Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
Pacto de lectura. Que La cosa sea la matriz principal de la nueva película de Quentin Tarantino no es una decisión estrictamente formal ni otra cita cinéfila a las que nos tiene tan acostumbrados. Es un error simplificar el vínculo entre ambas al escenario elegido, a la presencia de Kurt Russell y a la música de Ennio Morricone (que incluye tracks que fueron descartados de La cosa). Cuando Tarantino nos devuelve a actores, directores y géneros olvidados no quiere apelar a nuestra melancolía: nos los devuelve viejos y ensombrecidos. Los héroes de antaño ahora son villanos o apátridas. Por fuera del marco de la ficción esto implica reinsertar aquello que la mecánica hollywoodense fabricó, encasilló y luego descartó cuando ya no le fue provechoso. La operación de Tarantino no es la de la acumulación irreflexiva de mitos, modas e ídolos del pasado; la manera que tiene de resignificar lo que alguna vez simbolizaron los transforma en excreciones de una cultura consumista de la que, no sin contrariedades, Tarantino se jacta de ser parte.
Citando en primer plano a John Carpenter (y sobre el final a Brian De Palma) lo que define es una toma de posición, una declaración de principios libertaria y lúdica frente a la mecánica cinematográfica estadounidense y su nacionalismo imperial. Este espíritu, que ya asomaba en sus últimas dos producciones, adquiere densidad en esta última. Los personajes que van reuniéndose en la posada representan distintos arquetipos sociales y contrarias posturas ideológicas, pero, al contrario de Bastardos sin gloria y Django sin cadenas, nada puede ser enmendado. La justicia poética no encuentra lugar ni sentido en el escenario presente. Si en aquellas la Historia pudo ser corregida mediante la reescritura apócrifa, violenta y lúdica de los hechos, en The Hateful Eight el pasado anticipa un futuro inevitablemente dantesco. Pero para evitar caer en sobre interpretaciones no hay que perder de vista que la única política que le interesa a Tarantino es la cinematográfica. La amoralidad (que no inmoralidad) de The Hateful Eight (y de sus películas en general) elude la lógica binaria de bien contra mal como valores absolutos e irreconciliables. Al liberar al espectador de las ataduras discursivas que aleccionan su moral lo deja expuesto en sus contradicciones. Es decir, lo convierte en dueño y único responsable de sus ideas.
The Hateful Eight retoma la austeridad de Perros de la calle deliberadamente, no por carencia de capital o maquinaria a su disposición. Se distancia de la espectacularidad que a partir de Kill Bill se ha vuelto más prodigiosa y deja que la verborragia revista algo más que la compulsión propia de la cultura pop que es santo y seña de su cine. Hay humor, sí, y violencia, y diálogos extensos e intensos pero sin arrebatos. Como el ajedrez (juego con el que se presenta a Kurt Russell en La cosa y que en The Hateful Eight ocupa el centro de la escena), es táctica y estrategia, calma y templanza. No vamos a encontrar la habitual rúbrica exploit juguetona de sus relatos; la cita al género policial o de misterio claustrofóbico británico estilo Agatha Christie y los distintos cebos que va plantando en cada escena nos sumergen en un laberinto de manipulación hitchcokiano sobre el que Tarantino se reafirma como amo exclusivo del universo que fabrica.
En esta oportunidad la estratagema abarca la misma publicidad de la película. Cual flautista de Hammelin, Tarantino convoca a la gran experiencia cinematográfica anunciando su estreno en 70mm para luego encerrar a los espectadores en la sala de cine como en la posada y, una vez ahí, quemarles la cabeza como si se transformara en Shosanna. Las huellas que el impacto visual de Bastardos sin gloria y Django sin cadenas dejaron en el espectador seguramente lo predisponga para una experiencia que no será como aquellas. A Tarantino ya se lo acusa de haber desaprovechado el 70mm como a Carpenter se lo acusó de haber desperdiciado el genio elocuente de Ennio Morricone exigiéndole una composición musical minimalista. Pero de esta manera Tarantino nos dice que el cine es más el arte de economizar los recursos para atrapar al espectador que toda la parafernalia audiovisual del mainstream que lo termina perdiendo.
En The Hateful Eight la belleza se concentra en un espacio reducido que no cuenta con las distracciones del mundo moderno, como en Perros de la calle, ni con la violencia exacerbada y revoltosa del sótano de Bastardos sin gloria, por señalar sólo un par de citas autorreferenciales (ponerse a hacer un conteo preciso de todas no tiene sentido en un director que viene haciéndolo desde su segunda película). La cronología narrativa es también algo más lineal que de costumbre, a excepción de un flashback que aparece pasada la segunda mitad. El tiempo de la película es el que la narración demanda. Todo esto, sumado a la introducción de tópicos anclados en la realidad política presente, profundiza el sentido del relato.
