de que detrás de lo que vemos late lo que nos asedia. Como le ocurre a Inés que su voz adquiere un eco imperceptible, una conversación muda que reverbera en sus cavidades interiores, la película consigue materializar en su misma plasticidad esa difícil expresión de un mundo que es velo de Otra existencia.
En este tiempo en que los géneros son excusas para hablar de otras cosas siempre más importantes, que se convierten en atrezzos de discursos relevantes, Meta vuelve a la matriz de su raigambre en los miedos compartidos. Su cine abraza ese pulso instintivo que recogieron los géneros cinematográficos en su fundación, el gusto por el capricho y la fabulación, los trucos visuales, el goce del estilo, y lo expone con admirable confianza. Los amados monstruos que asoman en la voz de Inés le pertenecen solo al cine y a su legendario atrevimiento para sortear las trampas de su propio lenguaje.
Calificación: 9/10
El prófugo (Argentina/México, 2021). Dirección: Natalia Meta. Guion: Natalia Meta y Leonel D’Agostino (basada en El Mal Menor de C.E. Feiling). Fotografía: Bárbara Álvarez. Montaje: Eliane Katz. Elenco: Érica Rivas, Nahuel Pérez Biscayart y Daniel Hendler. Con la participación especial de Cecilia Roth. Con Guillermo Arengo, Agustín Rittano, Gabriela Pastor, Flor Dyszel y Mirtha Busnelli. Duración: 90 minutos.
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