*Supongamos que un hipotético espectador se enfrenta a Zona de interés sin saber absolutamente nada de la película. Lo que verá en el comienzo es una escena típica de domingo, con una familia que pasa el día junto a un lago, con caminatas por el bosque y zambullidas ocasionales en el agua. El espacio está innominado –apenas alguna palabra dicha puede delatar la ubicación de lo que vemos-. Luego, la familia retorna: son dos autos que atraviesan el camino del bosque al anochecer. Al día siguiente, un primer indicio. El padre viste un uniforme militar, pero la escena sigue manteniéndose en el ámbito de lo familiar. Es su cumpleaños y su esposa e hijos le han preparado una sorpresa: lo llevan con los ojos vendados ante el bote que le regalan. Como fondo, hasta ese momento solo vemos la casa, un fragmento del jardín. Es necesario el cambio de perspectiva: cuando lo familiar comienza a ceder a las obligaciones laborales, la cámara muestra ese otro lado que quedaba afuera de los planos anteriores. La pequeña puerta del jardín da a una construcción mucho más grande: una enorme torre de vigilancia, varios barracones, un muro alto coronado con alambres de púas. El pasaje a la mostración inequívoca –una escena posterior, algo redundante, terminará de cerrarlo con la visión de las chimeneas- no está trabajado a partir del escamoteo de los datos informativos que al descubrirse pueden generar un efecto sorpresa. Lo que hace es señalar desde el mismo comienzo lo que será el elemento central de la película: la naturalización de la convivencia entre lo “normal” y lo “anormal”.

*Lo “anormal” –la construcción de un campo de exterminio, el asesinato de miles de personas por su pertenencia a una raza- se vuelve normal en la puesta en relación con un cotidiano que lo anula en esa anormalidad. No se necesita, parece decir, del discurso altisonante del victimario ni de la perspectiva de la víctima. Zona de interés relata al nazismo como una forma de vida encarnada en un pueblo en una época precisa. Allí, la familia es el centro ineludible y lo que importa es la constitución de un hogar como algo más que una casa en la cual vivir. Hedwig (Sandra Huller), la esposa del comandante Rudolf Hoss (Christian Friedel) ha construido ese espacio a lo largo de los cuatro años que su esposo lleva comandando el lugar. Se vanagloria de haber transformado lo que era un campo en un jardín con huerta, lo que parece compensar la perspectiva que tiene sobre la casa (“Parece grande pero no lo es” le dice a su madre cuando la visita). Una construcción realizada a partir de un equilibrio complejo. En apariencia se ignora el espacio lindero –como se puede ignorar a cualquier espacio en el que se sitúe lo laboral, en tanto Auschwitz es percibido como parte de la burocracia del estado alemán a a que pertenece Hoss-, pero su constitución está en relación directa con él –por el trabajo de Rudolf, por la circulación de prisioneros y mujeres judías como mano de obra en la casa-. Lo que quiere decir es que ese “jardín paradisíaco” –como lo define la madre de Hedwig- se construyó sobre la negación de lo que ocurre en el campo en lo explícito, pero sostenido en la internalización y normalización de lo que se hace y cuyo poder reside en utilizar ese conocimiento solo cuando es necesario –como cuando Hedwig le dice a Aniela, una de sus criadas, que “podría hacer que mi esposo esparza tus cenizas sobre los campos de Babice”.

*La asunción de la normalidad, la transformación que implica lo cotidiano aquí entonces se vuelve profundamente ideológica. No hay cuestionamiento posible porque eso que no se dice, forma parte de un pensamiento ya convertido en puro accionar: un modo de vida en el que están implicados los valores que no resulta necesario enunciar. Es la naturalización lo que delata la monstruosidad: la convivencia visual con las chimeneas, con el humo y el fuego que brota de ellas continuamente, con los sonidos que desde el fuera de campo revelan lo que pasa del otro lado de la cerca. Por eso, la breve escena en la que Rudolf va con su hijo a caballo propone esa naturalización desde dos niveles en el plano sonoro. Para el espectador, en primer plano, aparece el sonido de los gritos de los guardias llevando a un grupo de prisioneros por un cañaveral –algo que visualmente apenas se alcanza a entrever-. Pero Rudolf no se detiene en ello, sino en el sonido de una garza que solo él parece advertir en ese griterío. La normalización sonora le permite percibir lo diferente, y esa escena parece funcionar como forma de llevar al espectador a ese otro plano, disociándolo de lo que venía escuchando. Algo similar ocurre en la escena en la que el hijo más pequeño de Hoss juega en su habitación. De fondo se escucha cómo los guardias se disponen a ahogar a un prisionero que se peleó por una manzana. La ambigüedad de la frase final que pronuncia el niño al final de la escena puede aludir tanto al juego como a eso que viene de afuera y que en apariencia no percibía.

