Se revelan detalles del argumento

El título de esta nota redondea la idea general que pretende desarrollar. Funciona como ese recorrido inicial de La Cordillera, que entre recovecos de la Casa Rosada, burocracia y vigilancia anticipa la dificultad de penetrar en el presidente interpretado por Ricardo Darín. Aunque a pocos segundos del arranque ningún espectador pretende saber de qué va una película, con el diario del lunes y habiendo visto El Estudiante (primer largo del director), las intenciones de Santiago Mitre se descubren sin esfuerzo.

En ese juego por blindar al presidente, que no es más que mantener el suspenso, La Cordillera parece presentar a un primer mandatario títere de sus asesores. Hernán Blanco, el presidente de Darín, casi ni habla, escucha a su entorno, hasta parece gobernado por uno de ellos: Gerardo Romano. Ahí se prenden las primeras alarmas para identificar a qué presidente interpreta Darín, pero viniendo de quienes financian el film, resulta una bendición que Hernán Blanco no pueda identificarse con ningún mandatario argentino real. Por lo menos no en grandes gestos, decisiones o cuestiones evidentes, porque de seguro cualquiera que pretenda anclarlo a alguno, encontrará detalles para sí. Este esfuerzo por “no agrandar la grieta” o despegar la película de una discusión política, va de la mano con la necesidad de mantener la incógnita que desencadenará en el final, pero vuelve un poco increíble al presidente de Darín. Aletarga la lógica del personaje poniendo a sus asesores a funcionar casi a ciegas, solamente para que ni ellos, y por ende tampoco los espectadores, sepamos cómo responderá cuando el final lo arrincone y deba, como en El Estudiante, resolver y poner sus valores morales sobre el escritorio. Así se resume La Cordillera, así se resume El estudiante: una larga trama que no hace falta desarrollar o entender mucho; casi dos horas para saber si el personaje principal se alinea en el bien o el mal.

No solo por su estructura narrativa La Cordillera se emparenta con El Estudiante, la trama bien podría ser una continuación. Es que mientras en aquella se desnuda una historia política en la Universidad Pública Argentina, ahí donde muchos coinciden que es el primer escenario de los grandes políticos, esta acontece en el escalón “más alto” al que un político puede aspirar en su país. Todas estas coincidencias, y otras menores, dejan un sinsabor. Masticada la película, la valoración sobre el trabajo de Santiago Mitre es frustrante. Salvo lo relacionado con el financiamiento, que genera un enriquecimiento técnico superlativo en relación a El Estudiante y sus otros trabajos, su labor se desluce en una clara intención por sostener aquellos elogios conseguidos, y por no buscar más allá de ellos. La Cordillera huele a un empresario diciéndole al director: “hagamos lo mismo que El Estudiante, pero con billete”. Entonces saltamos de un Esteban Lamothe pidiendo pista a un Ricardo Darín ya consagrado. De secundarios poco conocidos a una Erica Rivas o una Dolores Fonzi con un trabajo más erguido que la propia cordillera de los Andes. Y hablando del contexto, más allá de lo rico que puede resultar transitar los pasillos de la UBA Sociales muchos años, el paisaje nevado de la cordillera chilena encandila a primera vista.

No solo escondiendo las intenciones políticas del presidente se sostiene el final, hay también una trama personal que juega de modo importante. La trama personal se descubre antes que la política. De arranque comenzamos a saber de ella antes de conocer los detalles de la cumbre que situará toda la película en la cordillera. En esa subtrama aparece Dolores Fonzi en un papel que por momento amenaza con parecerse a Linda Blair en El Exorcista. Es tal el peso de esta subtrama que por momento se apodera de la historia. La Cordillera pone sutiles elementos del thriller psicológico, hipnosis, sillas que vuelan más lejos de lo que se presupone una mujer puede lanzarla y una cama donde reposa Fonzi que no cuesta imaginarla elevándose y a ella hablando en latín. Pero no, nada de esto acontece, y nos vamos dando cuenta de que estas promesas serán incumplidas muy al final, cuando a Darín le sacan el bozal y empiece a comerse la película. Ahí vuelve a tomar protagonismo la trama principal de la cumbre política, en la cabeza del espectador se empiezan a bajar las incógnitas y el culo en la silla del cine empieza a incomodarse, a buscar posición. Sí, la cosa viene lenta.

