Bogdanovich era un pedante, pero tenía talento, era listo, un director muy inteligente. Sabía qué decir y cuándo decirlo. Tenía al mundo en un puño. Todavía no había ocurrido nada malo”.   Ellen Burstyn

Una noche calurosa y asfixiante de agosto de 1968, cuando se aproximaba la convención republicana de Chicago, Bob Rafelson vio El héroe anda suelto, y le dijo a Bert Schneider: «Acabo de ver una película que es una mierda, pero el tipo que la dirigió sabe hacer cine. Llámalo y dile que venga a vernos.» Henry Jaglom, al oír que se mencionaba a Peter Bogdanovich, aguzó el oído y dijo: «Eh, conozco a ese chico de Nueva York, yo lo llamaré.» Y lo hizo. Bert se puso al teléfono y le dijo a Peter: «Nos encantó tu película, en serio; a ver si encontramos algo que nos guste a todos.» Peter envió un libro llamado The Looters. Lo leyeron, pero Bert no se mostró muy entusiasta. «No creo que te mueras por hacerlo», le dijo a Bogdanovich.

«Oh, sí.»

«No, no es esto lo que queremos hacer contigo. Busca otra cosa. No creo que quieras hacer un thriller.»

Una noche, Peter y su mujer, Polly Platt, fueron a casa de Bert y Judy invitados a una cena para un grupo reducido. La casa de Palm Drive, en la parte llana de Beverly Hills, no era moderna y en la onda como la de Toby y Bob; Judy la había «decorado» —una mezcla de Westchester y Beverly Hills— con flores recién cortadas en el cuarto de baño, pastillas de jabón sin estrenar y toallas dobladas con esmero para los invitados. Pese a lo que le dijo a Bogdanovich, Bert no estaba muy seguro respecto del joven director; le preocupaba que Peter fuera demasiado convencional y no encajase en la atmósfera hip y contracultural de la productora. «No quiero trabajar con Bags», se había quejado a Rafelson, utilizando el apodo que Jack Nicholson le había puesto a Bogdanovich.

«¿Por qué?»

«Es un muermo. Es un tipo aburrido.»

«¿No hemos tenido ya bastantes líos con todos esos descerebrados con los que hemos trabajado?», replicó Rafelson, en una clara alusión a Dennis Hopper. «¿Por qué no podemos hacer una película con un tío que la haga sin volvernos locos?»  

A Bogdanovich le molestó que Bert rechazara The Looters. Respetuoso en extremo con los directores, pensaba que los productores eran la escoria de la tierra. Bert se preguntaba si Peter tendría más ideas. Polly, por decir algo, dijo: «Está la novela de Larry McMurtry, The Last Picture Show». Bert le pidió a Peter que se la consiguiera; Peter le dijo a Bert que fuera a comprársela. Bert, también arrogante, respetaba la arrogancia ajena; lejos de molestarse, llamó a Peter una semana y media más tarde y le dijo: «No me fue fácil conseguir un ejemplar de ese libro. Me dijiste que fuera a comprarlo y así lo hice».

«¿Y?» 

«Es muy bueno. Hagámoslo».  

Schneider le explicó a Bogdanovich la idea de BBS. Bert tendría la opción del montaje final, pero no habría interferencias ni visitas al plató. También le dijo que no le anticiparían mucho dinero, sólo 75.000 dólares, pero que le daría una buena tajada de los beneficios, el veintiuno por ciento del neto, y le pidió que se cerciorase de que hubiese algún desnudo en el guión. Peter tenía que emplear a Harold Schneider como line producen, el encargado del presupuesto y el calendario (su tarea: mantener el presupuesto por debajo del millón de dólares y respetar un calendario de filmación de ocho semanas). Peter aceptó las condiciones. La última película ya tenía luz verde. 

Peter Bogdanovich había nacido el 30 de julio de 1939 en Kingston, Nueva York. Su padre, Borislav, inmigrante serbio y talentoso pianista, ya en Yugoslavia se había visto obligado a dar clases particulares para mantenerse a flote. Entre sus alumnos había una niña de trece años llamada Herma, hija de una acaudalada familia judía que había huido de Austria poco antes de la llegada de los nazis. Borislav y Herma se casaron y en 1938 partieron para Estados Unidos. Herma estaba embarazada de Peter. 

Los Bogdanovich eran una familia de verdaderos excéntricos. Borislav empezó a pintar y cubrió con sus lúgubres lienzos las paredes de su oscuro y cavernoso apartamento de Riverside Drive con la calle Noventa, en Manhattan, a pocas calles del edificio en que vivían los Rafelson. Como le gustaban los colores de la fruta podrida, las habitaciones estaban llenas de naranjas y peras mohosas que él utilizaba para sus bodegones. Su dormitorio lo había pintado de rojo; siempre usaba pijama para trabajar, y un sombrero con la corona cortada por la que le sobresalía el pelo tieso; parecía un personaje de dibujos animados. Muy sensible en todo lo tocante a su pelo, no dejó que Herma se lo tocara, jamás, en todos los años que duró su matrimonio, ni siquiera cuando hacían el amor. El mismo se lo cortaba y guardaba los mechones en el cajón inferior de la cómoda.  

Peter era un ratón de biblioteca al que tenían que pinchar continuamente para que saliera de su cuarto. Su padre no le prestaba mucha atención, pero Peter era la causa de los disgustos —y de las ambiciones frustradas— de su madre. Herma había tenido otro hijo, Antony, fallecido tras sufrir un accidente doméstico un año antes de que Peter naciera: a la madre se le había volcado sopa hirviendo encima del niño. Borislav y Herma rara vez mencionaban la desgracia, pero él nunca le perdonó su negligencia. Ni tampoco se perdonó ella. Para Borislav, Peter no podía reemplazar a Antony; para Herma, Peter no tenía otra opción.  

Sumamente precoz, el joven Bogdanovich tomó clases de interpretación con Stella Adler cuando tenía quince años. Algunos chicos se dedican a coleccionar cromos de jugadores de béisbol; Peter, en cambio, acumulaba tarjetas de 3×5, con la ficha técnica —y sus propias impresiones— de todas las películas que veía, es decir, entre seis y ocho películas por semana. Le gustaba alardear de que entre los trece años, cuando empezó las fichas, y los treinta, cuando dejó de hacerlas, reunió un total de 5.316. Más tarde, Peter alardearía ante Bob Benton y otros: «He visto todas las películas americanas que vale la pena ver.» Sus favoritas —Río Rojo, Ciudadano Kane, Río Bravo— las vio varias veces. Ciudadano Kane fue la película que hizo que quisiera ser director.

Con poco más de veinte años consiguió un empleo ideal: la programación de las películas del New York Theater. Recuerda Bogdanovich: «Una de las primeras películas que programamos fue Shadows, de John Cassavetes, que iba en programa doble con El cuarto mandamiento. Las colas daban la vuelta a la manzana. Shadows inició el Nuevo Hollywood.»  