*Esa naturalización actúa en la película como un enorme fuera de campo, del cual solo se revelan algunos elementos en el plano sonoro -los trenes que pasan, algunos disparos, los gritos- y en el visual -las chimeneas, el humo de las locomotoras-. Esa construcción se mantiene incluso en los momentos en los que se producen quiebres en el punto de vista monolítico de la unidad familiar. Es la joven que, en esas secuencias nocturnas alucinadas, deja manzanas en los lugares en donde trabajarán los prisioneros construyendo el espacio donde se los exterminará. Es la madre de Hedwig que parece ser la única que advierte el fuego que brota de las chimeneas iluminando de manera infernal las noches. La única que siente el olor de lo calcinado que la lleva a cubrirse la nariz. Una gestualidad de resistencia mínima ante las formas en que se naturaliza todo.

*Si Zona de interés se quedara con eso, se limitaría en su posibilidad de avanzar. Entonces, la ruptura se plantea a partir de la inevitabilidad del traslado de Rudolf. Convertido en subinspector de campos de concentración, Rudolf ingresa en una burocracia que percibe como castigo. Hedwig atiza esa perspectiva y encarna la resistencia a abandonar el paraíso que construyó con sus manos (ella es, como dice en algún momento, “la reina de Auschwitz” por eso que erigió alrededor de su casa, de la misma manera en que Rudolf con su manejo del campo de exterminio se ha vuelto el “rey de Auschwitz”), el lugar que supera lo que soñó con su esposo. Por esa razón, Rudolf parte en soledad. En ese cambio, se produce un efecto interesante que remarca la relación entre los personajes y los espacios. Hasta ese momento, todo se muestra intrincado y laberíntico (la casa familiar, los largos pasadizos que llevan al refugio subterráneo). Pero a su llegada a Uranenburg todo se transforma en plano, en espacios abiertos dominado por las líneas rectas. La escena de la fiesta dará un perfil de ese cambio que implicará el regreso de Rudolf: los espacios vuelven a cerrarse sobre el personaje y vuelven a predominar las escaleras, los pasillos y balcones. Ese pasaje pone en escena la incomodidad de lo burocrático para un hombre cuyo eje es la acción. Pero también impone las primeras señales de otros tiempos por venir: el verano y el otoño han cedido paso a un invierno crudo. La nieve lo cubre todo, incluso a los heridos de guerra que deambulan en Uranenburg y que los oficiales ignoran como si se tratara de algo extraño y ajeno. El frío ha convertido al jardín paradisíaco en una parcela yerma, sin vida. El hermano mayor encierra al menor en el interior del invernadero apostándose como un guardia ante una celda. Algo parece avecinarse en esa guerra que está aún más fuera de campo -apenas se la menciona una vez: incluso las dificultades que tienen para llegar los ingenieros alemanes y la madre de Hedwig no parecen tener relación con el escenario bélico-. Algo que, en la soledad y el silencio del edificio, Rudolf parece atisbar como futuro, en esa mirada que se pierde en un pasillo oscuro y vacío y que deriva en ese inesperado hiato cercano al final. Un tiempo que se vuelve otro y donde el pasado se exhibe en los restos de zapatos, ropas, valijas de aquellos que fueron asesinados. Un momento en el que el horror negado es repuesto en el escenario como un ramalazo del futuro que el personaje puede no asumir, pero que las sucesivas arcadas que lo atacan en las escaleras pueden entenderse como señales.  

The Zone of Interest (Gran Bretaña/Polonia/Alemania; 2023). Guion y dirección: Jonathan Glazer. Fotografía: Lukasz Zal. Edición: Paul Watts. Elenco: Christian Friedel, Sandra Hüller, Medusa Knopf, Daniel Holzberg, Sascha Maaz, Max Beck. Duración: 105 minutos.

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