A Ricardo Darín le queda chico el personaje, lo rompe. No hace el sacado de Relatos Salvajes ni el buenazo de El Hijo de la Novia. Hernán Blanco tiene la grandeza de no parecerse a ningún presidente argentino, y se siente creíble. Pero hay un detalle que bien valdría una pregunta para el actor, para saber quién salva las papas cuando el guion se hace flaquito. Es que cuando la trama política no da más, y ya nos lamentamos porque la cama del hotel no vuela, a Darín lo sientan cara a cara con el actor yanqui Christian Slater. Actor yanqui, actor argentino, guion flaco. Lo de Slater impresiona, porque más allá de sus capacidades irrumpe en una película argentina que jamás promete incursiones así. A muchos se les moja el calzón cuando nos visita un gringo, y claro que cuando a Santiago Mitre le prometen billete esta es una carta importante. Pero Darín se caga de risa. Sí, en todo sentido. Primero su Hernán Blanco juega a la misma altura del funcionario yanqui con el que negocia, y para mayor dificultad lo hace en inglés. Pero la sonrisa que desliza Darín en gran parte de esta escena, es el detalle que podría sostener lo insostenible. ¿Por qué? Las dos tramas de la película confluyen en esa mesa compartida por sendos actores. Son las últimas cartas que se bajan. Es la primera vez que Hernán Blanco se enfrenta a una propuesta de carácter, a una encrucijada que develará la moral de su personaje. Esa simple característica es la única incógnita que se le responderá al espectador, y desde allí uno debería (o no) presuponer el mismo comportamiento para analizar todas las otras cuestiones que faltan resolver, o sea la subtrama personal. La sonrisa que desliza Darín es chiquita, pero quizás sirve para impedir que el telón de La Cordillera bajeantes de lo que tramó el director. Porque el yanqui le propone unirse al diablo y Darín le hace una contraoferta mayor, entregar el culo pero por más plata. Billete más, billete menos, Hernán Blanco es un hijo de puta. Quizás no para el director, que se sentirá contento por alguna de las negociaciones ganadas con los que pusieron el billete para esta película. Quizás Santiago Mitre en la posibilidad de sacar más tajada vea otro final posible. Pero para los que entendemos el bien y el mal como únicas dos opciones, la película termina ahí. ¿La sonrisita pícara pone un mantito de duda? Y… si la puso Darín es bienvenida, si la puso el director es una garcha. Pero Darín sonríe, y anida en esa muequita alguna esperanza de que el final no sea otra vez lo que todos esperábamos de Lamothe en El Estudiante. Si el pibe durante toda la película se portó de diez, si mostró que es leal a sus compañeros, sincero con sus mujeres, qué carajo nos sorprende que le diga que NO al chanchullo del telón final. Lo mismo con Darín. Si Darín pide 5 palos en lugar de 2, y el yanqui accede, qué suspenso puede haber en todos los minutos en que se desarrolla esa otra escena final con los demás presidentes. ¡Y claro, ninguno! Darín confirma lo que ya sabíamos, acepta el chanchullo, y el fondo negro y los títulos empiezan a sacar chapa de cuanta guita gastaron.

Ah, sí, la subtrama. A una cuadra del cine lo verbalizás: Dolores Fonzi no está poseída por el diablo.

 

Acá pueden encontrar un texto de José Luis Visconti sobre la misma película

La cordillera (Argentina, 2017), de Santiago Mitre, c/Ricardo Darín, Erica Rivas, Gerardo Romano, Dolores Fonzi, Leonardo Franco, Christian Slater.

 

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