Hay muchos que piensan que el cine Pablo Larraín es un blef, algo así como el falso cine de autor de esta época, lleno de conceptos estéticos burgueses, moralmente progre y al mismo tiempo dudoso, ya que sus mensajes nunca son del todo claros. Sus últimas tres películas conforman una especie de trilogía sobre el poder, la realeza o vaya saber qué: Jackie (2016), sobre la viuda de Kennedy; Spencer (2022), sobre un momento de la vida de Lady Di cuando formaba parte de la familia real; y, por último, El conde (2023), estrenada para los 50 años del golpe militar en Chile, comandado por Pinochet y compañía.

En Spencer, Larraín aborda el preámbulo a la separación de los príncipes de Gales desde la perspectiva de Lady Di y consigue cierto logro estético en la primera mitad, pensada dentro de la mansión de verano de la familia real y concentrada en las diferencias de criterio entre la princesa y el resto frente a la vida, los protocolos y los conflictos con el ejercicio del mandato y sus contrariedades existenciales, todo el tiempo con cierta nostalgia por la vida anterior al matrimonio. A la mitad de la película la historia se desinfla, sobre todo porque el conflicto no avanza, solo se representa el mismo dilema una y otra vez, en diferentes situaciones, y el personaje de la princesa es demasiado naif para el mundo que habita. Eso termina por cansar, empalagar y diluir la mirada atenta. En resumen: ¿a quién verdaderamente le importa esta película?

El prólogo de El conde, recién estrenada en Netflix, tiene una serie de secuencias montadas que recuerdan al Drácula de Coppola, pero con mucha menos gracia. La voz en off en inglés dice que Mr. Pinochet tuvo una obsesión desde siempre con Gran Bretaña, dato sabido y a la vez curioso sobre el propio Larraín después de haber filmado una película como Spencer. ¿El director está hablando de sí mismo? En tanto, Mr. Pinochet siempre quiso ser rey y que se le respete como un poder natural en Chile. Hasta acá hay temas cruzados en la tres películas. Pero en El conde Larraín decide poner a Mr. Pinochet en el mundo de lo extraordinario, de lo fantástico, del vampirismo, un destino injusto para un genocida y una decisión estética pobre de originalidad. Comparar al dictador con un monstruo resulta de lo más elemental, si de metáforas hablamos.

Pero, sobre todo, ese gesto lo distancia de la persona, de lo ordinario, porque recordemos que este tipo tenía padres, hermanos, amigos. Y llevarlo al terreno de lo fantástico y darle esa estética propia del terror de la Universal en los treinta y los cuarenta, aunque infinitamente más edulcorada, es banalizarlo, es trasladar cierta belleza a su figura. Fotografiar ese mundo con sombras estilizadas no tiene pretensiones de amedrentar a los espectadores sino que logra todo lo contrario: lo hace atractivo, fascinante, y con ello trivializa sus actos aberrantes.

Aun así, la película tampoco funciona en el mundo del género, más allá de si el protagonista fuese Nerón o Hitler, y se debe a que tener tamaño nombre siempre en foco con la lucidez para metaforizarlo es un desafío para pocos. Tarantino lo consigue en Bastardos sin gloria, sin tener a Hitler en el centro del relato, sino que elige contarlo a través de su partido y sus subordinados: Landa y Goebbels, por ejemplo. Cuando Hitler entra en plano, es una especie de border, un tipo desorientado y muerto de miedo en situaciones ordinarias. La clave es no sacarlo  de lo ordinario, de la vida real y de las emociones humanas mas elementales.

En El conde, Pinochet tiene ganas de morir, quiere suicidarse, raro para un vampiro pero mucho más raro como paralelismo de un tipo que aspiraba a permanecer muchos años en el poder, como lo demostró en una dictadura que duró hasta 1990. Sin embargo, Larraín piensa ese deseo de morir como una especie de justicia poética, sumada al olvido del pueblo, y ahí es donde se nota lo esencial de su enfoque. El director ha sido criado en una sociedad que jamás pudo llevar a juicio a Mr. Pinochet y sus secuaces. Por ello la justicia poética sustituye a la condena judicial y al repudio del pueblo.

En términos narrativos, la película se agota a la media hora, cuando entran sus hijos en el conflicto: a partir de allí ya no queda mucho para decir. El aprieto es familiar, es interno, una mera descripción de algunas actitudes excéntricas del conde y de su familia, que narrativamente no traccionan el relato. Y si pensamos en eso de que «lo vincular es político», como dice Juan Pablo Susel en su nota (que pueden leer acá), la inclusión de los hijos es curiosa. Sobre todo porque el propio Larraín es hijo de Hernán Larraín, ministro de Justicia y Derechos Humanos del último gobierno de Piñera, a lo que hay que agregar que su madre fue ministra de Urbanismo y Vivienda en la misma administración. Es decir que estamos hablando de gente de ideas conservadoras al menos. Quizás la sobreactuación del director vaya en línea con la herencia de sus padres.

Lo más difícil de entender de la gestación oportunista de la película -producida por Netflix- es la campaña publicitaria encabalgada en el 50° aniversario del golpe a Salvador Allende, que empapeló Chile con la cara de Pinochet en blanco y negro, y con antejos rosas, imagen pop que lo aleja de sus delitos y lo pone en algún lugar curiosamente excéntrico. Claro que con la venia del director, ya que su productora Fabula está asociada a la plataforma en este proyecto.

No me puedo imaginar, en nuestro país, una campaña similar con Videla en clave pop, para un 24 de marzo. ¿Qué pensarán las familias de las víctimas?¿Es una buena idea poner a un genocida en ese lugar?

En definitiva, El conde resulta una representación superficial sobre un problema muy profundo que incluye a la historia del mismísimo Larraín.

El conde (Chile, 2023). Dirección: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón y Pablo Larraín. Fotografía: Edward Lachmann. Edición: Sofía Subercaseaux. Elenco: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Gloria Munchmeyer , Catalina Guerra, Amparo Noguera, Diego Muñoz, Marcial Tagle. Duración 110 minutos.

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