Corría el año 1980 y el mundo se encontraba en plena Guerra Fría entre el Bloque Soviético y el Bloque Occidental. La situación fue escalando poco a poco hasta que, tras perder la Guerra de Vietnam, se volvió intolerable para los Estados Unidos que decidió poner fin al enfrentamiento con un triunfo propio. La pregunta era obvia entonces: ¿quién era the best man for the job? Quizás víctimas de su propio cine, los estadounidenses llevaron ese año a la presidencia a Ronald Reagan. ¿Cómo no entenderlos? Reagan había encarnado en la pantalla grande a los dos héroes más importantes a los que se podía aspirar en Hollywood: cowboy y detective noir. ¿A qué otro elegirían para darle batalla a los comunistas? Era la mezcla perfecta entre Kirby York (John Wayne) y Philip Marlowe (Humphrey Bogart). Era como si nosotros pudiésemos elegir a Alfredo Alcón para ir a negociar la deuda externa, el tipo que había sido San Martín.
Una de las banderas de batalla de Ronald Reagan contra el Bloque Soviético fue vender la imagen del modelo americano basado en el mercado como un modo de vida libre, pero también eficiente, veloz, ágil, que resuelve los problemas de la gente de manera concreta mejorando la calidad de vida de todos. Enfrente aparecía la imagen de la economía soviética, estatista como una burocracia, lenta, gris, torpe, improductiva, dilapidadora de recursos y dinero, e insensible a las necesidades de la gente. No hay mejor forma de describir esta imagen (casi cinematográficamente y donde el cine jugó un papel central) que los chistes que Ronald cuenta sobre los soviéticos. Están en YouTube y son muy recomendables.
“Hay una espera de 10 años en la Unión Soviética para conseguir un auto. Entonces va un tipo a la concesionaria y dice: – Quisiera comprar un auto. – Perfecto, se lo entregaremos dentro de 10 años. – ¿Por la mañana o por la tarde? – Si es dentro de 10 años ¿qué importa? Porque a la mañana viene el plomero”.
Esta larga introducción es para enmarcar el mundo en el que se escribe, produce y estrena Los cazafantasmas. Una película hermosamente honesta sobre el espíritu de esa época. Más allá de las posiciones de cada uno, de si creemos en los beneficios de un Estado que regule los desenfrenos del mercado o no, es importante reconocer la capacidad de películas como esta de contar buenas historias y mediante ellas generar el impacto deseado en quien las ve.
La película empieza con una charla entre Peter Venkman (Bill Murray), un chapucero simpatiquísimo que aprovecha una beca de la universidad destinada a investigar eventos paranormales para levantarse minas, y Ray Stantz (Dan Aykroyd), un investigador serio y comprometido con su trabajo. Luego de ser expulsados de la universidad, que se niegua a seguir financiándolos, Ray le pregunta “¿Alguna vez estuviste en el sector privado?” y, con mucha cara de espanto, aclara: “Ellos esperan RESULTADOS”. Corte. La frase da paso a la siguiente escena en la que los vemos saliendo del Bank of Manhattan, donde consiguieron un préstamo para iniciar su propia empresa. Esta escena debería entrar entre los mejores usos del montaje como recurso, en este caso para relatar la facilidad con la que, en el capitalismo de los 80, el sistema financiero apoya económicamente a los emprendedores en sus sueños y esperanzas. En otras películas vendrán las críticas a ese sistema caprichoso y estafador (Wall Street y las más modernas Too Big to Fail y Margin Call). Al mismo Dan Aykroyd le tocaría perder en esta timba especulativa en De mendigo a millonario (1983). Pero por el momento es uno de los ganadores del capitalismo de Ronald Reagan.
Seguimos a nuestros héroes en su emprendimiento, una nueva empresa donde usan sus conocimientos para satisfacer una necesidad (una demanda) que nadie estaba cubriendo. Al principio no reciben llamados, no hay monstruos ni fantasmas, parece que todo es un gran fracaso. Es la historia de todos los emprendedores durante los primeros tiempos: ansiedad, miedo, inseguridades. Pero esto es cine y no la vida real, así que siempre hay luz al final del túnel. Llega esa primera llamada y el mundo se les abre de par en par. Desde ese momento todo es tan cuesta abajo, fácil y rápido, como el tubo por el que se deslizan para ir a cazar fantasmas.
En ese momento de éxito llega Winston Zeddemore (Ernie Hudson) a pedir trabajo. Tomémonos un momento para darnos cuenta de la belleza de esta escena y de lo que cuenta. Siempre existió esta visión, muy real por cierto, de que el mercado de trabajo dejado a la libre fuerza de la oferta y demanda, termina por excluir y dejar en el desempleo a muchos sectores de la población. Sumémosle a eso la discriminación racial. Esta noción, “germinalmente comunista” diría Ronald sin dudas, es refutada hábilmente en la escena en la que Ray contrata a Winston. Ray vuelve a la estación, saturado de trabajo, con un habano en la boca y ve que hay una persona ahí sentada. Inmediatamente la contrata. Hay tanto trabajo, tanto por hacer, que no puede ver que haya alguien sin hacer algo. Ellos son la empresa exitosa, los que se largaron a ver qué necesitaba la sociedad y fueron a satisfacer esa demanda de cazadores de fantasmas y monstruos pegajosos que andaban por ahí. En estas empresas, el trabajo sobra y te contratan al instante, sin burocracia ni demoras. Mucho menos importa el color de piel. A trabajar.
