Aclaración necesaria. Desde hace cinco años llevo un diario en el que, además de hablar sobre lo que comúnmente entendemos por vida privada, anoto lo que se me ocurre sobre discos, libros y películas. No es un cuaderno de ejercicios críticos: es simplemente un lugar para lo que se me ocurre. Su impunidad es lo mejor que tiene. Hay (o eso espero) apuntes, ideas sueltas, argumentos que van tomando forma con el correr de los días. Pero el diario es territorio del gusto y la impresión. Un día insulto a Godard. Otro día escribo que La liebre es la mejor novela de la literatura argentina, y que en la mitad me aburrí un poco. El 10 de febrero de 2012, dos días después de la muerte de Spinetta, me pregunto si la tristeza que siento -escribí, ay, que me inunda- no es más honda y esencial que la que sentí cuando murieron mis padres. En el diario, la ley que hay es la que no pude sacudirme.

A fines de 2011 dejé de fumar. Para combatir la abstinencia recurrí a los chupetines como sustituto oral del cigarrillo y miré películas, una detrás de otra, fundamentalmente de acción y de aventuras, como si su ritmo y energía pudieran ayudarme a combatir la falta de nicotina y la alteración de mis costumbres. Lo que sigue es el registro de los tres primeros meses después de mi última pitada. Pienso que puede funcionar como testimonio de un vicio luchando contra otro. Y de la centralidad que puede ocupar el cine en una vida. Saqué la mayor parte de las entradas que tienen que ver con mi familia, excepto unas pocas que dan el tono, y corregí algunas repeticiones y algunos párrafos contrahechos.

2011

6 de octubre

VIiz8VvnUH56lq_4_hdSábado, siete de la tarde. Ayer fui a ver la nueva El planeta de los simios. Mar del Plata es cada día más una plaza pobre para el cine. Se estrenan pocas películas por fuera de las normas más estrictas del entretenimiento y las pocas que llegan duran poco, con la notable excepción de Habemus Papa, que lleva como un mes en cartel. La película de Nanni es buena pero debilucha, y por lo poco que leí su recepción ha exagerado la presunta crítica de la institución católica. En El caimán, Berlusconi es un personaje de una pieza, un villano de cómic. Esa falta de matices resulta sin embargo adecuada en términos políticos, aun cuando sea también demasiado fácil detestar a un personaje detestable sin hurgar en las razones por las cuales ocupa el cargo que ocupa. Mucho más interesante es el Papa del gran Piccoli. Su película es por eso mejor que El caimán aunque pierda acidez en el camino. Es como si la falta de bronca jugara a favor del cine pero no a favor de su dimensión política. Moretti parece saberlo y divide el relato en dos: el Papa suelto en Roma y el psicoanalista encerrado en el Vaticano. La primera parte funciona bien. La segunda es dudosa. Acaso la simpatía de los cardenales tape las miserias de la institución de la que forman parte. Las cartas, el voley y la canción de Mercedes Sosa los muestran como chicos en recreo, vivarachos hombres en un paréntesis del poder que ejercen y representan. No es que Moretti deba decir algo obvio sobre el Vaticano, ni que deba ser Bellocchio. Pero extrañé un poco de veneno. Los monos son otra cosa.  Una cosa mejor. O por lo menos a mí me entusiasmaron mucho más. Sin ser un tanque de primera línea, El planeta de los simios comparte con la narración dominante de Hollywood sus criterios básicos. Los más molestos tienen que ver con la verosimilización de los asuntos sociales por medio de nudos psicológicos primarios. El científico que busca un reconstituyente neuronal tiene un padre con Alzheimer, los monos inteligentes tienen su momento de reparación individual. Alrededor de estos, están los personajes de un solo plano: el gerente de empresa sin escrúpulos, verdadero lobo del lucro, y algunos secundarios movidos por una solitaria pulsión de impiedad, como el guardia de la cárcel simia.

