El género del biopic tiene que afrontar siempre una serie de problemas: que si la fidelidad o la traición, el problema de las expectativas, el dilema entre informar o profundizar, la pregunta sobre si realmente tiene sentido intentar resumir una vida en una película o si conviene, en cambio, concentrarse en un periodo corto (y posiblemente significativo) de la vida del biografiado. En esta última disyuntiva, Renoir opta por la segunda opción: la película narra poco más que un verano en 1915, cuando Pierre Auguste Renoir ya está cerca de la muerte y toda su familia se ve convulsionada por la Primera GuerraMundial. La opción parece sólida: sin preocuparse por cubrir un gran arco narrativo, sin la obligación de dotar de sentido la vida de sus personajes, Renoir prefiere concentrarse en pocos días, en pocos personajes y en su deambular por una casa en la Costa Azul. Sin embargo, al tratarse de una película francesa, cae en una trampa inesperada: Renoir nunca se preocupa por explicar quiénes son sus personajes porque da por supuesto que el público conoce no solo a uno de los pintores fundamentales del movimiento impresionista, sino incluso a su hijo Jean, que terminó siendo director de cine. El problema no está en dar por supuesta esta información (cada película puede elegir cuáles son sus supuestos), sino en dar por supuesto algo más: el interés del público. O para decirlo de otra forma: la película está tan convencida de que el nombre de los Renoir va a despertar tal interés por sí mismo en los espectadores que parece no preocuparse nunca por la minuciosa tarea de construir nuestro interés en ellos. Por construir sus personajes. Paseando por el sol del Mediterráneo, la cámara de Renoir no logra detenerse nunca lo suficiente en los personajes cuya historia se supone que nos está contando. Saltamos alegremente de una escena a la siguiente, los hechos aparecen en la pantalla como por azar, los engaños y desengaños amorosos brotan como la hierba en la campiña francesa, pero al final lo que tenemos termina sumando casi nada. ¿Quién es Jean Renoir? ¿Quién es Andree Heuschling? ¿Qué le pasa al viejo Renoir? La definición de personajes podría no importar si acaso pasara algo en la película, pero, por supuesto, no es el caso: el viejo habla con su hijo, la modelo habla con el viejo, el hijo habla con la modelo. El hijo menor anda dando vueltas por ahí. Hay muchos cuadros dando vueltas. Ni siquiera es claro cuál es el centro de Renoir: el nombre parece remitir a Pierre Auguste, pero por momentos la película parece más interesada en Andree, después parece preocuparse únicamente por la relación entre Pierre Auguste y su hijo, por momentos podría pensarse que lo que importa es la familia Renoir o el arte o el color rojo o la Primera GuerraMundial. Este deambular indefinido es lo que define a Renoir: una película que no sabe qué es lo que quiere contar y que supone que cualquier cosa que cuente va a ser interesante solo por el hecho de que involucra a Pierre Auguste o a Jean Renoir (o a su triángulo amoroso simbólico).
Por supuesto que una película deambulatoria no tiene por qué estar necesariamente mal, si esa es la estructura que se quiso contar. Pierre Auguste dice en la película: “Me dedico a pintar cosas bellas, porque de todo lo demás ya hay demasiado en la vida”. Por un momento podemos sentirnos tentados de pensar que eso es lo que busca hacer Renoir, sobre todo por el trabajo enormemente pictórico que se busca darle a los colores (hasta niveles casi grotescos con el uso del rojo). ¿Por qué no? Filmar una película como Renoir pintaba cuadros: un grupo de jóvenes señoritas que toma el sol junto a un río en la campiña. Hubiera sido una idea linda, pero no es eso lo que vemos en la pantalla: los cuadros como pinturas impresionistas puntúan la película cada tanto, cuando paseamos por los jardines, como una capa de maquillaje que se aplica de vez en cuando. Pero Renoir no es eso. Por cada bastidor de cine al óleo tenemos algún cuadro feo, algún momento “grave” en el que se habla de los problemas de la vida: la guerra, la vejez, los problemas familiares, las heridas físicas. Renoir podría haber sido una película enormemente placentera si hubiera hecho lo que hacía Renoir con sus modelos, y el trabajo de ciertos planos lo demuestra. Pero no, Renoir ha sido traicionado: la belleza de ciertos planos (superficial, pero no por eso menos cierta) es contrapesada por la voluntad de contar “algo importante”. Así, toda ilusión se vuelve mentira. Es ese “algo importante”, tan grave, tan de carteles sobre fondo negro en el que se nos informa sobre el destino de los personas “reales”, el que demuestra que esta película no deambula por el jardín porque haya decidido salir de paseo, sino porque nunca logró encontrar su centro. ¿Qué quiere contar Renoir? ¿Los últimos años de Pierre Auguste Renoir? ¿La relación de Jean Renoir con su padre? ¿El nacimiento del amor de Jean por el cine? ¿Los dolores de la vejez y las injusticias de la guerra? ¿Lo lindo que es el sol en la costa del Mediterráneo? ¿Un verano francés? ¿Lo bien que queda el rojo junto al verde? ¿La importancia de un buen par de tetas?
Renoir parece creer no solo que con mencionar un nombre ya captó nuestra atención (así como parece suponer que cualquier mención al cine nos va a parecer fascinante porque Jean está involucrado), sino también que apenas mencionar cualquier tema ya es tratarlo. Planeando sobre la superficie de todo pero sin terminar de enamorarse de esa superficie (o por lo menos sin perder el miedo a su falta de legitimidad), Renoirse vive como un momento apenas simpático, un paso más acá de la información enciclopédica, pero sin verdadera fuerza cinematográfica.
Renoir (Francia, 2012), de Gilles Bourdos, c/ Michel Bouquet, Christa Theret, Vincent Rottiers, 111′.