Pero no todo es gracia en la tierra del Señor. Hay problemas en el camino para la joven empresa naciente, inclusive más peligrosos que Drácula, La momia y el Hombre Lobo juntos: los impuestos y el Estado.
Los impuestos se encarnan en el personaje más entrañable de la historia, el contador Louis Tully (Rick Moranis). No hay mejor forma de retratar la visión que tiene de los impuestos el emprendedor de los 80’s de Ronald Reagan. Lo que una vez fue la bandera bajo la cual Estados Unidos dio nacimiento a una de las revoluciones más importante de la historia (“No taxation without representation”, si nos cobran impuestos queremos tener voz en nuestro gobierno) en los 80 se convierte en una cosa pesada, entorpecedora del crecimiento de las empresas, y utilizada para financiar al gran elefante lento e inútil de la inflada maquinaria estatal. No hay forma más honesta para representar esta imagen de los impuestos y a la persona que se encarga de ellos, el contador, que el molesto, torpe, nerd, Rick Moranis. La sociedad toda, condensada en la absoluta y eternamente hermosa Dana Barrett (Sigourney Weaver), siempre va a preferir al chanta encantador de Peter Venkman antes que al nabo de Louis. En el capitalismo del mercado y la ley del más fuerte, el mundo le pertenece a los descarados, a los que se animan, a los intrépidos que salen a adueñarse de todo, que le venden toallas a los pescados y tienen, a la hora de conquistar mujeres, lo que el Negro Dolina describió como “la audacia guaranga de los papanatas”. Es triste Louis, pero en el mundo en que te tocó vivir, las minitas (y representadas en ellas la sociedad) “aman a los payasos y la pasta de campeón”. Desde estas páginas no queremos dejar de expresar nuestra inclaudicable reivindicación de Rick Moranis.
Pero en la película hay un verdadero enemigo, un malo. En Los cazafantasmas el verdadero malo no es el aparente, Gozer El Destructor, sino más bien la burocracia estatal entorpecedora representada en el odioso Walter Peck (William Atherton). Otro gran éxito de casting, ya que Atherton tiene esa capacidad de hacernos odiarlo ni bien aparece (al contrario de Rick Moranis) y ha hecho maravillas en ese papel como el periodista Richard Thornburg en Duro de Matar (1988).
Peck representa todo lo que venimos diciendo sobre la burocracia estatal. Pedante y soberbio, solo existe para poner palos en la rueda de los honestos trabajadores del emprendimiento privado. Les cierra la empresa y hasta hace arrestar a nuestros héroes por empolvadas regulaciones ambientales sobre una compleja e innovadora maquinaria que el ignorante burócrata ni siquiera comprende. ¡Les pide licencias para operar los equipos de protones! ¡Por favor! Está bien, si cruzamos los rayos “toda la vida como la conocemos se detendría instantáneamente y cada molécula de nuestro cuerpo explotaría a la velocidad de la luz”. Estos son equipos que probablemente quisiéramos que el Estado regule. ¿Pero a quién le quieren meter el perro? Si hay algo que todo el mundo sabe, TODO EL MUNDO, es que no hay que cruzar los rayos (y que si viajás en el tiempo no te debés cruzar con vos mismo). ¿Entonces por qué hay que regularlo? Los individuos no son estúpidos. Además, esas licencias seguro tardan años en aprobarse en esas oficinas estatales donde nadie va a trabajar y cierran a las 16 hs. Para cuando las aprueben se llenó de fantasmas el barrio.
Esto representa Peck, el verdadero malo de la película. Por eso es que la batalla final no es en la terraza del edificio. Es en la oficina del Alcalde. Ahí se disputa el destino de la ciudad. Si se deja a la empresa privada hacer lo que sabe hacer y salvar a la ciudad, o prevalece el burócrata entorpecedor y se deja librada Nueva York al caos de fuerzas desconocidas e incontrolables por cualquier decreto, ley o regulación estatal. Esas fuerzas invisibles terminarán por imponerse, a menos que sea la propia iniciativa privada la que las mantenga controladas. Es ahí donde nuestro héroe, Peter, enfrenta y vence al verdadero villano, logrando convencer al Alcalde de lo correcto. Ellos conocen esas fuerzas invisibles y misteriosas, son la iniciativa privada pujante y pueden controlarlas. Por eso el malo no es el Alcalde, porque el político tiene la posibilidad de hacer lo correcto: solamente tiene que confiar en ellos.
Así es como Estados Unidos ganó la Guerra Fría. Sin tirar un solo tiro. Cuando quiso tirar tiros, perdió como en Vietnam. Así que sacó a sus mejores tanques y sus mejores soldados: los John Wayne, los Peter Venkman, todos bajo el liderazgo de Ronald Reagan.
Los cazafantasmas (The Ghost Busters, EUA, 1984), de Ivan Reitman, c/ Bill Murray, Dan Aykroyd, Sigourney Weaver, Rick Moranis, Harold Ramis, Ernie Hudson, William Atherton, 105′.
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Qué crítica tan inteligente.
Y bueno… La realidad se impone al final…
El comunismo cayó por su propio peso y por todo lo que Reagan decía.