Pero entre estos lugares comunes, en la superficie de este plot de manual, la película alucina un enfrentamiento plenamente social, un proceso de toma de decisiones liderado por un individuo pero ejecutado por un grupo que se reúne para darles batalla a sus opresores. El cine estadounidense no entiende, porque está fuera de su horizonte ideológico, un concepto como el de lucha de clases. Necesita reinterpretar los conflictos mediante códigos ya compartidos y de comunicación directa. Uno de ellos es el de la venganza, que se deriva de la preponderancia del individuo en la elaboración dramática de los guiones. Es lo que ocurre cuando muere el villano de la compañía, empujado por el mono que vivió siempre como instrumento de laboratorio, y es lo que ocurre, aunque matizado por el azar, cuando Cesar le devuelve a su carcelero el baño de agua a presión que había recibido antes. El destino quiere que el hombre lleve en su mano la picana y que el contacto de agua y electricidad lo liquide. Es importante que suceda así, como es importante que en el final de Harry Potter algo nuble el vínculo entre la acción del héroe y la muerte de Voldemort. La superioridad moral de uno sobre otro es lo que frustra la venganza plena y lo que permite que ante los espectadores aparezcan protegidos de lo que se intuye justo pero es también afín a su enemigo. Este sistema de disculpas no impide que cuando las papas queman todo se juegue en grupos. De hecho, tiende a darles a las víctimas un refuerzo de su estatuto. La escena del puente de San Francisco es buenísima. Los monos buscan el bosque de secuoyas que representa su isla de Utopía y deben combatir para conseguirlo. Más que matar mueren, y la narración se preocupa porque se note su mesura en medio del quilombo. Una vez en el bosque, que cierra con coherencia verde la historia, ya que al comienzo vemos la captura de animales en alguna selva, la división entre los humanos y los simios es tajante: a un lado del puente quedan la ciudad y los hombres, del otro lado el bosque y los monos. Cesar, que pasa por varios estados antes de decidir su destino, lidera una comunidad nueva, cuya unidad fue conseguida mediante fuerza y persuasión políticas (con asamblea incluida) y confirmada luego en el combate por la libertad. Así, entre el melo, la ciencia ficción y el drama carcelario, la película narra un levantamiento y su triunfo. Me hizo acordar en esto a Pollitos en fuga, que también termina en Utopía, pero con armas. (Se ve que los animales permiten cosas que no permiten los seres humanos: El chanchito en la ciudad tiene lo suyo). En el bodriazo Avatar el héroe deviene líder de los oprimidos. En El planeta de los simios el oprimido reniega del camino que lo lleva hacia la especie opresora con la sabiduría suficiente como para reconocer las excepciones individuales de un sistema. Su dueño, padre o amigo –es difícil encontrar un nombre para esta relación- renuncia a su empleo y confirma así su carácter especial, su aprendizaje y su mérito.

9 de octubre

Martes, diez de la noche. Además del abandono de las remeras y el consecuente arribo de las camisas, hoy llegué a la conclusión de que otra señal irrefutable de la edad es la capacidad de cantar todas las canciones que aprendí cuando era joven y la imposibilidad de aprender las que descubro ahora, aun cuando las escuche muchas veces. Estoy seguro de que tiene que ver con la cercanía que tenían entonces para mí, la dimensión existencial que había en mi relación con ellas, y la distancia con la que me acerco ahora a las más nuevas, aun cuando me parezcan brillantes y consigan emocionarme. Pero bueno, lo que pasa pasa. Recién escuché una decena de canciones de Charly García –“Promesas sobre el bidet”, “Plateado sobre plateado”, “Bancate ese defecto”, “Cerca de la revolución”, “El karma de vivir al sur”, “Canción de 2 por 3”, “Vos también estabas verde”- y las cosas son especiales: me mueven el corazón igual que a los quince, cuando las descubrí en la pieza, encerrado feliz como el flaco de Velvet Goldmine con su vinilo de glam rock. El 23 (mi día del padre) Charly cumple 60.

1 de diciembre

Sábado, una de la mañana. No fumo desde el lunes así que tengo días bucales, con chupetines, chicles, manzanas, mate y cualquier cosa que sustituya el pucho. Dejé porque sí, aprovechando unos segundos de indecisión y extendiendo hasta ahora el accidente. Este modo informal es el único que puede resultarme efectivo. El circo de los medicamentos no es para mí, y menos aún el de los médicos.