La madurez de The Hateful Eight supera a la de la nostálgica Jackie Brown, digna de un joven y talentoso director que veía envejecer a sus mitos. Tarantino se está haciendo grande. Su escepticismo también. Prácticamente a la par del estreno de Star Wars, saga que congela la adolescencia con el fin de fomentar el consumo, el congelamiento propuesto por The Hateful Eight es nihilista y acusa a esa maquinaria de fabricar la verdadera violencia, resucitando una dialéctica similar a la iniciada hace poco más de treinta y tres años entre La cosa, de John Carpenter, y E.T., de Steven Spielberg, número que no parece casual teniendo en cuenta la imagen del Cristo congelado que sigue a los títulos (para esta libre asociación es pertinente considerar las iniciales del nombre de John Carpenter).
1 En nuestro país la película fue titulada como Los 8 más odiados. El hecho de que los personajes en total sean diez (sin contar aquellos que aparecen en el flashback) establece la primera de muchas trampas. Quien se acerque al cine de Tarantino sin esperar ser manipulado poco sabe de su cine. Esta es su octava película (dato que tampoco es del todo exacto); ocho son los planos que anteceden al título; ocho mil es la recompensa tras la que el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) supuestamente va; ocho son los colgantes en el sombrero de O.B. Jackson (James Parks); ocho son los casilleros de cada hilera en el tablero de ajedrez, y así podría contar infinitud de detalles que no encuadran significantes excepcionales a los de una construcción puntillosa y exquisita de la puesta en escena. Como señaló Marcos Vieytes en un intercambio que mantuvimos vía mail: “Lo que hace grande a Tarantino es la gratuidad. Lo político está en el malestar cultural que su cine provoca y, muy especialmente en este caso, en el posicionamiento cinematográfico que implica haber elegido a John Carpenter. Su violencia tiene una magnitud o, más bien, una naturaleza sagrada, que es la naturaleza del arte.”
Si la historia (y la Historia) se encuentra atravesada por el engaño; si el progresismo, la libertad, la ideología, la fe, el patriotismo, etc., son puras mentiras, la única verdad posible es el arte cinematográfico, o el arte a secas. Tarantino nunca nos miente aunque sus historias se encuentren repletas de embaucadores. Mediante artilugios de puesta en escena (elección de los colores, uso de la luz, leitmotiv musical, etc.) nos señala todo aquello que los personajes intentarán ocultar. Quedará en nuestra voluntad querer spoilearnos la mirada o permanecer en la pasividad de quien espera que todo le sea explicado. En Perros de la calle nos tensionamos en la escena en que Tim Roth se encuentra con cuatro policías armados con pistolas y ovejeros alemanes en un baño público, pese a que, mediante un montaje de escenas que se arman y desarman como una mamushka, se nos enseñaron todas las etapas de la construcción explicitando su falsedad. De la misma manera no podemos evitar padecer el frío relato de Samuel L. Jackson frente al consternado Bruce Dern, aunque planos detalles previos hayan exhibido la verdadera intención del narrador. Es cierto que nada nos confirma su veracidad o no de manera tajante como en la secuencia de Perros de la calle, pero información que sobre el personaje se nos va dando al menos justifican la duda. En esta misma película nos descubre de entrada la identidad de quien envenena el café mediante el color azul, mucho antes incluso de aparecer como narrador para entregarnos un cómplice en el asunto. El secreto de Daisy (Jennifer Jason Leigh) es compartido, aunque tal vez no nos hayamos dado cuenta.
2. Tras una secuencia de imágenes de un paisaje montañoso cubierto de nieve, interrumpida por los títulos de la película sobre fondo negro, la cara de un Cristo de madera, que pronto quedará enterrado por la misma nieve, irrumpe en la totalidad de la pantalla. La cámara se aleja lentamente hacia atrás, en sentido diagonal descendente. El paisaje se abre de a poco. A lo lejos se visualiza un carruaje empujado por seis caballos que se va acercando. La cadencia musical es ominosa. El paisaje desesperanzador. Otra placa negra irrumpe en la imagen para enumerar el primero de los clásicos capítulos tarantinescos: Last Stage to Red Rock (Última diligencia a Roca Roja). Desde la escritura el color contamina la blancura reinante en la imagen, pero además, y en virtud de la iconografía religiosa y del descenso de la cámara, esa roca roja (la materia dura de la piedra contra la suavidad de la nieve, y el color violento contra la naturaleza impoluta del blanco) indica el destino de los ignotos pasajeros que, de cualquier forma, no podrán acceder al infierno quedando atrapados en un limbo desmoralizante.
