“Este será mi último viaje”, comienza la voz en off del protagonista mientras la pantalla se mantiene en negro, en un documental que, entre muchas cosas, es una forma de panegírico que marca el tiempo en su fluir cotidiano porque intenta recobrar el sentido de la vida de aquello que filma y que se muestra inasible.

Farina documenta la vida de Mariano, un hombre en medio de la vastedad de sus terrenos en Río Negro, donde trabaja una ladrillera en completo aislamiento. La idea no es sólo documentar desde la lejanía objetiva, sino ser parte de esa vida que se está registrando, para comprender y para aprender. Es esa necesidad de conocimiento y de comprensión que hace imprescindible las conversaciones sobre la vida, casi metafísicas, en que se busca el camino hacia la felicidad. Esa vivencia no es del todo armónica, ambos personajes se encuentran en tensión constante ante la imposibilidad de permitir una forma de vida diferente a la propia. Por ejemplo, el joven introduce la electricidad y la televisión como anclaje al mundo moderno, pero siempre ante la resistencia de ese otro que no se permite ser colonizado.

El director pone su cuerpo y se transforma a sí mismo en actor del relato, formando parte no sólo como entrevistador, sino también como actor, en el mismo plano que su objeto de estudio, porque él mismo se asimila como algo a develar. Es por eso que hacia el final hace una autorreferencia o, si se quiere, documenta la propia creación documental, poniendo de manifiesto -ya como rasgo distintivo de su cine- el mecanismo.

Realidad y ficción se retroalimentan como en el cine de Herzog, quien aparece desde los primeros minutos estampado en medio de la estantería que se eleva en el departamento de Farina. Herzog aparece no sólo como homenaje sino como inspiración, es su tópico más evidente el que resuena en el relato que ocupa esta nota: su fascinación por los personajes marginales, solitarios, que niegan incluirse en la sociedad -o que son rechazados por ella-, denunciándola como un ente destructivo.

“Vos sabés andar, yo no. Yo estoy como asustado.”, le dice el protagonista a su entrevistador. Es un hombre que le teme al mundo porque no pertenece a él ni le interesa hacerlo, por eso niega cualquier tipo de relación humana no laboral, incluida la del amor. Ese temor funda la importancia del hogar como refugio ante las inclemencias naturales tanto como sociales. La cámara se torna subjetiva, mientras habla sobre el individualismo y su máxima expresión egoísta, mostrando a un hombre que descree del mundo y se ha recluido en la soledad, al tiempo que ese procedimiento lo diverge en tres: en sí mismo, en el director, y en el espectador, encarnando así esa visión de mundo ermitaña en cada una de esas entidades.

En ese retiro absoluto es el tiempo el que acompasa la soledad, siempre presente en forma de tic tac del reloj. A los personajes los separa sobre todo el eje temporal y ese choque de mundos queda manifiesto en la escena del montaje al son de Guarida, de Coiffeur, una canción que transforma a uno en el doble del otro: “Que abandone su guarida, que ocupe su lugar en otro espacio”. Comprender al otro es interiorizarse con otro universo que completa el propio, pero Mariano se muestra hermético, inaprensible, y por eso la cámara casi siempre lo muestra empequeñecido en la lejanía, o en planos tan cortos que fragmentan el cuerpo llevándolo hacia la abstracción, deshumanizándolo.

Si en Fulboy (Farina; 2015), la intención era completamente escópica, donde la cámara se mostraba ávida de consumir aquellos cuerpos que la rodeaban, en El hombre de Paso Piedra, ese deseo se vuelve introspectivo, vagando de lugar en lugar, sin enfocarse en ningún objeto de la forma obsesiva en que lo hacía en la película anterior. Los personajes se refugian de la cámara en sobreencuadres, escondiéndose detrás de los marcos de una puerta o entre las ramas de un monte. Por momentos se recuesta en el poder de las imágenes, que no son recuerdos ni fantasías, sino composiciones que invitan a la contemplación tan mágica como desoladora.

La mayoría de las veces, el sonido se descorre de lo que capta la imagen, y los diálogos parecen evocados a través de una ensoñación de cuerpos ausentes, siendo el sonido, entonces, lo que brinda prueba de la corporeidad y su huella (por ejemplo, en la escena en que, escondido detrás de una pared se escucha al personaje sonarse la nariz).

El cine documental se caracteriza por la intención de develar y establecer algún tipo de axioma en base a su investigación; en este caso, ni una ni otra característica se respetan: es un documental construido a base de lo que no se muestra, y cuyo camino parece por momentos irreconocible porque el final de ese recorrido permanece ignoto. No hay mensaje moralizante ni otro descubrimiento que el viaje íntimo de esos dos protagonistas en tensión, donde ambos dialogan para imponer un camino hacia la ansiada felicidad, pero sin llegar a instituirlo despóticamente, porque lo importante es el camino, no la meta.

El hombre de Paso Piedra (Argentina; 2015), de Martin Farina, c/Mariano Carranza, Martín Farina, ‘78.

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