Un día de enero de 1961, Bogdanovich, escondido en su pequeño despacho sin ventanas en el tercer piso del edificio del cine, apuntaba ideas para el ciclo El cine olvidado. Tenía ese cutis amarillento de cinéfilo, pero con su espesa melena oscura, sus facciones equilibradas y una inteligencia innegable, no carecía de atractivo. Era una época en que la mayoría de cineastas americanos, como Benton y Newman, besaban los pies de los directores de la nouvelle vague, pero el director underground Jonas Mekas había garrapateado en la pared una desafiante sentencia de Peter: «Las mejores películas se hacen en Hollywood.»  

Ese día Bogdanovich estaba especialmente de buen humor. Uno de sus golpes maestros de programación, La parada de los monstruos, se pasaba esa noche, y acababan de llamarlo del Museo de Arte Moderno para pedirle un monográfico sobre uno de sus ídolos, Orson Welles. Cuando levantó la vista del escritorio, lo que vio fue una alegre cara enmarcada por una melena rubia decolorada. La cara dijo: «¿Señor McDonovich?»  

Polly Platt era hija de militar y, por parte de madre, descendiente de la aristocracia americana. Había tenido una infancia difícil. Sus dos progenitores eran alcohólicos, y su madre, que sufría crisis esquizofrénicas, la maltrataba. Su padre era holandés, lo que significa que la niña creció a la sombra de alguna de esas religiones protestantes aburridas y represivas. Su primer marido había muerto en un accidente automovilístico después de una pelea matrimonial. En la Universidad Carnegie-Mellon, de Pittsburgh, Polly decidió que quería estudiar escenografía. Pero le dijeron: «Eres una mujer y no puedes estudiar escenografía. Diseña vestuario.» Ella siguió el consejo, y se presentó a Bogdanovich como alguien que iba a trabajar con él en las producciones de las compañías de repertorio de ese mes de junio.  

Aunque no era despampanante, Polly podía causar una fuerte impresión. Había vivido en Arizona, y prefería la indumentaria de los pueblos indígenas del suroeste —cinturones concho y botas kaibab hasta las rodillas, de cuero crudo con botones plateados a los costados—, que le daban un aspecto decididamente exótico entre las clones de Jackie Kennedy que en esos tiempos pululaban por Nueva York. Con una bohemia indiferencia por las convenciones, le gustaba andar descalza y no ponerse ropa interior. Los sujetadores y las bragas eran dos prendas más que lavar, y se sentía más sexy sin ellas.  

Para Peter sin duda era así. Le hizo la corte con frases de Clifford Odets, con parlamentos de Cyrano de Bergerac, y la divertía con sus espantosas imitaciones de Jerry Lewis. La inició en los misterios del cine. Polly, por su parte, muy viajada y con un matrimonio a sus espaldas, le abrió el mundo de los sentidos a un joven que aún seguía viviendo con sus padres y se había pasado casi toda la vida en cines oscuros viendo sombras en una pantalla.  

Sin embargo, pese al atuendo bohemio de Platt, ella y Peter eran convencionales hasta el aburrimiento. No fumaban, no bebían, no se drogaban. Eran el príncipe y la princesa de los cinéfilos, hechos el uno para el otro. Benton los llamaba «el señor y la señora Pareja ideal». A Peter le gustaba Howard Hawks; a Polly le gustaba John Ford. Las peores peleas las tenían cuando querían ponerse de acuerdo en quién era el mejor de los dos. 

Bogdanovich era patológicamente ambicioso. «El padre de Peter era un maníaco-depresivo, un fracasado», dice Platt. «Creo que el dinamismo de Peter nació de ahí, de ese “no poder ser como él”.» A Peter le preocupaba, por ejemplo, que su apellido fuera demasiado largo y que no entrase en una marquesina. Envidiaba a Wyler, Ford y Hawks sus sensatos apellidos anglosajones, y hasta pensó en acortar el suyo y dejarlo en Bogdan. Polly lo consolaba recitándole los polisilábicos apellidos de grandes directores europeos y falso-europeos: Erich von Stroheim, Josef von Sternberg, Otto Preminger. Hablaban de las clases de películas que querían ver y de las que querían hacer. Añade Platt: «Yo sabía que no quería ver mujeres que se despertaban en la cama con el maquillaje y el pelo intactos, y que no quería ver películas con final previsible.»  

Peter y Polly se casaron en el City Hall, el ayuntamiento de Nueva York, en 1962, un año después de conocerse, cuando los dos tenían veintitrés años. Su apartamento, cercano al de los padres de Peter, estaba repleto de una mezcla heterogénea de muebles heredados por ambos. Ella hacía algo de diseño de vestuario, pero él se ponía de mal humor cuando no encontraba su cena preparada, y por eso Polly dejó de trabajar y empezó a traducir y a pasar a máquina artículos sobre Hawks, Ford y Frank Tashlin, escritos por Godard o Truffaut y sacados de la Biblia francesa del cine de autor: los Cahiers du Cinema. Ella le ayudaba también a entrevistar a los directores, que se quedaban impresionados y se sentían adulados por la prodigiosa familiaridad de los dos con sus películas. Eran capaces de recitar de memoria todos los títulos de crédito, de recordar cada corte y cada movimiento de cámara.  

Solían ir a Times Square a ver cinco películas en un día por cincuenta centavos la función. Polly llevaba un largo alfiler de sombrero con el que se escarbaba los dientes y se defendía de los pulpos. De noche se quedaban en casa viendo las películas de The Late Show. Se alimentaban de Fudgsicles, unas piruletas empalagosas, y tiraban los palitos debajo del sofá de terciopelo rojo. Él bebía ginger ale Cañada Dry por litros, y así se le desarrolló una úlcera tan seria que llegó a vomitar sangre y una vez tuvo una hemorragia que casi lo mató. Aumentó muchísimo de peso cuando los médicos empezaron a recetarle mucha leche, yogur y helado. Más tarde, se volvió quisquilloso y obsesivo con la comida.  

Pronto aparecieron algunas grietas en la fachada. Recuerda Peter: «Polly podía ser muy desagradable. Muy chillona. Interrumpía y metía cuchara sin que nadie se lo pidiera, y, claro, la gente le huía. Había en la vida de Polly un montón de zonas oscuras que yo realmente no entendía. Nunca fue una relación muy romántica. Más bien disfrutábamos trabajando juntos. Yo era muy joven, no conocía la diferencia entre amar, estar enamorado, la comprensión y la compatibilidad de caracteres. Creo que no sabía en lo que me había metido.»  