La cámara continúa su sentido descendente hasta llegar al Mayor Marquis Warren (llamado así en homenaje al director de westerns clase B y telewesterns Charles Marquis Warren, e interpretado por Samuel L. Jackson) que cargando tres muertos a sus espaldas (uno de los cuales lleva puesto un pijama de invierno rojo) detiene el andar del carruaje. La interrupción no es violenta ni desesperada; Marquis espera sentado en medio del camino fumando una pipa. El trayecto dibujado por la cámara -de arriba hacia abajo- y el color del inter-título que le es inmediatamente asignado son apenas los primeros indicios que lo configuran como presencia demoníaca. Su pérfida existencia es confirmada bastante más adelante. La mínima chance de identificarnos o sellar un pacto simbólico con él es expulsada en la escena más blasfema de toda la película, cuando le explica al consternado General Sandy Smithers (Bruce Dern) cómo torturó y violó a su hijo en las montañas. Una línea de diálogo luciferina da pie al detallado relato: “¿Querés saber qué día murió tu muchacho? El día que me conoció”. Los insertos que lo grafican nos muestran el cuerpo delgado y desnudo del joven, contraído por el frío. El vía crucis a través de la infinita nieve más el dorado del pelo y la barba remiten el imaginario cristiano.
Antes de toda la perorata ideológica y política la película se inscribe en el marco de lo sagrado. Los pasajeros interrumpidos por Warren lo confirman: John Ruth (Kurt Russell) y Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh). Cazarrecompensas y presa viva que, desde la perspectiva religiosa planteada, pueden ser considerados una versión estropeada, maldita y estéril de Adán y Eva. En varias instancias serán un dúo cómico. La mayoría de las veces, un matrimonio. Hombre y mujer esposados, fatalmente atados, condenados a ser un par indivisible hasta que la muerte los separe (y ni siquiera).
Como buen creyente, John no ve nada. Cree en las instituciones, en el funcionamiento legal del sistema, será el que crea en la carta de Lincoln que Warren lleva consigo a modo de escudo anti-blancos, creerá en el propio Marquis y más adelante confiará en Daisy. El cochero que lo traslada lleva unas oscurísimas gafas de invierno. Estos dos personajes son los únicos que no disfrazan su identidad. Son lo que son de principio a fin, sin transformaciones sorpresivas ni mentiras. La honestidad los llevará a la muerte. Si los descontamos del grupo total de personajes, tendremos entonces a los verdaderos ocho odiosos: a los que se nunca muestran su verdadera cara.
Daisy lo ve todo desde el comienzo. Si hay un diablo, hay una bruja. El ojo morado (o blackeye) metaforiza esta capacidad aunque curiosamente va desapareciendo conforme avanza el relato. Daisy sabe de entrada quién es Marquis, como también reconoce la falsedad de la carta y verá quién envenena el café por el que John y O.B. mueren. Es la que se niega rotundamente a llevar al negro en el carruaje, ligándose una de las tantas trompadas que Ruth le propinará. Un primerísimo primer plano en picado, similar al que nos introduce a Marquis de frente, nos muestra su cara teñida de azul por el efecto de la luz. La vemos pálida, arrugada, magullada pero con una mirada rotunda, penetrante, en absoluto sumisa. Detalles como estos y algunos juegos que se suceden entre ellos indican que estamos ante la verdadera antagonista de Marquis. Toda esta información se nos es dada a través de miradas y gestos. Como una nena pícara, Daisy guarda muchos secretos y los disfruta aún con todo el dolor que implican. Marquis y Daisy además comparten otro detalle: son seres alados. Cuando Ruth le exige a Warren que levante sus brazos al comienzo de la película, la capa que lleva puesta le dibuja alas amarillas (Eva Heller, en su libro Psicología de los colores, señala que el amarillo político es el color de los traidores). Las raquetas que se encuentran detrás de Daisy cuando es colgada en el final funcionan de manera similar.
El quinto personaje que ingresa (aunque cuarto en relevancia) es Chris Mannix (Walton Goggins), renegado del ejército sureño que se dirige a Red Rock para ser nombrado Sheriff. O al menos eso dice. Nunca sabremos si es así. Su nombre tiene raíz en el de Cristo, pero el hecho de que éste ya apareció literalmente congelado al comienzo y metafóricamente violado y asesinado luego, refuta la posibilidad de que Mannix lo represente. En todo caso será un anti-Cristo que encontrará al Padre en su máximo rival, Marquis, de quien terminará siendo un servil ayudante, como O.B. lo es para John Ruth. La relación entre estos dos personajes (Chris y O.B.) forma parte del cúmulo de sutilezas que elevan la película al nivel de obra maestra: la cámara y el escenario los equipara en más de una oportunidad, repiten acciones, gestos y tareas, además de ser los únicos encargados de marcar el camino hacia el baño bajo la tormenta de nieve.
