En el comienzo de El campo en mí (2024), la voz de su directora, Tamara, alude a los relatos del Holocausto de su abuela Luba diciendo que “siempre estuvieron allí, como el aire que se respira”. Y es inevitable pensar a partir de allí, en la manera en que el recuerdo se trastoca: ese material que es propio del pasado, al ponerse en palabras, al convertirse en relato, se instala en el presente. Pero todavía más, ese “siempre” de la frase agrega un detalle extra: no es solo presente, sino continuidad. Una persistencia que lo aleja de la noción de recuerdo –relacionado con la vivencia estrictamente personal- para transmutarlo en otra cosa en el acto de contarlo –para que adquiera un carácter colectivo.

El título del documental –que previo a la visión de la película porta una ambigüedad centrada en la significación múltiple de la palabra “campo” en Argentina- subraya el planteo. Implícitamente señala la transmisión que todo relato importa entre narrador y espectador o escuchante. Cuando ese relato se plantea, como aquí, de manera permanente, deja de ser tal  para constituirse en atmósfera, en espacio en el que las coordenadas se modifican. Se transforma en punto de referencia desde el cual partir. Tamara lo señala en algún momento de forma explícita: “comparado con el Campo, nada es grave”, dice y eso comporta una suerte de frontera y a la vez se constituye como un faro que permanece dando señales. La abuela Luba transmitió a la familia su experiencia a lo largo de su vida, dejándola como una marca que involucra a la totalidad. Tamara, su nieta, explora, se pregunta ahora cuánto de todo aquello ha quedado como sedimento en su vida.

No deja de ser curioso que a pesar de ello no se replica el relato de Luba. No accedemos como espectadores a lo que le ocurrió, salvo por un puñado de detalles, que el documental inserta como una voz en off. Comprendiendo que el horror ya ha sido narrado (por otras voces en el espacio público, por la misma Luba en el entorno familiar), el relato se restringe a un par de episodios laterales (las pastillas de cianuro, la fila para cortarse las venas en el vagón en Treblinka; el episodio de la ropa en la mansión abandonada, tras la liberación). Es la omisión lo que da cuenta de ese tiempo y espacio no narrado y que se intuye en un par de momentos (cuando Tamara recalca que a Luba no le gusta que la filmen; cuando en la entrevista en el Shoah Foundation Institute responde que no quiere contar cómo influyó su historia en la educación de los hijos), y que se refleja en la decisión de obviar el testimonio documental institucional. Hay un sobreentendido que interpela al espectador para que complete la imagen de Luba, partiendo de una serie limitada de elementos –una serie cuyos nombres podrían ser Bialystok, Treblinka, Trenes, Nazis- a la que debe sumarle lo ya conocido, lo que se conoce previamente como parte de la narrativa del Holocausto Judío.

Esa imagen de Luba, poderosa en tanto concentración de la mirada del documental, no se cierra sobre sí misma, sino que despliega su influencia familiar. Eso que el título postula como búsqueda individual –“qué del campo subsiste en mí”- se vuelve registro colectivo. Si al comienzo refulge la centralidad de la relación entre abuela y nieta, con el correr de los minutos, la estrategia se amplifica alcanzando a todas las mujeres de la familia. Son Luba y sus dos hijas, y la hija de una de ellas y las dos hijas de ésta; lo que se define como el linaje femenino deja fuera del relato a los hombres (casi siempre reducidos a un lugar decorativo, con la única excepción posible del momento en que se le da la voz al padre de Tamara). La transferencia es por la sangre y por las mujeres. Son esas voces –abuela, tías, hijas- las que recuperan oralmente los rasgos más superficiales de ese legado que alcanza a la segunda generación posterior a Luba: de las “Lubiadas” relacionadas con el dinero al miedo a la muerte o la obsesión con el hambre, o a los elementos que parten de una subjetividad (la abuela reconociendo en Tamara a una mujer de espíritu libre; la nieta sintiéndose con la misma fuerza que Luba). Lo que queda es algo más profundo y tiene que ver con ese espíritu de unidad que parece provenir directamente de Luba, de ese fragmento en el final donde rescata haber podido formar una familia. Las imágenes que Tamara rescata del archivo familiar reflejan ese lazo sostenido por las mujeres, y que atraviesa nacimientos, cumpleaños y casamientos. En esos momentos simbólicos reside la construcción de esa familia que es, a su manera, sobreviviente de los tiempos, como Luba. En todo caso, le cabe a Tamara la tarea de recuperarlo, de poner esos registros en un orden que le permita dar cuenta de ello. Como si hubiera transpolado esas líneas que marcan sus pies y que son la carga del linaje, a una sucesión de imágenes que logra ponerlas en pantalla.

El campo en mí (Argentina, 2024). Guion y dirección: Tamara Mesri. Fotografía: Margarita Almirón, Mariana Manuel Bellone, Tamara Mesri. Edición: Tamara Mesri, Camila Sassi. Duración: 62 minutos.

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