afiche-inseparables-baja Será de dios. Llámenlo como se les cante (olfato, intuición, sexto sentido), si me la veía venir. O mejor, digan directamente que es una especie de deformación profesional, aunque se parece más a un trauma o a una reacción inmunológica que me provoca el contacto con determinadas cepas del “cine mainstream”. Es que sufro de hipersensibilidad a Adrián Suar; Suar me duele.

Ya que estamos, ¿quién o qué es Suar, Adrián? Se los contesto rápidamente y en muchas palabras. Más grande que sí mismo, Suar pertenece a la categoría de seres humanos que han superado los límites de la carne y la identidad personal hasta derramarse en cada una de nuestras almas. Se ha convertido en un verbo (en knowhow, modus operandi, raison d’être). En una de sus facetas preeminentes, Suar es, por supuesto, la mano ostensible y visible del mercado escribiendo en los guiones publicitarios bajadas del estilo “una comedia desopilante para toda la familia”; es decir, que viene a representar algo así como al Rey Midas de los estereotipos sociales de clase media y cada cosa que toca la reduce a este, su verdadero único oro, una entidad vaciada en el mismo molde que Gerardo Sofovich (QEPD hasta el apocalipsis zombi), Tinelli, Lanata, Majul o Fantino, yerno perfecto de las viejas chotas acostumbradas a intercambiar progreso y retroceso moral y constituirse en el margen que desempata una elección para el lado del suicidio en masa, numen inspirador de Catalina Dlugui (Que En Paz Disfrute de su jubilación), reflejo aspiracional y fantasía erótica de las parejas que veranean en las playas con olor a pis y bronceador barato de Mar del Plata, lo plebeyo con pretensiones aristocráticas, el mediopelo, el piojo resucitado: ¿se entiende el concepto?

Ahora, tomo aire. Perdónenme –perdón, Adrián–, puedo ponerme insoportable, lo sé. En realidad quizás ni sea su culpa; no es con él en tanto que persona (ya dije que no es una persona). Acuso a la atmósfera alienígena de estos nueve meses de liberalismo ultramontano que me sofoca y me torna más susceptible que de costumbre. De hecho, creo que mi bronca está dirigida más que nada a la TV y al cine de entretenimiento (dos máquinas infames) y si me desquito con el pobre Adrián Suar es solamente porque investigando en Wikipedia encontré que Marcos Carnevale, el director de Inseparables, el bodrio que fui a ver la semana pasada al cine y que motiva esta crítica cargada de resentimiento populista, es gerente de contenidos Pol-ka.

Prejuicioso, caigo en la falacia de culpabilidad por asociación, pero si de algo les sirve, en el pecado encontré la penitencia. Después de todo, la gente está en su derecho de comer mierda si así le place y algún benefactor de la humanidad tiene que proveérsela a precios casi razonables. Es justo. Es necesario. Es democrático, como lo son incluso y más que nadie los ex amigos de ex represores. O sea que mi queja nada tiene que ver con Suar o con Carnevale y mucho menos con Pol-ka o canales como el 11, el 2, el 13 o la TV Pública, en fin todos los canales de aire, o con ninguna de estas personas y conglomerados de personas que son tan democráticos que jamás caerán en el vicio verticalista dirigista estatista de “educar al soberano”. El mercado es más humilde, reconoce la sabiduría intrínseca del individuo aislado y le da lo que libremente pide. Carnevale sin ir más lejos fue el guionista de Esa maldita costilla o Papá es un ídolo, grandes éxitos en las mejores salas, y dirigió Corazón de león, la película de 2013 donde Francella hace de un enano romántico y multimillonario que se levanta a Julieta Díaz y cuyo resultado neto, en pantalla, no es ni una fracción de lo aberrante de lo que podría inferirse a partir del storyline que les acabo de presentar. Pero vamos a la película que nos compete.

