
1. En la primera (posible) secuencia de El fulgor se encuentran concentrados los elementos a los que se irá volviendo una y otra vez a lo largo de poco más de una hora. Una serie de imágenes se van sucediendo sin que entre ellas aparezca un lazo de contigüidad y continuidad específico: alguien que prepara un arma, unos animales que corren dentro de lo que parece ser un corral, una casa al lado de lo que podría ser un arroyo, un hombre que se lava los dientes y que después calienta la suela de una bota, unas arañas que van tejiendo su tela en el aire. En todo caso, puede pensarse, como se ha señalado en algún lugar, que esa sucesión instala una poética en el centro de la película. La repetición –o para decir mejor, la utilización continua del recurso- hace pensar que esa poética en algún momento termina deslizándose hacia una forma más ligada al ensayo, una búsqueda que no se limita a la estética o a la generación de un clima, sino que pretende restablecer alguna forma del conocimiento, una suerte de revelación de algo que las imágenes pueden proveer.
2. Por eso, al comenzar estaba el “posible” entre paréntesis. La secuenciación en sus formas más o menos tradicionales es puesta en entredicho de manera continua, en tanto lo que se pretende es despegarse de una construcción narrativa. No es capricho ni impostación ni forzamiento. Las líneas tenues de continuidad, que podrían rearmarse desde la totalidad, se acercan pero tienden a repelerse entre sí, como si pertenecieran a universos completamente diferentes. Dicho de otra manera: lo fragmentario no deviene en El fulgor en la construcción típica de un puzzle que el espectador puede rearmar en su interior reacomodando las piezas dispersas en su lugar. No se quitan piezas para producir un efecto de extrañamiento, sino que se apuesta por ensayar desde lo visual quitándole el peso asfixiante de la historia como trasfondo que la sostenga.
3. Dinamitada toda idea de progresión lógica –aún cuando subsisten algunas pocas progresiones ligadas a lo actitudinal-, El fulgor se sumerge en una alternancia de mundos cuya única relación parece situarse en la pertenencia a un mismo espacio –aunque en los títulos, el señalamiento de las locaciones termine por derrumbar incluso esa idea-. En esos espacios, la convivencia se tensa entre los hombres, los animales y las máquinas hasta acercarse al límite de lo imposible. La muerte, literal o figurada, asoma en los pliegues de esas relaciones. Pero no está puesta en pantalla como acto, sino como algo que ocurrió en un pasado más o menos cercano. De allí que lo que une a esos mundos diferentes sea la persistencia de lo que ya no existe como elemento en movimiento. Un animal que ha sido cazado no se diferencia, en ese punto, de la cinta transportadora abandonada en lo que alguna vez fue una fábrica: la mano de los hombres puede volver a tocarlos, pero no logrará resucitarlos para que vuelvan a moverse.

4. Los hombres que aparecen en El fulgor no son cuerpos muertos, pero hay algo fantasmal que se asoma desde ellos en la quietud que asumen en el monte. Ese cuerpo que vemos boca abajo entre los pastos en el comienzo y luego más cerca del final, asume una postura en la que puede confundirse la muerte con el sueño. Si lo onírico acentúa la presencia de lo fantasmal en la transposición entre la imagen en color y en blanco y negro, lo hace como un pasaje que vuelve intercambiables ambas esferas. No se trata de confusión, sino de retomar la constitución de espacios y personajes que se mueven en escenarios paralelos y que pasan entre ellos sin necesidad de explicaciones.
5. Hay dos ausencias que se vislumbran con notoriedad en El fulgor. Una es la palabra. Su supresión definitiva –lo único cercano al lenguaje que se escucha son algunas frases que provienen de los parlantes en el Carnaval, en la voz de quien lleva adelante las carrozas- no solo reafirma la voluntad por prescindir de lo narrativo, sino que refuerza la opacidad de los personajes. La carencia de la voz arrastra a los personajes a una zona de lo incompleto que parece entrar en contraste con los animales. En ellos no hay palabra pero hay voces, sonidos identificables –caballos, gallinas, cerdos, vacas- que van poblando la banda sonora más allá de su visualización, reforzando el enrarecimiento ensayado. Pero por sobre todo, en esa elección, lo comunicativo se vuelve pura sonoridad –o en el mejor de los casos, gestualidad- que quita definitivamente toda posibilidad de organización tradicional del material.
