El_misterio_de_la_felicidad-688098458-largeHace tiempo que Daniel Burman parece haber renunciado conscientemente a cualquier idea de puesta en escena cinematográfica que represente un verdadero riesgo, o siquiera el más mínimo abandono de cierta chatura anclada en la conformidad. Conformidad que se justifica en sus mismas declaraciones cuando afirma que considera a la forma cinematográfica como algo banal, sin demasiada importancia. “Lo importante es el contenido”. Uno podría pensar que esta creencia parte de una toma de posición en contra de cierta obsesión modernista por los ángulos de cámara, el montaje o la utilización de ciertos lentes, cuando en realidad esconde una abierta desatención (o desinterés) respecto a lo que define al cine como medio de expresión. La autosuficiencia de Burman – que parece apoyada en la performance rentable de sus apuestas, en la confianza de sus sponsors y auspiciantes que pueblan las imágenes de sus películas, en su ambición por asegurarse un lugar de privilegio en la industria, confirmada con la intención de convertir a enero en un mes de estrenos comerciales argentinos que puedan rendir tan bien como lo hizo el año pasado Tesis sobre un homicidio– auspicia no solo una lenta degradación de su producción, sino un problema atendible para el cine comercial argentino más allá de la conveniencia industrial de que tal cosa exista.

El misterio de la felicidad se inicia con una escena en la que dos socios y amigos (Guillermo Francella y Fabián Arenillas) tienen una reunión por la posible venta del negocio de electrodomésticos del que son propietarios. Al terminar, Santiago (Francella) descarta toda posibilidad de vender porque eso representaría abandonar ese mundo donde se siente tan a gusto. “¿No te gusta la vida que llevamos?, le pregunta  a Eugenio (Arenillas). Esa cercanía con la idea de felicidad que experimenta Santiago, Burman la hace explícita en una escena de montaje que comprime en planos de simétricos encuadres todas las rutinas que llevan a cabo día tras día: la llegada en auto al estacionamiento del negocio, el café y las medialunas, las apuestas en el hipódromo, el torneo de paddle. La musiquita de tonos cariocas (que, luego descubriremos, resulta un guiño al desenlace) acompaña ese danzar raquítico de imágenes reiteradas y facilongas, sin grietas ni complejidades evidentes que las que se pueden poner en primer plano en la escena siguiente cuando Eugenio cena con cara de culo con su mujer. La irritación que la voz de Inés Estévez provoca al espectador –con sus reproches y exigencias todas referentes al dinero-  intenta decirnos con mayúsculas: POBRE TIPO, CONVIVE CON DOS HICHAPELOTAS. Pero lo cierto es que los personajes de Burman están al servicio de lo que ÉL quiere construir, y solo existen para mostrar al espectador cómo él cree que es ese mundo sin nunca hacernos sentir cómo es verdaderamente.

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La búsqueda de un tercero ausente como espacio de encuentro (que se nos hará explícito en dos escenas forzadas por guión como las entrevistas con el detective privado en el restaurant armenio o las de baile en boliche de salsa) ofrece una tensión latente en la ambigüedad de ese vínculo, que inmediatamente se despoja de toda implicación romántica con la pregunta –convertida en chiste y remate en el tráiler- de Laura (Inés Estévez) sobre la sexualidad de Santiago. Liberada esa inquietud que Burman considera que asalta la mente de quien mira en la butaca, la acción puede seguir adelante y traer a colación sueños de juventud y renunciamientos pasados en un marco de garotas y playas brasileras como si todo lo pendiente en la vida de un hombre se pudiera reducir a no haberse acostado con una mulata o a no animarse a ponerse una zunga. Lo importante parece ser no incomodar a nadie en un ejercicio de aplicación rígida del manual de la moral pequeño burguesa que media las lecturas más lineales y despojadas de cualquier doblez. El universo masculino que Burman quiere retratar, invocando situaciones cotidianas anacrónicas o una pretendida sabiduría de “barrio” que asoma impostada en las palabras de su personaje, se fractura en su falta de aristas, en el costumbrismo de sus retratos, en la facilidad elegida para darle apariencia sus criaturas antes que vida.

El manotazo a los recursos propios de la comedia romántica, que parece frecuente desde las películas con Daniel Hendler (El abrazo partido, Derecho de familia), y fue retomado en la última La suerte en tus manos, le permite interpelar de manera confortable a un espectador que imagina interesado en un historia de amor y también –por qué no- con preocupaciones sobre la familia, el dinero y los sueños perdidos. Pero lo cierto es que Burman solo apela a ese muestrario que cree haber definido con astucia sobre los deseos y anhelos de “sus espectadores” a los que conforma con una historia de pérdidas y reencuentros, o de pretendida reflexión sobre vínculos universales como la amistad o el amor. El cine con forma televisiva (a la que él piensa neutral respecto a las construcciones de sentido o al encadenamiento de ideas) que elige realizar parece no tener mayor aspiración que funcionar comercialmente, dejar conformes las expectativas de un público imaginado de acuerdo a las listas de taquilla y, eso sí, dejar abierta toda posibilidad de concretar un próximo negocio sin más ambición que esa.

Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez sobre el cine de Daniel Burman, otro del mismo autor sobre la película, y uno de Marcos Vieytes también sobre ella.

El misterio de la felicidad (Argentina/Brasil, 2013), de Daniel Burman, c/Guillermo Francella, Inés Estevez, Fabián Arenillas, Alejandro Awada, María Fiorentino, Silvina Escudero, 92’.

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