Chris y Marquis solicitan traslado bajo el mismo pretexto (la muerte del caballo); Chris es quien descubre la falsedad de la carta que Marquis porta ante los demás; es también quien le avisa al General que el relato del negro es puro chamuyo. Más que oposición, esto señala un profundo conocimiento del otro. Los puntos en común que tienen por opuestos extremos los llevan a tener un enemigo único cuando ya no queda idea por la que matar: la mujer (o la cosa). Chris y Marquis, vale decir, Confederación y Unión, blanco y negro, terminan colgando a Daisy, quien finalmente ocupa el elevado espacio cristiano del comienzo ya cubierto de sangre (o, como diría Godard, de rojo).
La incomodidad cultural a la que Marcos se refería se encuentra en la ambigüedad constitutiva del cine de Tarantino. Los lenguajes que lo conforman (palabra, imagen, sonido y música) entran en fricción por inscribirse en registros formales y discursivos opuestos. Cuando tuve que analizar la escena del corte de oreja en Perros de la calle frente a una clase, encontré que entre mis alumnos la mayoría acordaban disfrutar a la par de Madsen, otorgando esta conexión a la música y al fuera de campo en el momento del corte, mientras que otros la encontraban insoportable precisamente por estos mismos mecanismos. En Bastardos sin gloria Tarantino nos coloca en la subjetiva de Hans Landa mientras el personaje de Brad Pitt talla una esvástica en su frente, haciendo de esa frente la nuestra. En The Hateful Eight las operaciones son mucho más sutiles y por eso más difíciles de asimilar porque, al contrario de las mencionadas y de todas las películas previas, no hay forma de identificarnos con nadie. Si, en el mejor de los casos, simpatizamos con Ruth (por Kurt Russell y La cosa en principio, pero luego por distintos rasgos de su personaje), su desaparición nos deja desamparados frente a los demás. Igualmente dentro del sistema de operaciones ejemplificado tendremos que aceptar la violencia impartida por él sobre Daisy (que es catalogada como no-mujer por los personajes y por la película) y una resolución final sustentada por hechos concretos que le suceden a lo largo del relato: no se puede confiar ni en los negros ni en las mujeres. He aquí lo odioso de la película: pasaremos casi tres horas encerrados en una cabaña con un grupo de personajes con los que no querremos sentirnos identificados.
3. A unos doce minutos del comienzo un primerísimo primer plano muestra a dos de los seis caballos que arrastran el carruaje. Uno es negro, el otro blanco. Así queda planteada la lógica ajedrecística de la película. Las piezas claves, Rey y Reina, son John y Daisy. Llegan en carruaje y encarnan el par indivisible que se necesita para sobrevivir. La inversión de sentidos que la película despliega no los exime: derrocado el Rey, el juego seguirá su marcha. Pero importa menos analizar el carácter ideológico de sus personajes que las estrategias y las jugadas implementadas a lo largo de la película.
“El nombre del juego es paciencia”, advierte Jody (Channing Tatum) recién cuando estamos acercándonos al final, cuando ya fuimos forzados a implementarla. La excesiva oralidad, centrada en discursos políticos patrióticos, nos abstrae de los detalles que deberíamos observar y que son inherentes a la película como construcción dramática. Hablar, o más bien chamuyar, distrae al contrincante y lo debilita, como queda demostrado en la escena del relato de Marquis. Cuando el cuerpo del general cae derribado por la pistola de su enemigo el tablero de ajedrez vuela por los aires junto con sus fichas. Así opera Tarantino sobre nosotros, como un digno contrincante que nos reta a enfocar nuestra atención sobre lo fundamental. A través de la composición visual y de algunas líneas de diálogos secundarias, en apariencia irrelevantes para el desarrollo de la trama, Tarantino nos revela con suspicacia la información de la que los odiosos se valdrán para trazar su estrategia.
Oswaldo Mobray (Tim Roth haciendo de Christoph Waltz haciendo de Mobray, un inglés de buenos modales y gustos refinados que dice desempeñarse como el verdugo que se encargará de Daisy una vez llegados a Red Rock) divide el territorio y plantea las bases del juego mientras observa entretenido desde afuera cómo sus intereses ocultos van ganando terreno. Si Marquis logra comerse al General es, en parte, gracias a las sugerencias que el europeo le hace ante su primer impulso de matarlo. No impide que lo asesine, sólo enfría su pensamiento y le enseña a hacerlo dentro de ciertas reglas que lo justifiquen.
