Hay que empezar por las limitaciones. Negarlas es absurdo, es pretender que somos como esos que se sientan en la tele y opinan de cualquier cosa. Hay cuestiones que se me escapan, que no puedo terminar de comprenderlas, y ese problema de comprensión no está en los objetos o en las obras, sino en mí mismo. En el terreno de las artes se produce un doblez que uno tiene que reconocer para ser honesto. Se puede disfrutar de cualquier obra de cualquier arte, porque el disfrute pasa por elementos como la emotividad, la relación que entabla con la historia personal, o incluso hasta con un detalle que nos resulta interesante. Otra cosa es analizarla. Para analizar una obra hay que entender que cada arte tiene un lenguaje propio. Y que hay que conocer y manejar ese lenguaje: en caso de no hacerlo, la consecuencia es el juicio incorrecto. Personalmente, los lenguajes de disciplinas como la escultura, la música y la danza se me escapan. Sé que están allí, que tienen sus reglas, puedo incluso percibir la belleza pero no puedo analizarlas como obras en sí mismas. Allí está una primera limitación posible en relación con Les enfants d’Isadora. Pero, a fin de cuentas, la danza como obra está inscripta aquí en otra obra, en este caso, cinematográfica.

La primera parte de la película es justamente una exploración relacionada con esa limitación señalada. Cómo acceder al lenguaje de la danza. Agathe Bonitzer, a partir de la lectura de las memorias de Isadora Duncan y centrándose en el episodio en el cual murieron ahogados sus dos hijos pequeños en el Sena, trabaja sobre un doble motivo. El primero, la forma en que el dolor por la pérdida se traspasa a una expresión artística que reivindica más que lo catártico, la posibilidad de convertirse en algo bello. Cómo transformar el dolor en belleza es, ya, en sí mismo, una trasposición de lenguaje. Lo que hace la actriz es pasar de ese testimonio literario a una puesta en escena de esa transformación. Recupera no solamente la coreografía que Duncan construyó sobre la base de ese dolor y a la que llamó “Madre”, sino que el registro de este primer tramo implica la forma en que se traspone la notación de esa coreografía original –compuesta de líneas y símbolos que para quienes no practican el arte se vuelven absolutamente inextricables- en una serie de movimientos ejecutados en un estudio de danza. El cuerpo de la actriz es, entonces, una especie de traducción de elementos de un papel a un cuerpo en movimiento. Del papel a las tres dimensiones. De la letra muerta en el papel al movimiento vivo y representado en el cuerpo de una mujer.

Si el primer tramo se sitúa en la interpretación de una serie de elementos simbólicos que se trasladan al universo real, pero aún restringido a un ámbito, si se quiere, personal, el segundo abre la perspectiva en tanto plantea una situación de enseñanza. Aquí el papel y la representación simbólica de pasos y movimientos desaparecen de la escena. La profesora trabaja con la bailarina –que tiene síndrome de Dawn- la misma obra desde una perspectiva diferente. Lo interpretativo tiene lugar a partir de unas pocas indicaciones que dejan espacio, más que a lo aleatorio, a la necesidad de ingresar en la historia por la vía de las sensaciones que el movimiento tiene que evocar. De allí que el hincapié no está puesto tanto en los planos detallados del comienzo –donde en especial los movimientos de brazos y manos son centrales- sino en una puesta en la que la totalidad del cuerpo se pone en primer plano. No importa tanto la repetición imitativa, sino una reinterpretación de la situación desde una gestualidad posible. No parece casual que sea en ese punto en el que la cámara decide despegarse del cuerpo de Manon, justo cuando se “independiza” por primera vez de la mirada y la marcación de su profesora. Por ello es que cuando aparece la mirada del otro -la profesora al llegar a ese ensayo; los espectadores el día de la función-, el cuerpo de Manon queda fuera de campo, como si en ese desplazamiento dejara de importar lo coreográfico y la posible perfección del movimiento, para concentrarse en la mirada ajena como receptor de lo que ese acto transmite.

El tercer tramo de la película implica un traspaso. Una mujer está observando la coreografía y luego regresa, en un larguísimo camino, a su casa, sola en medio de la noche. Como los otros tres personajes, parece moverse en un mundo en el que lo que se destaca es la ausencia del otro, de manera casi absoluta. El registro de ese largo camino –parte a pie, parte en ómnibus- solo parece aludir a la obra en el momento en el que cuando está cenando en un restaurant, hojea el programa y anota una frase de Isadora Duncan que hay en él. Pero es cuando la mujer llega a su departamento, tan solitario, oscuro y silencioso como las calles que ha atravesado, que se revela ese rito de pasaje. Lo que hace el personaje es una reinterpretación a partir de la apropiación de los movimientos que ha visto hacer en el escenario. Pero si en los dos tramos anteriores ese gesto devenía un acto en el cual el cuerpo de la bailarina se prestaba a la evocación del dolor de la madre, aquí se pone en pura presencia. El gesto original de Isadora expresado en la forma de un baile, vuelve al dolor original en los gestos de una madre que ha perdido a su hijo. De alguna manera, es como si esa mujer hubiera encontrado en esa puesta en escena en la danza –y de allí que podemos entender el enorme esfuerzo que implicó para ella el llegar a verla-, el lenguaje por el cual puede volver a acariciar, simbólicamente, al hijo perdido y convertir también su dolor en otra cosa.

A la par de esa idea que atraviesa a los personajes, toda la película es un intento similar de transposición de lenguajes. No se trata solamente de representar una coreografía tal como se realizó originalmente, sino de pasar del lenguaje de la danza al cinematográfico. Hay un intento de salir de la representación pura de la danza, aún cuando el primer tramo parezca asentarse en esa idea. Sin embargo, la fragmentación que implica el ensayo le permite esquivar ese problema latente. Es que en un punto puede pensarse a Les enfants d’Isadora como una pieza de tres movimientos que va pasando desde formas más cercanas a lo documental hacia una conformación más cercana a lo ficcional. En ese trayecto es que la película consigue, a la vez, moverse de un territorio puramente representativo y ligado al espacio de la danza, hacia uno que se relaciona más directamente con lo cinematográfico. Como en la coreografía de Duncan que pasa por los tres momentos hacia su reinterpretación, la película va apropiándose de los elementos más puramente cinematográficos para poner el elemento de la danza dentro de ese marco. De allí que lo que sobrevive es el gesto, la representación antes que la puesta en escena de una serie de pasos coreografiados, la ficción minimalista por sobre el registro escénico.

Calificación: 6/10

Les enfants d’Isadora (Francia/Corea del Sur, 2019). Guion y dirección: Damien Manivel. Fotografía: Noé Bach. Montaje: Dounia Sichov. Elenco: Agathe Bonitzer, Manon Carpentier, Julien Dieudonné, Marika Rizzi, Elsa Wolliaston. Duración: 84 minutos. Disponible en Puentes de Cine (www.puentesdecine.com).

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