6. La otra ausencia es la mujer. Apenas algunas mujeres aparecen durante el desfile de la carroza. Las vemos a lo lejos, desfilando como parte de la comparsa. O a unas pocas, de cerca, entusiasmadas y excitadas ante la cercanía del cuerpo musculoso de uno de los hombres de la comparsa. Pero están, en definitiva, por fuera del registro de El fulgor. Son cuerpos extraños que pertenecen a otro mundo paralelo al que la película decide no asomarse porque, en definitiva, no pertenecen al espacio en que se mueven los personajes a los que sigue.
7. A cambio de ello, lo que ofrece El fulgor es la presencia de los cuerpos. Si los cuerpos de la ciudad –representados por quienes trabajan en la organización logística del Carnaval o en el público- aparecen retratados en planos tradicionales, con un distanciamiento medido que los lleva a permanecer fuera de foco o simplemente moviéndose al borde del automatismo –lo que parece emparentarlos con los maniquíes de la vidriera que implica la primera imagen que vemos de la ciudad-, el resto de los cuerpos aparecen desde una multiplicidad que abreva especialmente en su carnalidad y vitalidad. Los cuerpos exhiben una desnudez que no busca la exposición, sino detenerse en los fragmentos que hacen que el detalle funcione por el todo. Si algo de ello aparece ya en los hombres que circulan por el monte, se hace aún más notorio en la detenida mostración de los cuerpos de los bailarines de la comparsa mientras se visten, resaltando los músculos, el movimiento. O incluso en el breve momento de baile desenfrenado de una multitud de jóvenes en el carnaval.

8. Lo que ensaya la película no es tanto el detenerse en el muestreo corporal que podría convertirse en un catálogo de imágenes de contenido vacío. En todo caso, lo que interesa es el proceso de transformación de esos cuerpos en otra cosa. Lo hace con el cuerpo de los animales, que pasan de la vida a ser apenas un pedazo de carne que cuelga en un corral o que se acumula en una mesa después de haber sido despostados. Lo hace con el cuerpo de los humanos, que se transforman para carnaval. Pero si en estos últimos el proceso se vuelve detallado y preciso –vemos la forma en que cada elemento del traje de carnaval se va poniendo sobre el cuerpo, y también la forma en que el cuerpo es pintado, decorado, para que sea, definitivamente, otro-, en aquellos, siempre queda un momento eludido en la elipsis o el fuera de campo. La transformación de los animales que implica su faenado, deja de lado el momento de ese traspaso: los hombres trabajan sobre el cuerpo ya muerto del animal y su organización no es muy diferente del aprovechamiento de las sobras que hacen otros animales. Es que en definitiva, la transformación los abarca a unos y a otros en tanto se convierten en consumibles -el animal se transforma en comida; los hombres en objeto de la mirada o de la sexualidad-. En eso, los mundos de El fulgor encuentran el punto de contacto que sostiene su paralelismo. En eso, y en la demostración de que a un lado y otro de esos mundos persisten las distancias que establecen los enrejados, las jaulas, los límites de los corrales. Eso que hace que el lugar en que se encierra al ganado no se diferencie de un sambódromo.
El fulgor (Argentina, 2021). Guion y dirección: Martín Farina. Fotografía: Martín Farina. Montaje: Martín Farina y Lucía Torres Minoldo (EDA). Cámara: Martín Farina y Tomás Fernández Juan. Sonido: Gabriel Santamaría. Elenco: Vilmar Paiva, Franco Heiler. Duración: 65 minutos.
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