Peter y Polly conocieron a Harold Hayes, de Esquive, en una cena en New Rochelle. Hayes quedó impresionado por tanta pasión por el cine, y le pidió a Peter que se encargara de la sección de cine de la revista. «Vi a Hawks hacer El Dorado y a Hitchcock, Los pájaros», dice Bogdanovich. «En ese momento no había todavía escuelas de cine; aprendí a dirigir observando a esos directores. Fui a un preestreno de El hombre que mató a Liberty Valance, y supe que estaba viendo la última gran película de la Edad de Oro de Hollywood. Cuando el tren se aleja, es realmente eso, el final de Ford. Y el final de Ford no era otra cosa que el final de esa época.»   Bogdanovich y Platt fueron a Monument Valley a escribir un artículo sobre Ford, que estaba filmando El gran combate. En el plató se acercaron a Sal Mineo, que era la única persona de su edad. Mineo le dio a Polly una edición en rústica bastante mala del libro de Larry McMurtry: en la tapa, un semental con el torso desnudo, a horcajadas sobre una mujer ligera de ropas en medio de una carretera. Era The Last Picture Show, y Mineo quería hacerla, con él de protagonista. Polly la leyó y estuvo de acuerdo en que podía ser una película maravillosa.  

Pese a su rápido progreso como escritor especializado en cine, Peter no progresaba en el camino que debía llevarlo a dirigir. Fue así como tomaron conciencia de que debían mudarse a Los Ángeles. Con algunos alquileres atrasados, llenaron de libros un carrito de la compra y disimuladamente lo sacaron por el ascensor de servicio en mitad de la noche, lo metieron en el coche, un viejo Ford descapotable amarillo de 1951, al que naturalmente llamaban «John Ford». Se marcharon en junio de 1964, con doscientos dólares en el bolsillo, el spaniel tuerto y el televisor en blanco y negro en el asiento trasero. Cuando llegaron a Los Ángeles, encontraron un piso de alquiler en el valle, en Van Nuys, más conocido por ser el lugar en el que creció Robert Redford.  

Peter perseguía a los periodistas para que le dieran entradas para proyecciones, especialmente cuando se servía comida. Repetía dos y tres veces en los bufés del Directors Guild of America, y se llenaba los bolsillos de panecillos. Pero conocieron a mucha gente, en su mayor parte directores del Viejo Hollywood que apreciaban la admiración que la pareja les mostraba. Peter usaba los trajes desechados de Jerry Lewis, que llegó a dejarle uno de los Mustangs de su flotilla, diciéndole: «Coge el que no tiene teléfono; tú no necesitas teléfono.» El director Fritz Lang, que los invitaba a desayunar todos los domingos, le dijo a Polly que no debía confiar en Peter, que al final la abandonaría. Veían a Hawks y Ford regularmente. Como era predecible, Peter le cayó bien a Hawks; Polly, en cambio, le cayó bien a Ford. Cuando sus amigos se marchaban, Peter y Polly cuidaban de sus casas. Como dos Ricitos de Oro de películas X, revisaban los armarios de las mansiones de Beverly Hills, se probaban la ropa y follaban en todos los dormitorios.  

Platt se sentía amenazada por las bellezas de Hollywood que salían de todos los rincones. Una noche, ella y Peter fueron a cenar al Flying Tiger de Ventura Boulevard con Hawks y Sherry Lansing (ahora presidenta del grupo de largometrajes de Paramount), entonces una preciosa aspirante a actriz que interpretaba a la mujer deseada por todos en Río Lobo; Hawks se inclinó a decirle algo a Peter por encima de Polly y, echándole una mirada a Sherry, lo que le dijo fue: «Si de verdad quieres ser director, ésta es la clase de chica con la que deberías salir.» Peter asintió sabiamente. El comentario de Hawks no contribuyó mucho a la buena disposición de Polly. Una vez, durante una pelea, Peter se cabreó tanto que atravesó de un puñetazo una pared de placas de yeso.  

Un día, Bogdanovich asistió en Hollywood a una proyección de La bahía de los ángeles, de Jacques Demy; Roger Corman se sentó detrás de él. Alguien los presentó. Corman, que conocía su nombre de Esquive, le preguntó si le interesaría escribir para el cine. Bogdanovich le dijo que sí, y Corman lo contrató como ayudante de dirección de The Wild Angels (Los ángeles del infierno), la película que en cierto modo lanzó a Peter Fonda al estrellato. Bogdanovich recordó: «Pasé de ocuparme de la lavandería a dirigir la película en tres semanas. En total, trabajé veintidós semanas —preproducción, rodaje, segunda unidad, montaje, doblaje—. Nunca he vuelto a aprender tanto desde entonces.»   A Corman le gustó su trabajo. «¿Quieres dirigir tu propia película?», le preguntó. Bogdanovich replicó: «¿Estás bromeando?» El héroe anda suelto narraba la historia de un francotirador basada libremente en la reciente oleada de crímenes masivos, como el de agosto de 1966, en el que Charles Whitman, desde lo alto de una torre del campus de la Universidad de Texas, fue matando a estudiantes con un Remington de gran potencia. El presupuesto: 125.000 dólares. Corman le dio instrucciones al joven director: «Ya sabes cómo filma Hitchcock, ¿verdad? Planifica cada toma, va totalmente preparado. Ya sabes cómo filma Hawks, ¿verdad? No planifica nada, reescribe el guión en el plató.» 

 «Exacto.»  

«Bueno, en esta película quiero que seas Hitchcock.»  

El héroe anda suelto se rodó en abril de 1967, en veintitrés días. Bogdanovich recibió mucha ayuda de sus amigos. El director Sam Fuller le dijo que economizara para gastárselo todo en un gran final. Bogdanovich lo hizo, utilizando ideas que había absorbido de otras películas. «El final de El héroe anda suelto se inspiró en Bonnie y Clyde.», dice Bogdanovich. «Aunque no los hicimos morir.» Peter y Polly colaboraron en el guión y en el montaje, que hicieron en la cocina de su casa de Saticoy Street. Ella diseñó el vestuario y los decorados, firmó los cheques. Formaban un gran equipo. Él era el entusiasta; ella, la escéptica. Él creía que iba a ser un éxito; ella, que iba a ser un fracaso. Él era verbal; ella, visual. Él escribía, ella hablaba; después él hablaba y ella escribía. «Él es la locomotora, yo soy las vías», en palabras de Polly.

