El motivo sonoro que se repite a lo largo de Aire es la respiración dificultosa de Lucía (Julieta Zylberberg). Se instala al comienzo como una señal de su asma que se prolongará una y otra vez en el largo recorrido de su día. Pero desde ese momento inicial, esa respiración se despega de la condición física como elemento unívoco para progresar en forma paralela como una representación más simbólica: la de la asfixia que la ciudad genera en la protagonista. Es que un accidente quiebra su rutina habitual para ponerla en una circulación que parece que no va a terminar jamás entre su trabajo precario en un supermercado, la escuela a la que concurre su hijo Mateo (Ceferino Rodríguez Ibáñez) y los hospitales de la ciudad. Circulación que además de interminable, funciona como un continuo encierro sobre el personaje.

De allí que lo que hay es una construcción interesante del espacio como una estructura laberíntica sin circunscribirse a lo público. Los interiores están estructurados como largas sucesiones de corredores –más amplios al comienzo en el supermercado, más angostos en el hospital municipal-, de pasillos que conectan espacios sin significado, en tanto solo importan los puntos de partida y de llegada. Esa idea queda marcada ya en la distancia que Lucía debe recorrer entre la entrada de personal y la oficina de los gerentes del supermercado para pedir un permiso para salir. Los exteriores repiten el esquema: largos recorridos por las calles de la ciudad para ir desde un lugar al otro y la indiferenciación del espacio circundante (no sabemos hasta el final que la película está filmada en Santa Fe), que postula una similitud de esquema con cualquier gran ciudad.

Pero hay otro nivel en ese laberinto que entronca con la percepción espacial: la constitución de lo institucional –público o privado- como una forma de burocracia que colisiona con las necesidades del personaje central por la ausencia de fluidez y de resoluciones rápidas. Las reglas –las del jefe de personal del súper, las que señala la directora de la escuela, las de los hospitales- son una estructura compleja y estratificada que parece poner en tensión su función de resolver un problema con la demora en llegar a la misma. Laberinto que se multiplica, entonces, una y otra vez –aunque a veces se lo subraye más de lo necesario: hay cierta lógica en que Lucía se quede sin dinero y hasta sin carga para el celular, pero que se quede sin medicación para el asma y que no funcionen los ascensores del hospital es algo forzado-, obligando al personaje a seguir buscando su centro, que parece siempre estar alejándose.

El problema de Aire es que a esa construcción sólida de lo espacial, la llena –en verdad le opone- un personaje como Lucía. Madre de un niño con síndrome de Asperger, en realidad, descarta el potencial dramático del niño como personaje al reducir el accidente y lo que se deriva de él, en lo que podría ocurrir con cualquier niño. En todo caso, parece utilizarlo de manera poco sutil para espejarlo en el comportamiento de la madre: cuando ella dice que su hijo se altera ante situaciones fuera de lo común y se enoja ante personas que no conoce, parece estar hablando de sus actitudes antes que de las de su hijo.

No es grave que Lucía como personaje no genere empatía con el espectador, lo grave es que el resto de la construcción de la película tiende, por lógica, hacia ese lugar que para Lucía se revela imposible. Si todavía la escena inicial en el supermercado tiene cierta lógica en su resolución, lo que viene después es algo que podría llamarse “el surgimiento del gen argentino”. Lo que viene es un personaje que desprecia las reglas mínimas de convivencia, que es incapaz de escuchar y ver que el otro intenta ayudarla. Lucía maltrata a la directora de la escuela (el acto de sacarle el celular y luego tirárselo en el escritorio es de una violencia inusual), protesta por la demora de la enfermera en buscarle el medicamento para el asma, insulta al taxista que no la deja bajar del auto cuando ella pagó solo una parte del viaje. Lucía no puede –no quiere- acomodarse al mundo, sino que pretende que el mundo se acomode a ella y sus necesidades. Al asumir el relato desde el personaje, Aire se queda sin perspectiva que le permita redefinir la relación entre la historia, el personaje y la construcción del entorno –que no parece ser tan terrorífico como para llegar a la angustia: ni su madre (María Onetto) está en su contra, ni la escuela descuida a su hijo, ni los taxistas son malos ni los médicos no cumplen con su trabajo-. El problema de la relación de Lucía con el entorno se pone de manifiesto en la secuencia que se entreteje entre los tres episodios con los taxistas: allí no importa que ella mienta a los tres, solo parece importar el contraste entre los dos primeros –uno que le devuelve el insulto; el otro que se ofrece a llevarla sugiriendo a cambio un favor sexual- y un tercero del que ella cree que si le decía que no tenía dinero no la hubiera llevado. La respuesta del taxista (Carlos Belloso) pone de relieve esa circunstancia: “No sabés, por ahí te hubiera traído igual. Vos no me conocés”.

Esa escena final en la que todavía el hijo permanece fuera de campo, parece venir a ratificar que es solo una excusa para simplificar los actos del personaje: abrir las ventanas para que entre aire no puede ser la solución mágica a su situación, sobre todo cuando no hay sobre sus actos el más mínimo asomo de mirada cuestionadora de parte de la película.

Aire (Argentina, 2018). Guion y dirección: Arturo Castro Godoy. Fotografía: Hugo Colace. Elenco: Julieta Zylberberg, Carlos Belloso, María Onetto. Duración: 72 minutos.

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