La cuestión del punto de vista narrativo es central en la literatura y el cine. Cuando un personaje relata una historia lo hace desde su mirada, tiñe todo con su subjetividad y, entonces, lo que leemos o vemos no es lo que ocurre sino lo que ese personaje nos dice que ocurre, que no es lo mismo. Jamás sabremos con certeza -por poner un ejemplo clásico- si realmente había fantasmas en la mansión victoriana de Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James, o si sólo habitaban en la cabeza de la joven institutriz. Lo mismo ocurre -por poner un ejemplo más o menos reciente- con Slumdog Millionaire (2008), de Danny Boyle: lo que se nos muestra son los recuerdos de Jamal, lo que resguarda a la película de ser la pornografía de la miseria que algunos creyeron ver.
El tráiler de Aires de esperanza, de Jason Reitman, hacía temer lo peor: una historia melosa y con mensaje explícito acerca de temas cuya importancia estaría debidamente subrayada. Encima estaba musicalizado por Wings, de Birdy, canción que parece especialmente creada para películas tan serias como convencionales. Era uno de esos avances que cuentan demasiado, pensados para el espectador que sólo decide comprar su entrada cuando le ofrecen certezas sobre lo que va a ver. Pero el mecanismo narrativo de la película es más complejo de lo que esos sospechosos dos minutos y medio podían mostrar. Hay algo más ahí.
Aires de esperanza está narrada rigurosamente desde el punto de vista de Henry, un tipo de treinta y pocos que recuerda un momento particular de su vida, a fines de los ochenta, cuando tenía 13 años y vivía solo con Adele, su madre, en algún suburbio estadounidense. Henry repasa esa etapa difusa y un poco cruel que va de la infancia a la adultez, un momento de la vida particularmente permeable a la cursilería en el que se procesan culpas, complejos y dudas. Su voz en off, que conoce o cree conocer todos los detalles de la historia, incluso aquellos de los que no fue testigo directo, no sólo guía el relato sino que además lo interpreta. Lo que nos llega es esa versión regurgitada.
Adele está sumida en una profunda depresión desde que su esposo la abandonó, y permanece encerrada -de algún modo, prisionera- en su casa. Henry y Adele sólo salen juntos una vez al mes para ir al súper. En una de esas salidas, mientras recorren las góndolas, se cruzan con Frank, un preso que acaba de fugarse de la cárcel y que aparece justo cuando Henry simula chusmear cómics de superhéroes cuando, en realidad, quiere ojear revistas con fotos de mujeres desnudas. Fugitivo de la Justicia, Frank convence a Adele de que lo refugie en su casa con una amabilidad que sería inverosímil si no estuviera filtrada por la mirada de un chico.
Durante tres días, mientras la Policía cerca la ciudad buscándolo, Frank se queda en la casa; cocina, trapea los pisos, plancha la ropa, repara todos los electrodomésticos descompuestos. Le da de comer a Adele de un modo tiernamente sensual, le enseña a Henry a practicar un deporte, acaso el súmmum masculino de la relación padre-hijo. Frank es la idealización más absoluta de lo que cree necesitar un chico huérfano de imagen paterna, o con un padre casi ausente que sólo puede ofrecer recomendaciones fisiológicas frente al misterio del amor. Y también de lo que ese chico cree que su madre necesita para salir de las profundidades abismales de la tristeza. “Yo te vine a salvar”, le dice Frank a Adele, una frase que en otro contexto sería ridícula. “No puedo darte una familia”, le explica Adele, incapaz de procrear. “Ya me la diste”, responde Frank. “Pasaría 20 años más en prisión con tal de tener otros tres días con vos”.
La focalización narrativa es la marca de enunciación que resignifica todo, que despega a la película de lo que de otro modo sería candoroso. Amparado por ese punto de vista, que no abandona jamás (ni siquiera durante los flashbacks, que no son más que reconstrucciones elaboradas por el propio Henry), Reitman consigue el tono justo, adecuadamente edulcorado pero sin apelar a grandilocuencias lacrimógenas. La narración fluye placenteramente con una seguridad notable, sin necesidad de golpes de efecto (primer parentesco: Los puentes de Madison, una de las obras mayores de Clint Eastwood, otra película acerca de cómo la memoria puede idealizar relaciones fugaces).
Los dos o tres momentos de suspenso, apegados en apariencia a las convenciones genéricas, son en realidad un vehículo hacia otros objetivos; notablemente aquel en el que un chico con retraso mental amenaza con delatar al fugitivo, que sirve para confrontar dos modos (el amor de Frank, que lo trata con cariño, frente a la impaciencia de la madre, que apela a un cachetazo). Aires de esperanza es una película romántica, pero no porque cuente una historia de amor sino porque su tema son los sentimientos por encima de cualquier otra cosa, incluso de la ley.
Henry se involucra con Eleanor, una chica de su edad que, en contraste con sus dudas, emana una seguridad asombrosa. Eleanor parece comprender todos los misterios de la vida; puede racionalizar las implicancias de un primer beso o advertir que la gaseosa en latas de aluminio provoca Alzheimer (“El crimen perfecto, porque no podrás recordar cómo te lo agarraste”). Sus certezas parecen sembrar la duda en Henry, pero a Reitman le interesa menos el suspenso que mostrar la evolución del protagonista.
El final, que muchos vieron como sobreexplicado, es en realidad el único posible, el que le otorga sentido a todo lo demás: Henry no puede ver más que con admiración al hombre que salvó a su madre. El talón de Aquiles de la película pasa, en cambio, por cierta confusión ideológica. El intento de redimir a Frank de su crimen -estaba preso por asesinar involuntariamente a su esposa, lo que nos trae un segundo parentesco: El juego sagrado, gran película de Spike Lee, que también transita una conflictiva relación padre-hijo- coquetea peligrosamente con la justificación del femicidio.
Aires de esperanza es mucho más interesante de lo que aparentaba ese tráiler. Una película noble y placentera, sutilmente inteligente, que genera emociones genuinas. Y además Wings, de Birdy, no suena siquiera un segundo durante los 111 minutos.
Aquí puede leerse un texto de Santiago Martínez Cartier sobre la misma película.
Aires de esperanza (Labor Day, EUA, 2013), de Jason Reitman, c/Kate Winslet, Josh Brolin, Gattlin Griffith, Tobey Maguire, 111′.
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