Ayer fui a ver La piel que habito. Me parece la mejor película de Almodóvar desde Matador. Recuerdo que cuando vi Hable con ella me quejaba de que su cine no tenia codos ni rodillas, que narraba a los ponchazos. Nada de eso ocurre acá, y eso que la estructura temporal podía volver muy evidentes defectos de ese tipo. Banderas es un cirujano que experimenta con piel transgénica, el viudo de una mujer adúltera, quemada y finalmente suicida, el padre de una paciente psiquiátrica, acaso violada y también suicida. Es además el hacedor de Vera, la mujer que vive encerrada en la mansión toledana y que fue antes un hombre, el casi violador de la hija muerta. Historia de investigación y venganza, claro, pero ante todo melodrama de nuestro tiempo. La película trata de todo lo que hoy dice la palabra género: conjunto de textos, material textil, morfología, identidad. Además de lo sugerente que es Toledo para España –la ciudad de los decadentes y de la persistencia cultural: un tufo a esencia que el film deshace-, lo que me parece interesante en este punto es que Vicente, el joven convertido en Vera, se ve en el diario como desaparecido, se besa como reencontrándose y despidiéndose, mata a su hacedor y proyectado amante y retorna con su familia. Soy Vicente, es lo último que escuchamos. Su nueva condición le permitirá sin dudas el contacto con la empleada lesbiana de su madre, que lo rechazaba antes, por lo que hay hasta el final historias de amor y caminos misteriosos en la película.

Vicente podría decir: Qué camino tan extraño he tenido que recorrer para encontrarte. También el melodrama gay Mil nubes de paz recurre a Bresson, aunque de manera explícita, y ahora que lo pienso la historia de Almodóvar tiene algo que ver con Odette. Me acuerdo que en el festival de Mar del Plata en el que la vi, cuando terminó, cerca de la medianoche, yo estaba muy entusiasmado y le pregunté un par de cosas a Rodrigues, que estaba solo, sin un mísero acompañante o traductor. Incluso le dije que no coincidía con la visión que tenía de su propia película. (Quedé para el orto, dicho sea de paso). El problema era que él había expresado sus dudas sobre la posibilidad del melodrama o –no es lo mismo, pero tal vez haya dicho esto– de una historia de amor. Quise contar X, si es que X es hoy posible, dijo. Y bueno, yo creo que sí, que más vale. El melodrama sigue siendo un territorio ideal para el cine, pero exige coraje y no muchos lo tienen. Almodóvar sí. Bravo por él.

Hoy fui a ver El estudiante, la película argentina por la que todos rompieron lanzas este año. Que haya llegado al circuito comercial de Mar del Plata tantos meses después de su estreno en Buenos Aires habla de una victoria. Es una película caliente, lo que me importa más que su inclinación política. Pese a eso, hay sí un problema grave con el final, y es que no se puede filmar la Ida y hacer que Fierro se comporte en los últimos minutos como en la Vuelta. Es algo rarísimo, un renuncio brutal. No se trata de que el flaco diga No y se vaya con los indios. Pero el  personaje pierde toda su coherencia en ese malogrado adverbio (tan distinto del que dice Cesar en el final de El planeta de los simios). Una historia tiene que respetar a sus personajes, o mejor dicho, tiene que respetarles la verosimilitud que les inventó, a menos que se trate de una ficción sostenida justamente en la falta de asideros, como puede ocurrir con Aira (otro César) o tantos otros, que no hubieran cometido un atropello de este calibre por la sencilla razón de que no hubieran preparado un carácter como el de nuestro estudiante, tan transero, tan hábil para moverse entre intereses políticos y sacar siempre una ventaja, para darle la espalda al final, y dejarlo así de bueno, así de moral, así de parecido a lo que nosotros creemos ser.

Salir del cine y no prender un pucho es muy raro.

2 de diciembre

KojaktellyDomingo, medianoche. Sigo con los chupetines como Kojak. En este momento tengo uno al lado, apoyado en la mesa como si fuera un cigarrillo que agarro cada tanto. Lo más difícil de dejar de fumar no es la abstinencia de nicotina, que me hace babear más de lo debido y dificulta mi concentración, sino la falta del rito, el pucho entre los dedos, el movimiento de la mano hacia la boca. No sé qué hacer con los libros. No me animo a empezar uno largo e importante porque estoy leyendo poco así que tengo a mano algunos de los que espero menos, o de los que esperaba más y me dejaron en esta situación de desinterés que me hace demorarlos. Zona de clivaje –la novela de Hecker tan recomendada por Ramos- me resulta densa, con apenas algunos párrafos atractivos, y los relatos de Cozarinsky me la traen larga. No entiendo el prestigio de un tipo que escribe esto: “La apretó contra su pecho y sintió, bajo el vestido negro, los pezones que se endurecían; se apretó contra ella, para hacerle sentir la urgencia de su deseo”. Puff. La verdad que no sé si me conviene escribir seguido porque asocio escribir con fumar. Pero si no lo hago siento que no voy a domesticar nunca la tarea, y que me tendré que mantener supersticiosamente lejos de ella para no retomar el cigarrillo.

