Generalmente, cuando las bocas ignorantes o malintencionadas hablan de la necesidad de una “industria cinematográfica argentina”, hablan de un modelo de cine en el cual entra, sin dificultades, una película como El último traje. Y no solamente porque representa el mito de las inversiones externas bajo la forma de la coproducción –una experiencia que ya atravesó el cine argentino especialmente en los noventa, con mayoría de resultados pobres-, sino porque queda anclado en un modelo en el cual la atracción del público queda cifrada por apenas un puñado de elementos.

Que en las funciones se detecte una enorme mayoría de personas mayores de 50 años no debe llamar la atención. El último traje se sostiene en la defensa de esa arcaica entelequia llamada star system. Eso que lleva al público de esa franja etaria a decir que va a ver “la última de Solá”, y no una película con determinadas características. Ni siquiera importa –como ocurre con otros nombres de ese mismo sistema, por caso Darín, Francella, antes Luppi, quizás Sbaraglia- si se trata de una comedia o un drama. Importa que el actor como presencia, da a ese público una garantía mínima respecto del producto.

El otro elemento es la preminencia del tema por sobre el relato. No es casual que la película de Pablo Solarz entonces, se haya convertido en un modesto suceso de público. Que El último traje roce de alguna manera el tema del Holocausto judío, la convierte en una pieza cercana a la sensibilidad del espectador medio. Que además intente entroncar con el tema de la vejez y la incomprensión de los jóvenes, resulta una redundancia en ese sentido.

Pero además hay en la película de Solarz un discurso construido en base a certezas cristalizadas, a situaciones que ni siquiera son puestas en duda desde la concurrencia de miradas divergentes. No se generan preguntas sobre el personaje ni sobre su historia, sino que se prefiere la construcción de una linealidad nunca interrumpida. Y eso no se diferencia demasiado, por cierto, de cualquier relato clásico: un héroe común, Abraham Bursztein (Miguel Ángel Solá) por caso, debe atravesar una serie de dificultades para llegar a su objetivo final, sin apartarse de su camino.

El problema asoma cuando esa linealidad se despega de todo atisbo de complejidad. Cuando lo que se trabaja es, inevitablemente, previsible y calculado. Cada nueva instancia en la que entra el personaje –y eso implica los estadios que atraviesa desde la partida de su hogar- está marcada por el cruce con personajes y situaciones que derivarán en la concreción de esa etapa. Cualquiera que tenga una mínima idea de la construcción de un relato estandarizado, puede darse cuenta que ese Leo (Martín Piroyansky) con el que se encuentra en el avión, será de ayuda en España, de la misma manera que María (Angela Molina), la hosca dueña del hotel en que se hospeda en Madrid. Y lo mismo ocurre con Ingrid (Julia Beerhold), la alemana con quien se encuentra en el viaje en tren desde París, y con la enfermera Gosia (Olga Bolardz) que lo atiende en el hospital de Varsovia.

Lo que se deriva de esa simplificación es una visión reduccionista del mundo. Lo que deja atrás Abraham, en la Argentina, es una especie de nido de cuervos enraizado en su propia familia, del que solo puede liberarse mediante la huída y la ayuda de una organización judía que le consigue pasajes y documentación –en una peligrosa sinonimia con lo que Bursztein atravesó décadas atrás al escapar del campo nazi. Lo que hay adelante, en esa Europa a la que vuelve, es gente amable, dispuesta a solucionar sus problemas. Una visión en la que “los malos” nunca aparecen en pantalla –los del pasado inclusive, solo aparecen en una escena de su recuerdo-, ni siquiera los que entran a robarle en el hotel. Y donde es posible comprender, en un gesto torpe (el primer plano que vemos del tatuaje del número de prisionero de su padre), que para su hija Claudia (Natalia Verbeke) no hay olvido de lo que pasó su padre en el pasado, a pesar de que él mismo la echó de su casa. Todo en ese universo puede redimirse para Abraham: el joven argentino que no quiere escucharlo en el avión, la hotelera de mal carácter, la alemana que tiene la osadía de hablar yiddish y que trata de ayudarlo, la hija que se atrevió a cuestionar a la familia.

En ese largo camino a casa que emprende Abraham desde un barrio de Buenos Aires hasta un callejón de Lodz, no solamente hay un regreso físico. Está, ya se dijo, ese recorrido que de manera implícita opone las miserias argentinas a las bondades europeas. Pero por sobre todo, hay un retorno a un pasado del cual Abraham no quisiera haber salido. Los recuerdos de las fiestas de la niñez son de una intensidad tal que opacan cualquier elemento del presente, y lo mismo ocurre con la evocación del momento en el tren repleto de nazis que sospechan de su origen judío o de su retorno a Lodz tras la huída del campo. Es allí donde la película parece no haber encontrado su rumbo: si es el pasado lo que aparece como pleno presente en Bursztein –no es casual que siga viendo a Alemania como era en los tiempos del nazismo-, debió haberse potenciado lo más importante que tiene la historia, que es la relación de amistad con Piotrek, el amigo que lo refugió en su casa. Se tarda demasiado en relacionar el viaje con Piotrek y con la importancia que tuvo en la vida de Abraham, y el segmento final deja en claro que allí estaba el verdadero núcleo de la historia, más que en el extenso viaje que emprende.

Solarz simplifica demasiado y no explica cuestiones que se plantean a lo largo del relato –por ejemplo, por qué para Abraham, Polonia es una mala palabra-, que parece más interesado en la postal turística de paso que en la significación que los espacios pueden tener para el personaje. En cierto punto, el viaje de Abraham a Lodz, que se pretende como una salida hacia delante del conflicto con su familia y como valor positivo, puede verse de otra manera. Al poner a un personaje desfasado del presente, se niega a confrontarlo con él con todos los conflictos que podría traer aparejado. El presente como zona de exploración desaparece. Pero, peor aún, contradice las ideas que se han esbozado hasta ese momento. Un hombre que ansía el pasado y no puede ver el presente de Europa, sin embargo, escapa del presente en Argentina para tratar de reinstalarse en el pasado idealizado de Europa.

El salto hacia delante, entonces, se vuelve uno hacia atrás, en tanto más que encontrar a su amigo Piotrek después de 70 años, lo que busca Abraham es el refugio del pasado. Ese lugar en el que la vida permanece congelada en los recuerdos de lo que fue, como si fueran las vivencias del hoy.

El último traje (Argentina/España, 2017). Dirección: Pablo Solarz. Elenco: Miguel Ángel Solá, Ángela Molina, Martín Piroyansky, Natalia Verbeke, 86 minutos.

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