¿Qué sabemos? Que el joven Ahmed es un adolescente belga de familia árabe y religión musulmana. Que ha experimentado una súbita radicalización de su fe bajo la influencia del Imán Youssouf, la que lo pone en conflicto con su madre y su entorno social. Que no tiene padre o éste está ausente por razones nunca del todo claras, por las cuales Ahmed lo considera un “traidor”. Que el chico intenta matar a su profesora Inés, musulmana, y que luego de su fracaso la idea de volver a intentarlo se le vuelve obsesiva.
Conocemos todo eso, hechos, creencias, enfrentamientos, en unos pocos minutos iniciales de vértigo; ello, claro está, porque estamos viendo una película de los Hermanos Dardenne y, como casi todas las del dúo, comienza brutalmente con la imagen en penumbras y entre ellas un primer plano de Ahmed. Cuando éste se pone en movimiento la película adquiere un ritmo frenético en el que las acciones se van sucediendo y la información se va desprendiendo como piezas de un auto a toda velocidad que caen en la ruta. No todas se pierden, esa es la escueta información con que contamos; el resto nos es escatimado de forma intencional por los directores.
¿Qué no sabemos? Entre otras cosas el porqué real de la ausencia del padre; la historia del primo de Ahmed y sus hermanos, muerto quizá en algún atentado suicida, razón por la cual aquel lo considera un mártir; los motivos y circunstancias de su fulminante conversión -«hasta hace un mes jugabas videojuegos», le dice su madre-; esos motivos podría encontrarse en la influencia del Imán Youssouf, en apariencia el único radicalizado en una comunidad musulmana a la que se la ve debatir con moderación, razonablemente integrada al entorno occidental en que vive.
¿Importa ignorar todo ello? No. Porque conocemos lo suficiente a los Dardenne como para saber que éste es su método, más aún, su ética cinematográfica; como pocos, si alguno de los cineastas contemporáneos, los Hermanos fusionan una con otra. Su estética es la de los planos cerrados, la cámara siguiendo a sus protagonistas hasta cerca de la asfixia; el ritmo, tan sostenido que en otras manos podría resultar en un interminable videoclip. Este frenesí es una apariencia; en realidad en casi todas sus películas hay largas zonas en donde el ritmo se aquieta y el plano y contraplano dominan los diálogos y el progreso de la acción, como en cualquier película corriente. El secreto, el deliberado artilugio que los hermanos manejan con maestría, radica en que el vértigo está dentro de los personajes y siempre es el resultado de una incertidumbre moral (aún en“Dos días, una noche” (2014) que desarrolla un conflicto político sindical).
Esto es lo que le ocurre al joven Ahmed. Lanzado a una carrera frenética en pos de la muerte de la “perra impura”, la “prostituta”, la apóstata islámica “novia de un judío”. El chico no parece sufrir de aquello que –en palabras de un conocido intelectual argentino de nuestro cercano pasado, maestro de las rendiciones a repetición- atormenta a los intelectuales: la duda. Ahmed corre hacia su objetivo, la muerte, excediendo incluso las intenciones del Imán Youssuf; un manipulador cruel, mentiroso y cobarde que, luego del fracaso del primer intento de asesinato, entrega a Ahmed a las autoridades. En realidad el joven huye hacia adelante, hacia un futuro en donde hay un solo horizonte, la muerte, no solo la de su profesora sino la propia; él lo sabe y para aceptarlo elige idealizar su destino como un final heroico en la lucha “contra nuestros enemigos, los judíos y los cruzados”.
