Tendrían que haber estrenado El Capitán América y el soldado del invierno en 1980, cuando yo estaba por cumplir quince años. Seguramente me hubiera fascinado, cosa que no me había pasado un par de años antes con La guerra de las galaxias, que me había gustado pero no me había provocado el deseo de verla más de una vez, como hacían algunos amigos míos. Había un personaje que se destacaba muy por encima de todos los demás (Han Solo) y, sin tener en esa época ni la más leve conciencia cinéfila, aquel pequeño atorrante que yo intuía en la piel de Harrison Ford venía desde otro lugar, aunque desconocía que provenía de otro género.
Y la tendrían que haber estrenado porque aquella era una época donde no había películas de superhéroes entendidos como tales. Porque Superman no me parecía un superhéroe: era Superman, y pensarlo como superhéroe era casi una redundancia, aunque no me interesaba demasiado y la película no ayudó a que eso cambiase. Batman entonces era una serie de televisión con un protagonista bastante pavote que, incluso bajo aquella mirada inocente perdida, tenía panza. Y no me imagino que alguien quisiera ser como el pibe que lo acompañaba: pulóver amarillo con escote en V y temeroso de su insoportable tía.
Hulk era otra cosa: por su carácter de prófugo, de hombre presuntamente muerto y resucitado, y porque solucionar un problema grave en fuga permanente era tema de debate entre mis compañeros de secundario. Y ni hablar de ese molesto periodista que lo perseguía: Jack Colvin, un pre Buscemi. El único que calificaba para ese rango, por acumulación de proezas tales como volar o impedir repetidas veces enormes desdichas colectivas, era un señor que se llamaba Ubaldo Matildo Fillol y defendía dos sitios caros a mi corazón y mis sentimientos: el arco de River Plate y el de la selección argentina.
Supongo que a esta altura se entenderá que esta irrelevante introducción es porque no hay demasiado que decir de esta peliculita también irrelevante. Pero «no demasiado» no es igual a «nada» y es asunto de los siguientes renglones dar con esas cuestiones que El Capitán América y el soldado del invierno formula durante sus más de dos horas.
Para despacharlo rápidamente y poder dedicarme luego a asuntos que van de lo placentero a lo malicioso, me es necesario dar cuenta de algunas tesis e ideas que la película intenta vender con particular entusiasmo. El hecho de ponerse sobre la espalda (y con cartelito en la frente) eso de ser la policía del mundo incluye la necesidad de matar aquí y allá a algunas personas en lugares y situaciones puntuales. Por supuesto que «matar» no es el término que se va a utilizar sino el eufemístico «eliminar la amenaza». Entonces la película machacará insistentemente con una opción cretinamente tramposa que es que siempre es preferible que esa policía (que además tiene la cara de pibe bueno de Chris Evans) controle esos focos de conflicto a que una secreta y siniestra agrupación nazi logre lo que se propone: eliminar unas veinte millones de personas para que el resto de la humanidad pueda vivir «tranquila y en paz».
Para que se entienda un poco mejor –y para todo aquel al que le guste encontrar similitudes entre películas-, el descargo que hace la bellísima Scarlett Johansson ante el tribunal que la interpela cuando la organización Hydra es un aparente mal recuerdo no difiere conceptualmente de cómo se defiende Jack Nicholson en Cuestión de honor, que es del año 1992, lo cual certifica que, al margen de gobiernos demócratas o republicanos, la doctrina ideológica dominante es la paranoia.
¿Malversación ideológica o «marvelsación» ideológica?
Paso a lo placentero y (me) pregunto: ¿en qué momento me dejó de gustar TANTO Scarlett Johansson? Respuesta fácil: con las peliculitas muy malas de W. A. Si esa distancia se había acortado bastante con Un zoológico en casa donde estaba simplemente adorable (ya sé que parece un término muy tilingo pero no encontré otro más apropiado) acá no me queda otra que utilizar «desquiciante»: pelirroja, pilcha negra muuuy ceñida, una actitud entre irónica y canchera, y «esa » voz (te entiendo tanto Joaquín).
Y si hablo de ironía me es imposible omitir a Samuel L. Jackson. Pero además de mencionar su ironía creo que no es de ninguna manera casual que Samuel sea uno de los instaladores permanentes de la teoría «del mal menor». Y tiene su costado de lógica. Porque si bien ese lugar no es tranquilizador, siempre es preferible tener a Samuel Jackson de tu lado. Mucho peor es tenerlo en contra. Tipo jodido: de expresión ilegible o rostro engañosamente comunicativo, tiene aún en sus momentos más tremendos una virtud: hacerse siempre un espacio para la ironía. De hecho, el mejor momento humorístico de la película (a la que, por cierto, no le sobra el humor) es cuando confiesa en qué momento comenzó a sospechar/dudar de Alexander Pierce, el personaje de Robert Redford). Un crack.
Y ya que menciono al rubio actor de África mía y al excelente director de Nada es para siempre quiero compartir algo que pensaba una y otra vez y con bastante inquietud mientras veía El Capitán América: ¿qué le pasó en la cara a Robert Redford? Espantoso. Un Dorian Gray al revés. A falta de cuadro en perfecto estado que lo certifique, en algún momento se ve una foto de cuando Redford era, según palabras que usaba mi mamá, «tan pintón», y el contraste fue brutal pero útil: le di menos bola a esta larguísima pavada y me puse a reflexionar sobre el paso del tiempo, doloroso pero indispensable.
Parafraseando a alguien (y auguro para mí cien años de perdón, si le damos entidad a los refranes) creo que hay que dejar de hacer películas de superhéroes por dos años.
Capitán América y el soldado de invierno (Captain America: The Winter Soldier, EUA, 2014), de Anthony Russo, Joe Russo, Joss Whedon, con Chris Evans, Samuel L. Jackson, Scarlett Johansson, Robert Redford, Sebastian Stan, 136’.
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