«Polly era un motor muy fuerte detrás de Peter», dice Paul Lewis, el jefe de la unidad de producción. «No dejaba que su ego interfiriese, como ocurriría más tarde. Solía decirle: “No seas gilipollas”, y él la respetaba y la escuchaba. En esos días escuchaba a todo el mundo.»   Peter y Polly siguieron alternando con gente. Invitaban a Hawks, a Ford, Renoir, Welles, Odets, Cary Grant, Don Siegel, Irene Selznick y otros a cenar bajo el nogal del pequeño jardín trasero. Hawks era algo implacable con los manifestantes pacifistas que se enfrentaban a la policía en la calles de Chicago. «Si yo mandara, los arrestaría a todos, les cortaría esas melenas. ¡A tiros me los cargaría!», decía. Platt, contraria a la guerra, estaba horrorizada: «Pero, Howard, ellos tienen su razón. Nosotros no tenemos que meter la nariz en Vietnam.» Miraba a Peter, al otro lado de la mesa, que se tapaba la cara con las manos. El no tenía convicciones políticas, nada que defender. Siempre decía: «A nosotros ni nos va ni nos viene. Nosotros somos artistas.» Ella pensaba: No vas a apoyarme. Tienes que llegar a ser tú mismo, no puedes ser sólo una copia de Howard. Se quedaría impresionado si te pusieras a su altura. Pero no lo harás; eres un cobarde. Más tarde dijo: «Creo que ése fue el día que dejé de querer a Peter.»  

Platt dio a luz a una niña a la que llamaron Antonia, por el hermano muerto de Peter. El héroe anda suelto se estrenó en el verano de 1968; fue un fracaso. Bogdanovich siempre pensó que su película fue víctima del asesinato de Martin Luther King, que hizo que la gente desconfiara de esa clase de películas. Entretanto, Peter observaba cómo sus iguales le iban sacando ventaja. «Coppola iba por delante de nosotros», dice Platt. «Peter todavía no lo conocía, pero era ferozmente competitivo, y nos ponía muy celosos que consiguiera hacer El valle del arco iris y Llueve sobre mi corazón antes que nosotros, mientras nosotros seguíamos luchando por mantenernos a flote.» 

Rafelson, siempre director antes que productor, ya estaba sintiéndose incómodo en su papel en BBS, le preocupaba perder el tiempo buscando nuevos talentos, desenterrando proyectos y ayudando a lanzar películas ajenas. De hecho, le había sugerido Ellen Burstyn a Bogdanovich; pero, como envidiaba a Peter, pensó: Por qué no dirijo yo La última película. Es la película perfecta para Bob Rafelson. Más tarde dijo: «Creo que es la mejor de todas las películas que hicimos.» 

 Ahora que La última película ya estaba en marcha, Bogdanovich consintió finalmente en leer el libro. Para desilusión suya, se dio cuenta de que tenía menos que ver con la última película, o con el final del cine, que con la aventura de alcanzar la mayoría de edad a principios de los cincuenta —en un pueblo perdido y desolado de Texas, además—. La historia giraba en torno a la amistad entre dos jóvenes: Duane, un matón encantador que va por mal camino, y Sonny, el chico bueno que trata de encontrar su lugar en el mundo, y también en torno al daño infligido a ambos por Anarene, la rica y aburrida femme fatale Jacy Farrow. En medio de los tres está Sam el León, el anciano propietario del salón de billares y de la abandonada sala de cine. Sam, que no para de liar cigarrillos y contar historias, es el único depositario del decoro en todo el pueblo, y cuando de repente muere de un derrame cerebral, todo se va al diablo. Como dice Sonny: «Nada ha ido realmente bien desde que murió Sam.»

Peter estaba muerto de miedo. Era un chico de Nueva York: ¿qué sabía él de pueblos perdidos de Texas? A Polly le gustaba el libro porque podría haber sido su historia si hubiera nacido en el Medio Oeste en lugar de Europa. «Había un montón de películas sobre el mismo tema, pero todas eran falsas», dice. «Todo lo que está en el libro, quitarse el sujetador, colgarlo en el espejo del coche, esas manos frías y la chica que sólo le deja tocar las tetas, que la mano apenas le acaricie las piernas, eran experiencias que yo había tenido de joven. En América había partes del cuerpo femenino absolutamente prohibidas, cosas imposibles de enseñar en las películas de Hollywood, mientras que en las películas europeas, como Blow-Up, se veía vello púbico.»   Igual que Beatty, Penn, Benton y Newman veían Bonnie y Clyde como un tema americano tratado a la francesa, Peter y Polly consideraban que, en 1969, y en palabras de Polly, finalmente podía «hacerse ese guión en los Estados Unidos como lo habrían hecho los franceses, investigar las extrañas costumbres sexuales americanas».  

Bogdanovich quería filmarla en blanco y negro, pues pensaba que reflejaría la época mejor que el color, pero era algo inaudito. Al final, se lo preguntó a Bert. La idea de BBS era otorgar poderes a los directores, y Bert, fiel a su palabra, le dijo que sí. «No hay que olvidar que en ese momento Easy Rider (En busca de mi destino) seguía siendo el éxito del momento», dice Bogdanovich. «Si hubiéramos dicho que queríamos rodarla en 16 mm y ampliarla, nos habrían dejado.»   Una vez más, Peter y Polly trabajaron codo con codo. Ella diseñó los decorados y supervisó el vestuario. Se encerraron con McMurtry en su casa de Van Nuys y tras mucho toma y daca negociaron un guión. A Bogdanovich las mejores ideas se le ocurrían mientras se afeitaba, y un día tuvo la idea de poner a Ben Johnson, un incondicional de John Ford, en el papel de Sam el León, el propietario del Royal. Johnson no quería hacerlo, no le gustaba tener que hablar de la gonorrea, cosa que el guión le exigía. «Nunca me habían hecho decir cosas como ésas», se quejó a Peter. «Mi madre va ir a ver la película.» Bogdanovich llamó a Ford. «¿Jack? Ben no quiere hacer el papel. Dice que hay muchos tacos.»  

«Oh, Dios, Ben siempre dice lo mismo. Siempre le preocupan los diálogos. Déjame que lo llame.»  

Media hora más tarde, Ford llamó a Peter. «Peter, ha aceptado.» 

«Bueno, ¿qué le dijiste?»

«Le dije: “Ben, ¿quieres ser el compinche de Duke el resto de tus días?”»  

Con Johnson embarcado en el proyecto, Peter se concentró en su reparto de novatos. Había visto pruebas de actrices jóvenes para el papel de Jacy Farrow. Ninguna le gustó. Como Altman, Peter y Polly no querían estrellas. Un día, mientras estaban en la cola de un supermercado cerca de su casa, Polly le señaló una cara que los miraba desde la portada de Glamour. «La chica tenía unos rizos graciosos y pequeños, una actitud muy impertinente y unos ojos azules muy sureños», recuerda Platt. «Parecía tener un chip sexual en el hombro, como si te desafiara a intentar algo.»  

Peter le pidió a Marion Dougherty, responsable del casting, que la buscara, y Marion encontró a Cybill Shepherd en la Essex House, en Central Park South. Era una mujer alta (casi un metro ochenta) y robusta, que irradiaba salud física y mental. Pelo rubio, nariz respingona, cutis cremoso, increíblemente hermosa. Vestida con unos informales tejanos desteñidos, una cazadora a juego, zuecos y ni pizca de maquillaje excepto la pálida sombra azul que destacaba sus ojos de porcelana, mostraba una extraña mezcla de inocencia y picardía. Bogdanovich quedó fascinado. Ella lo recibió sentada en el suelo y le dijo que estaba leyendo a Dostoievski, pero cuando él le preguntó qué libro, fue incapaz de recordar el título. Mientras se esforzaba por recordar, él no pudo evitar ver que jugueteaba con una de las flores que ponen en el florero de la bandeja del desayuno. «Había algo tan informalmente destructivo en ese gesto», dijo más tarde. «Parecía retratar a la clase de mujer que no quiere ser cruel con los hombres, pero lo es.»  