“La única manera de que un negro esté seguro es si el blanco está desarmado”, sentencia Warren, pero minutos después le entrega una pistola a Smithers antes de provocarlo y así habilitar el enfrentamiento armado. El único que adopta una postura anti armamentista es Ruth, desarmando a todos los presentes no para confiscar sus armas sino para despedazarlas y hacerlas enterrarlas en la nieve a O.B. Ambos morirán bajo los efectos del veneno.
4. The Hateful Eight termina con dos hombres en una cama ahorcando a una mujer que es negada como tal de principio a fin. La aparición de prototipos femeninos de la época en el flashback refuerza la negativa, aunque el trato que estas reciben es incluso peor. Son asesinadas a sangre fría por el grupo de hombres que busca tomar la cabaña para esperar y rescatar a Daisy. De hecho, les disparan a quemarropa en el momento mismo del juego de seducción iniciado por ellas. Este grupo se encuentra conformado por Bob (Demian Bichir), Joe Gage (Michael Madsen) y los ya mencionados Oswaldo Mobray y Jody, este último hermano de la anti-doncella (segunda vez para Jason Leigh, que ya encarnó a otra en Flesh+Blood de Paul Verhoeven).
Todos ellos presentan rasgos que los feminizan en contraposición a la masculinizada o, en realidad, “cosificada” Daisy. Bob sabe tocar el piano y es quien asume haber preparado el estofado; Joe Gage dice estar esperando que pase la tormenta para visitar a su madre y es el que asesina mediante envenenamiento (obviando la forma que tiene de arreglarse el pelo y otros detalles del vestuario); Oswaldo tiene todas las formas de un Lord inglés y viste muy elegante; Jody habla francés, pero además está representado por el chongo ex stripper devenido actor más codiciado de Hollywood. Tatum es a The Hateful Eight lo que Jonah Hill fue a Django, elemento anacrónico convertido en comentario bromista o más bien irónico, refutación inmediata de lo que representa, sin paso del tiempo que promueva una mirada melancólica sobre el mismo. Tatum, el chongo sin cabeza, de repente es el cerebro del plan.
Consciente de esto es eliminado mediante un disparo que le vuela la tapa de los sesos en el segundo momento sensible de la película, con el aditamento endogámico que la relación da. El primero es cuando John Ruth sucumbe ante el encanto de Daisy que canta y toca la guitarra. Sensibilizarse o vulnerarse frente a una mujer puede ser letal; como sucedió con Bill, cuyo corazón literalmente estalló tras reencontrarse con su ensangrentada novia. La cosa como goce absoluto femenino ni siquiera asequible para la propia mujer. La violencia surge de su carácter inabarcable, incomprensible, que despierta la impotencia.
Marquis, con los huevos reventados por un disparo, y Chris, con una herida profunda en la pierna, logran colgar a Daisy con todo el peso de su furia (más el del brazo de su difunto esposado) gracias a la magia del montaje elíptico. La operación formal más engañosa de toda la película se hace presente cuando el homenaje directo a De Palma empieza a hacerse notar en los planos divididos y en Daisy, que se asemeja a la Carrie cubierta de sangre. Cuando De Palma dijo que «la cámara miente a 24 cuadros por segundo« no buscaba contradecir la máxima godardiana de que «el cine es la verdad a 24 cuadros por segundo», sino sostener que aquella verdad a la que el francés se refería es la cinematográfica. En este final prácticamente imposible, inverosímil al mango, la falsa carta de Lincoln es releída por Chris adoptando un tono de solemnidad que imprime en ella un carácter verídico aunque más no sea en el plano de lo simbólico o de lo sagrado. Es decir, en el momento en que la verdad de la ficción y el ingenio cinematográfico es asumida sin tapujos.
Aquí pueden leer un texto de Santiago Martínez Cartier y otro de José Miccio sobre la misma película.
Los 8 más odiados (The Hateful Eight, EUA, 2015), de Quentin Tarantino, c/Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Tim Roth, 187′.
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Gracias!!!
Excelente
Muy bueno, me hiciste dar cuenta de cosas que no me había rescatado antes, ahora me gusta aun mas! Gracias
Creo que lo que vimos es una reinterpretación magistral de El Exorcista: el personaje de Daisy, su deleite ante el horror, su aspecto físico, los vómitos, la cama en medio de la habitación. Sus compañeros son parte de ella, son legión
Sos increible amigo.muy buen desarrollo!!