¿De qué huye el joven Ahmed? De sí mismo, de su miedo, de su orfandad. También del vacío del mundo satisfecho que lo rodea. La Europa próspera del postcapitalismo que, mientras se hunde en el fascismo revivido y la nueva guerra quizá terminal, expolia, excluye, expulsa y –como los practicantes más extremos del Islam- mata. Lo hace con hipocresía, en nombre de las ideas humanistas que cultivó desde por lo menos la Revolución Francesa, pero con la crueldad primitiva de los cruzados. La historia del colonialismo europeo, la presencia de profesores expertos en interrogatorios, tortura y ejecución de disidentes, entre nuestras Fuerzas Armadas desde los años 60, son apenas dos ejemplos de esa vigencia y duplicidad. Hay más, demasiados ejemplos. Youssouf no es demasiado distinto a cualquier Primer Ministro europeo del presente. Esa misma comunidad pequeña y radicada en el norte de Europa en la que vive el chico le ofrece como alternativa a su fanatismo medieval todos los métodos de auxilio que la ciencia secular de Occidente ha desarrollado a partir del Iluminismo: la psicología, la ayuda del Asistente Social, la internación en una granja en donde podrá aprender oficios lejos del rigor carcelario; el respeto por sus creencias, la entrevista con sus familiares y hasta con su profesora-víctima. Nada de eso sirve; Ahmed no retrocede, “ni para tomar impulso”, en sus convicciones.
Demasiado para un pobre adolescente musulmán perdido en el filo de Europa, sofocando sus hormonas, sublimándolas en discursos de heroicidad y torpes amagos de asesinato. Nada sabe de la historia, ni de la política, ni siquiera de la forma de relacionarse con el otro, en especial si es una mujer. Su verdad está en las abluciones, los rezos, la abstinencia y las suras del Corán. Todo el resto sobra, como en el método narrativo de los Dardenne en el que los diálogos son los imprescindibles, la música una ausencia casi permanente. Lo que importa es el hacer, lo que sus protagonistas crean con las manos. Su cine también es un producto y una apología del trabajo manual trascendido por la luz que rescata la cámara. Esa es su ética y su estética, la que sostiene una obra siempre identificada con los excluidos y los débiles; por eso casi siempre sus protagonistas son niños y mujeres. Francis, el adolescente asesino de su obra maestra El hijo (2002), es la contracara occidental y agnóstica de Ahmed. El resto, se llamen Lorna, Rosetta, Roger (La promesa, 1996) o Cyril (El chico de la bicicleta, 2011) son todos víctimas, a veces crueles, del mismo orden, de la misma doblez moral, de igual falta de futuro. Cada uno de ellos reacciona de forma instintiva, confusa, a menudo errónea. Como Ahmed, que retrocede y se niega a la seducción de la joven Louise; esa negativa esconde su miedo virgen y su deseo, empujándolo al intento último de recuperar la pureza. Otra vez el crimen, otra vez el fracaso, otra vez un pequeño mártir poniendo su cuerpo lacerado. La escena final se espeja con la de El chico de la bicicleta; en esta un milagro revivía a Cyril; en El joven Ahmed en cambio, la herida parece disipar la fe de Ahmed. Un llamado casi freudiano a la madre, junto a la ayuda de su pretendida víctima, secularizan el cierre de la historia, la privan del crecimiento emocional de aquella, aunque no anulan la poderosa verdad que trasciende a todo el resto.
“Estamos tocando el fondo” decía Paco Ibáñez cantando la poesía de Gabriel Celaya. Otro tanto parecen decir los hermanos Dardenne. Su cine, de raíz católica cercana a la de uno de sus declarados maestros, Robert Bresson, un católico escolástico según Paul Schrader, no quiere reverenciar pompas ni altares que invoquen a un Dios desconocido. Parecen en cambio en busca de una espiritualidad primitiva, como la predicada por Ermanno Olmi, como la perseguida por Michael Haneke, el salvaje ateo de raíz protestante. Quizá todavía haya tiempo.
Calificación: 8/10
El joven Ahmed (Le jeune Ahmed, Bélgica, 2019). Guion y dirección: Jean-Pierre y Luc Dardenne. Fotografía: Benoît Dervaux. Montaje: Marie Hélène Dozo. Elenco: Idir Ben Addi, Olivier Bonnaud, Myriem Akheddiou, Victoia Bluck, Claire Bodson, Othmane Moumen. Duración: 75 minutos.
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