Lo primero que se oye es la promesa de una recompensa material (habichuelas, arroz, spaghettis) a cambio de una demostración espiritual: amar a Jesús.

Lo que sigue a ese discurso en off, mientras la imagen permanece en blanco, es la puesta en escena de los mecanismos invisibles de poder y control sobre las personas, configurados siempre, al principio y al final, por el plano general, como si se tratara de un mundo dominado ya por completo. En oposición a ese absolutismo apenas sugerido de la imagen, en apariencia inalterable, el plano detalle será concedido a la fuerza de trabajo empleada por esas personas, pero en la gran mayoría de los casos va a tratarse de figuras ensombrecidas, por la oscuridad de la propia piel pero también por la intervención sobre el registro y la iluminación de los planos, casi siempre lúgubres, casi siempre grises.

El interés de la película de Nelson Carlo de los Santos está puesto ahí abajo, en las sombras, y en los propios mecanismos de dominación que se ponen en juego al interior de ese mundo subalterno.
La palabra poder, equiparada a la palabra Dios, se menciona a cada rato, pero para dejar en claro que es ley antes que fe o creencia, que es norma que rige antes que intuición o movimiento.

En Cocote las revelaciones están vedadas, limitadas. Los caminos conducen a un solo sitio, que no es otro que el de la razón escondida detrás de esas palabras, razón inalcanzable, que nunca llega a ser consuelo pero que finalmente se acepta como verdad irrevocable.

El mundo de Cocote es gris. Su banda de sonido es la lluvia, el crepitar de las llamas o el canto ritual, más sacro que festivo, acompañado del toque de tambores y panderetas que se muestra en más de una ocasión. De los Santos interviene sobre cada imagen, sobre cada registro. El documental cede de a ratos al artificio de la ficción pero sin perder nunca su condición de testimonio del presente. El mundo de Cocote es material, y el sentido de trascendencia, que sólo puede ser intuido, nunca alcanzado, se corporiza en el personaje de Alberto, que es el instrumento principal de la historia, la palabra (Dios/poder) materializada en un cuerpo, en una forma. Allí también el movimiento encuentra su límite: el protagonista se pregunta qué hace cuando no siente la presencia de Jesús, y por repuesta recibe un sermón que lo devuelve al desconcierto inicial, al punto de partida que tiene que ver con la muerte de su padre, motivo por el cual le pide a su patrona, dueña de una casa quinta gigante, unos días de licencia. Esa escena transcurre alrededor de una piscina enorme y rectangular, tomada en plano general, que evidencia el poderío económico al tiempo que da cuenta del agua como símbolo de lo sagrado pero contenido, limitado por el entorno, dominado por una fuerza mayor, en contraposición a la secuencia que tiene lugar a mitad de la película, donde Alberto discute con su hermana, también en plano general, pero donde la forma del agua se pierde entre las piedras del arroyo, como si se tratara de un rapto de esperanza apenas perceptible. El mismo rapto que, gracias a la intervención sobre la imagen, le concede a Alberto, rezo mediante en la oscuridad, un paraíso posible, breve, un amanecer de segundos (de los santos siente cariño por sus criaturas, nunca compasión), hasta que la televisión (otro aparato de control) vuelve a arrebatar la palabra para ponderar la superstición en su sentido más lineal –los carteles, las plegarias y hasta los animales anuncian una improbable venida de Cristo- por sobre la creencia personal, que se vuelve urgencia ante el desamparo: “no se puede ser bueno, no se puede ser bueno”, grita otro personaje.

El poder en Cocote se expone siempre a través de la palabra, del discurso aleccionador que opera sobre la moral de las personas, llenándolos de certezas y falsedades por igual. Alberto dialoga con un soldado: la fe del primero, más cercana a la crisis que a la confirmación, se choca con la conciencia –y la impotencia- de saberse una mierda del segundo. El contorno de una puerta los enmarca a ambos y reduce sus cuerpos a unas figuras delgadas, diminutas, como si se tratara de dos peces que intentan sobrevivir fuera del agua, que se adivina detrás, inmensa y lejana, gracias a la profundidad del plano. Dos peces presos dentro de un círculo de poder invisible que cobra la forma de un terreno cenagoso, como el capítulo que cierra la película y que lleva por título esas palabras: circularidad, ciénaga. Ese es el único paraíso reconocible, comprobable, una porción de tierra ínfima y estancada que, como las sombras que corren en la noche, desesperadas, fuera de sí, como ese cielo abierto y estrellado que custodia la límpida conciencia de los dueños materiales de la tierra (y del agua), termina tragándoselo todo.

Cocote (República Dominicana, 2017). Dirección: Nelson Carlo de los Santos Arias. Guion: Nelson Carlo de los Santos Arias. Fotografía: Román Kasseroller. Edición: Nelson Carlo de los Santos Arias. Duración: 72 minutos.

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