4 de diciembre

Martes, dos de la mañana. Siguen las horas de abstinencia y combato mi ansiedad mirando películas. Hoy vi Insidious, The Crazies y Zombi 2. Muy buenas, salvo la primera. Hay últimamente una triste tendencia a la sonorización enfática, un predominio de efectos metálicos, como si una placa chirriara con amplificadores o un robot pesado y con poco aceite se moviera de modo agresivo. Lo noté el año pasado en la lamentable Sudor frío y también hoy en Insidious y The Crazies. No me gusta extrañar tiempos mejores, pero las bandas sonoras de Carpenter eran más terroríficas. A pesar de esto, la remake de la película de Romero es muy buena, y tiene tonos carpenterianos en los personajes y el western que asoma. Como en la versión de Dawn of Dead de hace un par de años (que también me gustó), Johnny Cash canta la canción de los títulos. Escucho seguido los volúmenes que tengo de American Recordings. Sobre todo el IV, que tiene versiones increíbles de “Personal Jesus” y “Puente sobre aguas turbulentas”. Me emociona esa voz grave y sublime.

Puede que ya esté viejo. Me pasa algo con el cine más nuevo: percibo como propio de la actualidad un registro de cámara, un tipo de iluminación, un ritmo en los cortes y no puedo describirlos adecuadamente. Tal vez se trate de un clasicismo acomodado a nuestros días, sensorialmente característico del siglo XXI. Y no hablo solo del CGI y de la imagen digital. Hablo también del encuadre y las transiciones, del momento del corte ante todo, algo que me parece decisivo en la recepción de las películas de este tipo. En este registro, The Crazies consigue grandes momentos, es imaginativa para establecer obstáculos y respeta la postura ideológica de Romero, ferozmente antimilitarista. La mejor escena ocurre en un lavadero de autos y tiene un cierre alucinante. Recordaba mientras veía la película lo que escribí hace poco sobre El planeta de los simios: la imperiosa necesidad de encontrar motivos psicológicos o situaciones dramáticas que remiten a pares autosuficientes. Básicamente, acción-revancha. En este caso, la esposa y el hijo del primer muerto, convertidos ya en zombis, aparecen en casa del sheriff para cobrarse la deuda, ¡y eso que la conciencia no es su fuerte! No se pueden evitar estos nudos, ni siquiera en historias como esta. Son parte de la ideología y siguen su camino sin desmayos.

En cuanto a Fulci, debo admitir que me sorprendí encontrando en su Zombi 2 virtudes que no esperaba. Y no digo virtudes chiquitas, cosas de mi agrado. No, no. Quiero decir Virtudes. Declaro ya mismo, solemnemente, que Zombi 2 es una obra maestra. Es hora de que me ponga a revisar a Fulci, porque la mala impresión que me dejaron sus películas hace mil años bien puede estar impidiéndome un placer que antes no me permitía, por pacato y maricón. O sea: por artie. Hay una increíble pelea submarina entre tiburón y muerto vivo que desde hoy forma parte de mi panteón personal. Y algunos planos de infinita belleza, como aquel que sigue a un pájaro hacia la derecha, toma el movimiento de un vehículo que viene hacia la izquierda y descubre finalmente la información importante para el relato. Es ese movimiento en función del pájaro lo que hace genial el plano: una excedencia que pertenece al cine y no a la historia. Dije tiburón y dije pájaro: me llaman los animales. También hay un cangrejo que cruza una calle de tierra.

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7 de diciembre

Viernes, una de la mañana. Hoy fue el último día oficial de escuela. A partir de ahora quedan las clases de consulta y las mesas de examen. También fue hoy el cumpleaños número 16 de Cielo. Y fue un día semejante a los anteriores en cuanto a mi modo de enfrentar el abandono del cigarrillo: chupetín de coca cola y varias horas en Cuevana.