Peter le pidió a Dougherty que volviera a llamarla y le dijo: «Tienes que verla desnuda. Quiero saber si tiene estrías o algo, porque hay desnudos en la película.»  

«No tiene estrías, Peter, por Dios. Tiene diecisiete, dieciocho años.»  

«Que venga con el bikini más pequeño que tenga.»  

Dice Dougherty: «Se estaba enamorando de Cybill, y Polly iba a tener un bebé. Se podían sentir las vibraciones.»  

Los hombres de BBS no se decidían; al fin y al cabo, Shepherd nunca había actuado antes. Nicholson estaba encantado. Se le lanzaba en cada oportunidad. Platt presintió los problemas. Embarazada de su segunda hija, Alexandra (Sashy), se zambulló en la preparación del rodaje. Cybill tenía un novio en Nueva York que intentó convencerla de que no hiciera las escenas de desnudos. El chico la llamaba todos los días y la torturaba por teléfono. Una noche, tras una discusión particularmente penosa, Peter se ofreció a llevarla a casa. «Yo me di cuenta», dice Polly, «por el tono de su voz; era algo familiar, enseguida lo supe.»  

«Polly me acusó de estar loco por Cybill el mismo día en que llegamos al lugar del rodaje, antes incluso de que yo mismo me diera cuenta», dice Bogdanovich. «Eso me irritó muchísimo.» Se volvió hacia Polly y replicó: «Eso es ridículo. No estoy encaprichado con ella. Es graciosa, me gusta, y en la película es una actriz más. Nunca ha actuado antes y quiero ayudarla. ¿Qué problema hay?» Cybill se sentía halagada con sus atenciones. «Peter conseguía que filmar pareciera la actividad más emocionante del mundo», dijo. «Mucha gente creía que yo tenía que ser por fuerza una tonta. Mi representante hablaba más despacio cuando se dirigía a mí. Peter no. Nunca me habló en tono condescendiente.»  

Timothy Bottoms, un joven actor en alza que años más tarde se distinguiría por mearse en los zapatos de Dino de Laurentis durante el rodaje de Huracán, se enamoró perdidamente de Cybill, y no podía entender por qué Peter, que ya tenía mujer e hijos, le hacía la corte. Se pasaron el rodaje peleando, y al final Bottoms tuvo su venganza: le pasó a Cybill una novela de Henry James titulada Daisy Miller

Bogdanovich y Platt le robaron un poco de tiempo a los preparativos de La última película para asistir a la entrega de los Oscars de 1969, celebrada el 7 de abril de 1970. Todos los grandes musicales de estudio de ese año habían sido un fiasco —Noches en la ciudad, de Universal, La leyenda de la ciudad sin nombre, de Paramount, y Hello, Dolly!, de 20th Century Fox—, aunque, por increíble que parezca, este último estaba nominado a la mejor película, junto con Ana de los mil días, Z y Dos hombres y un destino. Las películas del Nuevo Hollywood, como Easy Rider (En busca de mi destino) y Grupo salvaje, fueron ignoradas en su mayoría; solamente Cowboy de medianoche obtuvo una nominación a la mejor película. Las fracturas eran más evidentes en el contraste entre los dos candidatos a mejor actor: John Wayne, por Valor de ley, y Dustin Hoffman, por Cowboy de medianoche (también Jon Voight estuvo nominado por la misma película).  

Peter y Polly votaban por Wayne y Valor de ley; no sabían qué pintaba ahí Hopper, nominado, junto con Peter Fonda y Southern, al mejor guión original. Pocos meses antes, Danny Selznick los había invitado a cenar en casa de su padre, David O. Selznick, y su esposa, Jennifer Jones. Entre los invitados estaban Dennis, Brooke y George Cukor. Dennis, borracho y agresivo como de costumbre, se volvió hacia Cukor, le puso un dedo en el pecho y empezó a entonar su cantinela de siempre: «Nosotros vamos a enterrarte, nosotros vamos a tomar el poder, estás acabado.» Cukor, muchísimo más educado que Hopper, murmuró cortésmente: «Sí, sí, es muy posible.»  

Peter y Polly casi se mueren de vergüenza. Dice Polly: «Nunca se lo perdonamos. Le faltó el respeto a uno de nuestros ídolos.»  

Cuando ya se acercaba la fecha de la ceremonia, Hopper se había olvidado de los premios, y tuvieron que recordárselo para que asistiera. Cowboy de medianoche se llevó el Oscar a la mejor película, pero Hopper et altri perdieron, igual que Jane, la hermana de Peter, nominada por Danzad, danzad, malditos. (Al entrar en la sala, Jane enseñó un puño cerrado a la multitud.) Wayne derrotó a Hoffman y Voight. Hopper, que había hecho de malo en Valor de ley, se acercó a darle la enhorabuena. Para Wayne era «el comunista». Siempre que se producían importantes disturbios pacifistas, Wayne lo consideraba el responsable, e iba a buscarlo. Mientras trabajaban en Valor de ley, Wayne acudió en helicóptero desde el dragaminas que tenía en Newport Beach, aterrizó en los terrenos de Paramount, entró dando zancadas en la sala de sonido con su 45 colgando del cinto y gritó: «¿Dónde está ese maricón de Hopper? El maldito Eldridge Cleaver de la UCLA está diciendo “mierda” y “chupapollas” delante de mis hijas. Quiero a ese rojo cabrón. ¿Dónde se ha escondido el muy comunistoide?» Hopper se escondió en la caravana de Glenn Campbell hasta que Wayne se cansó de buscarlo.

El rodaje de las escenas principales de La última película empezó en octubre de 1970 en Archer City, Texas, tres semanas después de que Platt diera a luz a Sashy. Orson Welles fue el padrino. Archer City era el lugar en que había crecido McMurtry, y el pueblo aún alardeaba de su hotel de ladrillos amarillos en el que una vez se habían refugiado los auténticos Bonnie y Clyde.   Convertido en un maniático ayudante de camerino, Bogdanovich jugó conscientemente a ser el director. Llevaba gafas con montura de concha, pantalones acampanados, y se levantaba el cuello de las camisas con las alas plegadas como un avioncito de papel, estilo Elvis. Como estaba intentando dejar de fumar, llevaba siempre un mondadientes en la boca, rompía nervioso uno y al instante se metía otro. Platt, detrás de unas enormes gafas de sol ovaladas con cristales azules, se sentaba a su lado detrás de la cámara. Discutían cada toma. Más tarde algunas personas, incluido Ben Johnson, dijeron por lo bajo que ella dirigió la película tanto como él.  