Repaso lo que vi del miércoles a hoy.

Primero tengo que decir que la idea (que ya expresé un par de veces) de que miro películas de acción porque no puedo concentrarme en otra cosa es una pavada. Las miro porque me gustan. Y cada vez más. Piraña 3D y Knight and Day, por ejemplo, son buenísimas. La primera es festiva y reventada, llena de sangre y chicas con poca ropa. La otra es también una montaña rusa, musicalizada a veces con tango y electrónica, de transiciones veloces, con explosiones y tensión sexual. Su problema mayor es que los primeros planos de Cruise y Cameron Diaz no dan del todo bien porque las jetas operadas son poco fotogénicas, más todavía si recordamos sus versiones anteriores. No tuve tanta suerte con Depredadores – aunque me dormí varias veces – ni con 8 minutos antes de morir. Lo que ocurre con esta última es algo común en cierto cine comercial: una libertad y una invención que se desparraman en la primera parte y que se meten en caja luego, como si no fuera posible seguir adelante, en el camino de las formas que el cine de acción debe transitar obligatoriamente. Qué pena que todo se normalice, que la crítica de la especulación científica y económica con la guerra vaya de la mano del patriotismo soldadesco, que las redenciones reclamen sus prerrogativas, que se domestique el delirio hasta el punto de reponer la pregunta por la lógica del argumento.

Distinto es el problema de Daybreakers, una de vampiros filosófica. Los tonos grises y azules, las oficinas y algunas actuaciones –Hawke y Neil– me recuerdan otras historias fantásticas aturdidas por sus pretensiones, como Código 46 y sobre todo Gattaca. Hay algo que suele salir muy mal en películas de este estilo, preocupadas por decir algo además de por hacer estallar bombas. Quien quiera ver en La cosa una reflexión sobre la identidad o la incomunicación puede hacerlo, pero no hay en Carpenter una arremetida de la idea sobre las formas, no hay objetos interpuestos. Es la literalidad, el género y los personajes, la manipulación de las emociones, lo que habilita cualquier otra cosa. Si se cumple brillantemente esta dimensión – que es la central – entonces todo el resto crece por sí mismo, sin necesidad de haber pasado por la cabeza de guionistas o directores. Es cierto que Carpenter es un genio, así que estoy trampeando: no se puede someter al universo a una medida tal. Pero bueno, en Daybreakers las cosas no suceden como deben suceder. La película tiene baja tonificación muscular, como mi maldita espalda. Es posible declarar alusiones y subtextos a patadas, desde la voracidad empresarial hasta el nazismo, desde la guerra de Iraq hasta la sociología urbana. Pero falta sudor, que es lo que hace que todo lo demás cobre existencia y sentido.

Estoy babeando feo y no puedo dejar de mover las piernas. Es cierto que esto último es una tara familiar pero nunca me sacudí tanto. Parece Tourette. Hoy traté de calmarme con manzanas porque debo haberme comido diez chupetines y dos kilos de maíz inflado por día. No aguanté más que unas horas y volví a lo mismo. Ya me imagino con panza. En fin. Vi otras películas. 127 horas no tiene más interés que ver cómo su personaje se corta un brazo. Cowboys Versus Aliens, por el contrario, sí es interesante, y en un momento me encontré pensando en César Aira. No es que sea La liebre pero la libertad con la que mezcla todo y el modo en que encadena episodios – además del ambiente western, que sabemos relacionar con la pampa – me hizo recordar a mi amigo de Pringles. Sinceramente no sé cuán buena es esta película, o si es buena en algún sentido, pero la pasé muy bien, disfruté las tomas abiertas, me alegré de ver un perro y pensar a partir de su presencia en la verdad histórica del western. También la cara de Harrison Ford tiene algo raro. Apunto rápido. El oro fundido que termina con el extraterrestre es una cita de Se sei vivo, spara, del chiflado Giulio Questi. El diseño de Giger para Alien sigue generando renta. El sonido como de gárgara que hacen los bichos proviene si no me equivoco de Depredador. Otra que vi es The Town, dirigida por Ben Afflek. Es otra cosa. Un drama denso, bien asumido, con personajes, valioso. Pero no participa de mi guerra contra el pucho.

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