En La Brea, Bert y Steve no se quedaron satisfechos con los copiones. «Vimos que habíamos cometido un error con el tema escogido, que deberíamos haberle pedido a Peter que hiciera una película más alegre, porque lo que hizo era demasiado sombrío, demasiado oscuro, demasiado triste», dice Blauner. Tampoco se les escapó la ausencia total de master shots, y Bert, a quien le preocupaba que los copiones no encajaran entre sí, le pidió a Rafelson que les echara un vistazo: «No puedo entender este rollo, tío. ¿Qué es esto?» Rafelson los vio y le dijo a Schneider: «Sabe perfectamente qué está haciendo, así que no vuelvas a traerme aquí.» Peter montaba mentalmente, en la cámara.

Jim Nelson, el jefe de posproducción, dice: «Peter fue el único director digno de ese nombre con el que trabajé en mi vida; sus escenas se podían enviar a Bekins en un sobre.»  

Todo el reparto y el equipo se alojó en el Ramada Inn, un motel bastante hortera con un vestíbulo sacado de The Best Little Whorehouse in Texasla mejor casita de putas de Texas»). Una alfombra rojo sangre cubría el suelo, y un pasamanos de oro pintado flanqueaba las escaleras que llevaban a la suite de dos dormitorios de Peter y Polly. En mitad del rodaje, Peter reconoció que estaba enamorándose en serio de Cybill, y dijo algo así como: «No sé muy bien quién me atrae más, si tú o Jacy [el personaje].» Cybill rompió con Jeff Bridges, con el que había iniciado una aventura durante el rodaje, y el romance entre ella y el director prosperó. Peter regresaba del plató cada día más tarde. Hasta que una noche no volvió y Polly comprendió que no podía negarse más a sí misma que la relación entre Peter y Cybill ya pasaba por la cama. Y le plantó cara, histérica. Peter se disculpó, le dijo que no podía evitarlo, que nunca antes había tenido una modelo de portada, que era víctima de una obsesión sexual, que se sentía viejo y que Cybill lo hacía sentir joven. «Pensamos que iba a durar lo que durase el rodaje», dice Bogdanovich. Polly trató de verlo desde el punto de vista de Peter, pero la realidad la ponía furiosa la mirase por donde la mirase, sobre todo cuando él le dijo: «No sé si quiero tener esposa e hijos.»  

«Sí, bueno, pero nosotras existimos», replicó ella. «Estamos vivas, estamos aquí, eso no puedes evitarlo. ¿Qué quieres hacer, matarnos?»  

Polly se mudó al otro dormitorio. No quería estar ahí echada contando los minutos que faltaban para que Peter llegara. Se las arreglaron para tener bien acotadas sus emociones, a fin de que no afectaran a la película. Por la mañana iban al estudio juntos y comentaban las tomas del día como si no pasara nada. Por la noche, ella se retiraba a su cuarto. «Fue horroroso», dice Polly. Las peleas empeoraron, él le gritaba: «Si eres tan desgraciada, ¿por qué no te vas?»  

«¿Que me vaya, dices? ¿Adonde, a hacer qué? ¿Que me vaya a casa a pensar cómo follas con Cybill? Ésta también es mi película. Tú sólo tienes sentimientos para los personajes, no tienes ni idea de lo que es sentir dolor en la vida real. Imagínatelo en una película, Peter, y tal vez te hagas una idea.»  

Un día Polly enfiló a toda velocidad un tramo de la recta entre Archer City y Wichita Falls, en un Ford familiar alquilado, con Peter sentado a su lado. Estaba otra vez histérica, y a gritos decía que sin él no quería vivir. Conducía rápido, casi a ciento cincuenta por hora. De repente se desvió bruscamente de la carretera y aterrizaron en un campo recién arado. «Quiero que nos matemos los dos», aulló mientras el coche avanzaba sobre los surcos dando tumbos hasta que el capó salió volando y el coche terminó envuelto en una nube de polvo rojo. Los dos estallaron en carcajadas.  

Pero pronto dejaron de reír. Al final del rodaje, el matrimonio, como un vehículo que choca a cámara lenta, ya era siniestro total. Los amigos contemplaban el derrumbe boquiabiertos. «Eran una pareja extraordinaria», recuerda Benton. «Se parecía a observar cómo se divide una ameba.» Y Bogdanovich dice: «Me sentía terriblemente culpable. Mis padres llevaban años casados, y la idea del divorcio me era ajena. Lamenté lo que ocurrió con Polly. Ella sufrió, y las niñas también, sufrieron también a causa del sufrimiento de Polly. Me arrepiento del dolor que causé. A mis hijas más que nada. Pero también tengo que decir que nunca sentí por nadie lo que sentí por Cybill, fue una de esas épocas en que la vida sencillamente te ordena lo que tienes que hacer, en que no tienes el verdadero control de la situación. No me arrepiento de lo que hice en el sentido de que no volvería a hacerlo si volviera a ocurrirme, porque no fue una película, fue real.»

Entretanto, La última película de Bogdanovich iba consumiendo el circuito de cines de Bel Air. Es fácil comprender por qué el público estaba impresionado. En una era de colores chillones, La última película se filmó en un sobrio blanco y negro, y tenía un aire pobre y polvoriento, Dorothea Lange o Walker Evans en movimiento, o mejor aún, desde el punto de vista de Peter, Ford en su período de Las uvas de la ira. Y, sin embargo, como había querido Platt, tenía una franqueza europea que era totalmente nueva en la pantalla americana, y aún más inusitada en ese ambiente semidesértico: Sonny y su novia follando con desgano en el asiento delantero de un camión, el sujetador colgando del retrovisor, una toma fortuita de sus pechos desnudos, un hecho natural, como la maleza seca que se ve por el parabrisas. En otra escena, los chicos comentan con naturalidad las virtudes de hacerlo con una vaquilla en lugar de una prostituta, y en una fiesta en la piscina de un chico rico, vemos desnudos frontales femeninos y vello púbico.   Pero La última película tiene mucho más que ofrecer que mera excitación. Todo funciona, todo se ve y todo se oye bien. Tim Bottoms es un Sonny espléndido, indeciso y bobalicón, que avanza a tientas por los últimos años de la adolescencia, con unos ojos tristes bajo la pelambrera y parpadeando como si acabara de salir del cascarón y tuviera que aprender a moverse en el extraño mundo de los adultos. Lo mismo puede decirse de Shepherd, como Bogdanovich lo comprendió enseguida, perfecta en cortarle las alas a los muchachos, ensimismada, desconsiderada y tentadora, un bomboncito rubio.  

Y los otros: Burstyn en el papel de la madre aburrida de la chica, atrapada en un matrimonio insatisfactorio tras haber cambiado una vez la riqueza por la felicidad, abrumada por la melancolía, por la sensación de que la vida pasa a su lado sin mirarla; y Cloris Leachman, la esposa solitaria del entrenador, reducida a tener un asuntillo con Sonny; y Ben Johnson, por supuesto, con la autoridad moral del Viejo Hollywood tras todos sus años trabajando con Ford. El único fallo es Bridges, demasiado guapo estilo Hollywood para convencer a nadie en su papel de campesino sureño. Cuando al final cierra el Royal, el único cine del pueblo, alguien dice: «Ya nadie quiere venir. Béisbol en verano, televisión todo el año.» Sonny y Duane llegan a tiempo para la última película, Río Rojo, de Hawks, y ven a John Wayne y Montgomery Clift que ensillan sus caballos para llevar el ganado a Missouri. La última toma es la que queda grabada en la memoria: la desolada calle mayor de Anarene, desierta, el aullido del viento, la hojarasca, trozos de cascote. Es una imagen potente de alienación y pérdida que parece sacada de una película de Antonioni.  

La última película aún no se había estrenado y ya se disputaban a Bogdanovich dos de las más grandes estrellas de Hollywood: Steve McQueen y Barbra Streisand. Según Platt, Peter se atribuyó todo el mérito, y rara vez reconoció su contribución. Es como si me hubiera muerto, pensaba Polly. No podía conseguir trabajo, y tuvo la fantasía de matarlo con el 45 de su padre.   Sue Mengers era la representante de Peter. Retacona como era, casi siempre vestía muumuus y llevaba unas gafas enormes de cristales color rosa; era una mujer chillona, áspera, brusca y muy especial. Cuando asesinaron a Sharon Tate, fue famosa la frase con la que tranquilizó a Streisand, también cliente suya: «No te preocupes, cielo, no están asesinando a estrellas, sólo a actores de reparto.» Una vez dijo: «Soy tan compulsiva que habría contratado a Martin Bormann.» Ali MacGraw la llamaba «la Billy Wilder en mujer». Aunque en su lista tenía casi únicamente estrellas de cine y teatro, empezó a representar también a directores. Al fin y al cabo, estaban convirtiéndose en estrellas. Mengers no decía: «¿Quieres dirigir? Pues vuelve al teatro», sino más bien: «Oh, cariño, te vendes demasiado barato. Stan Kamen te está impidiendo progresar. Yo te conseguiré tu primer millón.»  

Mengers también se hizo famosa por las fiestas que daba en Dawn Ridge Drive. Si uno estaba en el ajo, o si quería estarlo, asistir era obligatorio. Más que nada, eran encuentros de negocios: Ann Margret conoció a Mike Nichols en casa de Sue, y así consiguió Conocimiento carnal; Burt Reynolds conoció a Alan Pakula y consiguió Comenzar de nuevo. Lauren Hutton contactó con Paul Schrader y consiguió American Gigolo. Paul Newman y Joanne Woodward estaban entre los invitados habituales; Woodward siempre se sentaba en una silla a tejer, pero en cuanto alguien encendía un porro, Joanne y Paul se marchaban. La atmósfera se cargaba tanto que a Cybill le daba miedo ir, y Peter tenía que llevarla a rastras hasta el coche.  

Bert no dejó que Mengers viera la película. No le gustaban los representantes, no trataba con ellos; además, pensaba que Sue era una bocazas, lo cual era cierto. Aunque sabía que iba a perder a Peter, no le importaba. Bogdanovich iba entonces detrás de Barbra Streisand, y Bert no manifestaba opiniones sobre la gente, no forzaba a nadie a que trabajara para BBS si no quería. En cambio, Bert sí se la enseñó a Streisand, que se emocionó hasta las lágrimas y quiso que Peter la dirigiera en algo «importante», algo que fuera un vehículo para lucimiento de su interpretación tanto como de su voz.  

Pero Peter le había prometido a McQueen que a continuación haría La huida. Cuando McQueen aceptó otra película, Peter tuvo una salida y un buen día se encontró en el despacho de Calley, quien le preguntó qué quería hacer ahora: «Me gustaría hacer, creo, una comedia alocada», dijo Bogdanovich, tanteando el terreno.  

«Bueno, hazla.»  

«Algo como La fiera de mi niña, un profesor acartonado y una chiflada, vaya, una chica algo extravagante.»  

«Perfecto, adelante.»  

«¿Te gusta la idea?»  

«Claro que sí.»  

Y Peter salió del despacho de Calley pensando: Esto de Hollywood no es tan duro como lo pintan.  

Calley consintió en pagarle 125.000 dólares por dirigir su comedia alocada, más el ocho por ciento del neto. Peter contrató a Ryan O’Neal, pareja de Streisand en aquellos años, para el protagonista masculino. El título de la película sería ¿Qué me pasa, doctor?

En la primavera de 1971, Bogdanovich llamó a Benton y Newman a Nueva York y les dijo que quería hacer una versión moderna de La fiera de mi niña. Encantados, los guionistas volaron a Hollywood para empezar a trabajar en ¿Qué me pasa, doctor? Llamaron a Peter y Cybill a su apartamento de Sunset Towers, un lugar pijo en un edificio art-déco de Sunset Boulevard, en el que también vivía George Stevens. «Habíamos visto La última película, por eso sabíamos que Cybill era una delicia», dice Newman. «Y lo cierto es que era algo extraordinario de ver, un helado de vainilla. Salió del dormitorio y se sentó en las rodillas de Peter, que le dijo “Hola, cariño” y se puso a frotar su nariz contra la de ella mientras Benton y yo los mirábamos.» Peter cogía TV Guide, le indicaba las películas que debía ver. Ella compraba palomitas y caramelos, pizza y Coca-Cola, y se iban juntos al estudio de Warner, donde Peter podía organizar pases de lo que le viniese en gana. Prosigue Newman: «La estaba instruyendo para ser la novia de Peter Bogdanovich. Ella decía: “Me voy a la UCLA a ver…” Abría el programa: “A las tres pasan la de Allan Dwan, y a las cinco y media…, ¿crees que debo quedarme a ver la de Frank Borzage?” Después volvía con las notas que escribía sobre esas películas de autor. De vez en cuando él salía de la habitación y ella ponía los ojos en blanco y decía: “Quiere que de cine lo sepa todo. »   A medida que se acercaba la fecha de inicio del rodaje de ¿Qué me pasa, doctor?, Calley iba poniéndose cada vez más nervioso. Recuerda: «Nos habíamos comprometido con un montón de gente. Teníamos a Barbra, a Ryan, actores importantes. Fue una pesadilla.» En opinión de Calley, el guión era «una absoluta mierda. Se suponía que teníamos que empezar en tres semanas. Un sábado me senté junto a la piscina a leerlo; me entraron ganas de pegarme un tiro en la sien, era algo terrible». Calley llamó a Buck Henry y le pidió que lo reescribiera, pero aún tenía que convencer a Bogdanovich. «La arrogancia de Bogdanovich era monstruosa», dice Calley. «Tenía La última película a punto de estrenarse y estaba insoportable.» Peter le dijo a Calley que se serenase, que ya irían solucionando las cosas. «Yo dirigiré la orquesta», dijo Peter; Calley replicó: «Olvídalo. Esto es un asco, has estado seis meses trabajando en este guión y no podemos hacerlo, no tendrás más remedio que trabajar con Buck.» Henry reescribió el guión en dos semanas. «No era la mejor comedia de la historia, pero funcionó», añade Calley. «Y pudimos hacer un poco de pasta.»  

A Peter, Barbra le infundía un poco de respeto y, por lo tanto, se controló. En la película trabajaron muchos maravillosos actores de carácter de Nueva York, de la lista de Nessa Hyams. «Trabajar con actores de Nueva York era un atractivo para el ego de Peter», dice Hyams. «Descubrir a gente nueva fue un fenómeno típico de los setenta. Después de Cowboy de medianoche, los productores parecían decir: “Consígueme a otro Jon Voight. Hazme otra nueva estrella de cine.”»  

Altman quería trabajar con Michael Murphy, uno de los actores de Peter, en Imágenes, su siguiente película después de Los vividores. Pero Bogdanovich se negó a dárselo. «Se lo guardó para una sola escena, para que estuviera en la calle con una maleta durante un plano largo», recuerda Altman, que nunca se lo perdonó y, tras el incidente, empezó a llamar a Peter «el director Xerox», en alusión a su irritante práctica de hablar de cada una de sus películas refiriéndolas a los grandes directores; por ejemplo: «La última película fue mi película Ford; ¿Qué me pasa, doctor?, mi película Hawks.» Dijo Altman: «Puedo vivir perfectamente sin Peter Bogdanovich… Nunca vi una película suya que fuera pasable.»  

A Bogdanovich las opiniones de Altman no le quitaban el sueño. La última película se estrenó en el otoño de 1971 en el Festival de Cine de Nueva York, donde también se presentó el documental AFI de Peter titulado Dirigido por John Ford. Peter y Cybill volaron a Nueva York desde el plató de ¿Qué me pasa, doctor? para asistir al estreno. Después, la pareja, con Bert y Candice, Jack, Bob, Toby y compañía, se fue a celebrar el éxito de la película en el restaurante italiano de Elaine. Bert, seguro y sonriente, dijo: «Les colé otra.»  

Bogdanovich regresó a Holywood. Estaba en Warner Bros., filmando la secuencia del banquete, cuando llamó Bert: «¿Estás sentado?»  

«En este momento sí.»  

«Voy a leerte la primera frase de la crítica de Newsweek… “La última película es una obra de arte… ¡Es la película más admirable filmada por un joven director americano desde Ciudadano Kane!” ¿Sigues ahí, Peter?»  

«¿Te lo estás inventando?»  

«Sigo: “Es la mejor película de una temporada por lo demás desastrosa.”»  

«Dios mío.»  

Para irritación de Cybill, Bogdanovich llevó a Polly al estreno en el Filmex de Los Angeles. El director se las había arreglado para regresar con su esposa abandonada durante el rodaje de ¿Qué me pasa, doctor?, mientras Cybill estaba en Nueva York filmando spots publicitarios.  

La última película fue todo un éxito, y también la niña mimada de los críticos. Como Peter presintió cuando se metió en el proyecto, alcanzar la mayoría de edad en un pueblo de Texas no era un tema que él conociera a fondo: no sólo había crecido en Nueva York, sino que nunca había alcanzado la mayoría de edad; él era uno de esos niños que sorprendían a la gente como adultos prematuros. Sin embargo, había conseguido hacer suyo el material original, aunque sólo fuera zambulléndose de cabeza en una aventura adolescente con Cybill que provocó los celos de Bottoms y Bridges, una especie de reproducción del argumento de la película. Como habían reconocido Schneider y Rafelson, estéticamente al menos, Bogdanovich era totalmente conservador. Scorsese lo expresa de esta manera: «El último que hizo cine clásico americano fue Peter. Utilizaba el encuadre ancho y la distancia focal profunda. Él sí sabía de qué iba la cosa.» En contraste con las películas antiautoritarias y en clave generacional —como Bonnie y Clyde, Easy Rider (En busca de mi destino) y M.A.S.H—, La última película es reverencial respecto del patriarca, el Sam interpretado por Ben Johnson, que es el maestro, el legislador y la fuente de valores de la que se nutre la película. Con él muere toda una época, como sin duda ocurre en la elegiaca Liberty Valance de Ford.  

Aprovechando el éxito de La última película, Warner decidió atacar frontalmente a El padrino y estrenó ¿Qué me pasa, doctor? en el Radio City Music Hall en Semana Santa de 1972. Streisand y Mengers la vieron juntas en el primer pase y las dos opinaron que era un desastre. Marty Ehrlichman, el mánager de Barbra, le echó la culpa a Mengers. Al salir de la sala le dijo entre dientes: «¿Estás satisfecha? ¡Le has arruinado la carrera!» Una semana más tarde, Calley llamó a Mengers, que estaba en Klosters, Suiza, de vacaciones, y le dijo: «Es un éxito, es un exitazo.» Tras El padrino, que batió todos los récords, ¿Qué me pasa, doctor? sería la tercera película mástaquillera de 1972: veintiocho millones con un presupuesto de apenas cuatro.  

Cuando Bogdanovich regresó a Nueva York, su ciudad, se sentía un conquistador: «Crecí en Manhattan, y volver con treinta y un o treinta y dos años era excitante. La última película, a la que comparaban con Ciudadano Kane, seguía en cartel en un cine del East Side cuando la otra se estrenó en marzo, en el West Side. Y la comparaban con La fiera de mi niña. En ese momento lo tenía todo. Durante la primera y la segunda semanas batimos el récord del Music Hall, una marca que nadie había batido en treinta años. Estuve en el primer puesto de las películas de más éxito de Variety, por partida doble, la mayor parte de ese año, y acababan de anunciarse las nominaciones a los Oscars. La última película tenía ocho, incluidas dos para mí. Lo que más me emocionaba era ver mi nombre en la marquesina sin tener que pedirlo siquiera. ¡Mi nombre en la marquesina! UNA COMEDIA DE PETER BOGDANOVICH. Fue la cumbre de mi carrera, y compensó gran parte de toda la mierda que vino después.»

Fragmentos de El cinéfilo, capítulo 4 del libro Easy Riders, Raging Bulls (Moteros trantuilos, toros salvajes), escrito por Peter Biskind y publicado por Simón & Schuster (Nueva York, 1998). Traducción para la primera edición en español (Anagrama, 2004): Daniel Najmías.

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