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Por si no lo sabían, Inseparables es la remake nacional de Intouchables, una comedia francesa de 2011, protagonizada por François Cluzet (Les petitsmouchoirs) y Omar Sy, dos nombres fuertes del cine comercial europeo. Intouchables es buena, me atrevería a decir que muy buena, y la vio mucha, mucha gente, llegando a convertirse en la tercera película más taquillera de Francia. Basada en una historia “real”, su argumento trabaja un motivo descaradamente fayuto, falso, hipócrita, pero que ablanda corazones, un favorito de las malas conciencias burguesas y al que podríamos llamar el relato de “amigos impensados”. En este tipo de historias, dos personas que en condiciones ordinarias no se darían ni la hora, que hasta podrían odiarse, terminan volviéndose mejores amigos a causa de algún obstáculo que les pone la vida. El dinero, los apellidos, el temperamento, el color de la piel, las desigualdades sociales o el planeta de origen, no cuentan para nada. Lo importante aquí es la “calidad humana”. Entre otras, Enemigo mío (la película de los ochentas en que Dennis Quaid embaraza a un extraterrestre hermafrodita… gracias Sci-Fi), Sueños de libertad o Toy Story exhiben esta estructura narrativa que ocasiona poluciones nocturnas a Santo Biasatti. Pero antes de seguir, sin repetir y sin soplar, le propongo, mi estimado lector, que haga un veloz recuento mental de las parejas interraciales del estrellato yanqui, europeo y/o internacional, empezando… ya. El número se acerca al cero absoluto, ¿no es cierto? O mejor, dado que usted, mi monísima lectora, pertenece a un segmento muy específico de la clase media (pues se encuentra leyendo una revista digital de cine y no, pongamos por caso, la cotización del euro en El cronista comercial; ya que «puede leer» mi florida prosa, en vez de retirarse extenuada por lo arduo de la tarea y entregarse en alma y vida a los cotilleos de la revista Pronto), le solicito haga bien contestar: ¿de qué miembro de la familia Etchevehere o Macri es íntima amiga? ¿Cuántas veces fue a almorzar a la casilla de una tía o un suegro en la Villa 31 o los Piletones?

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No, en el 99.99% de los casos, el origen social es el destino social, y el círculo en que de verdad nos movemos, la gente con la que podríamos compartir el lecho o el pan, está marcado a fuego por la clase. El resto es puro verso. (No soy marxista, pero gracias, Marx).

Intouchables e Inseparables cuenta entonces la historia verídica pero estadísticamente mentirosa de dos amigos, uno rico, culto, refinado y tetrapléjico (François Cluzet y Oscar Martínez) y el otro pobre, ignorante y vulgar, pero eso sí, sanito (Omar Sy y Rodrigo de la Serna), que llegan a conocerse porque el primero necesita a alguien que lo cuide y busca a una persona que no le tenga “compasión”. Ergo, que sea pobre, esa forma de invalidez social. El pobre está autorizado a maltratar al rico –en la primera parte de la película, Sy/De la Serna le tira agua hirviendo en una pierna a Cluzet/Martínez para comprobar que carece de sensibilidad nerviosa–; en primer término, porque es ignorante, no entiende, pobrecito el pobre, y en segundo lugar, porque la vida lo ha hecho de esa manera (duro, implacable), la pobreza ha curtido al pobre, le ha enseñado a distinguir lo sustancial de lo accesorio, una forma elemental de la ética y la honradez.

Más allá de mis sesudos análisis sociológicos, lo cierto es que, en la versión original, la parte más gruesa de la eficacia narrativa reposa en la verosimilitud del abismo social que se abre entre los dos protagonistas y en la espontaneidad con la que a partir de allí se construyen los distintos gags que se extienden a la manera de puentes que cierran dicho abismo. En este sentido, Omar Sy en particular, y Intouchables en general, tienen dos o tres cosas a su favor de las que carecen De la Serna e Inseparables. Primero, su negritud. Omar Sy mide más de un metro noventa, es un morocho gigantesco y dueño de una corporalidad imponente, antítesis manifiesta del desgano y la fragilidad del personaje de Clouzet, a quien puede levantar en andas como si fuera un muñequito para pasarlo de la silla de ruedas a la cama, lo que en una sociedad tan racista como la francesa le otorga una cualidad claramente amenazante y lo convierte en un símbolo de la otredad absoluta. En Driss, así se llama el personaje de Sy, se entremezclan los antagonismos coloniales (el personaje es senegalés), raciales (es negro), de clase (es pobre y ex convicto), todo por el mismo precio. El pavor o el escándalo que suscita en los aristócratas y grandes burgueses que conforman el universo que habita Phillippe (el personaje de Clouzet que en la versión argentina tradujeron lógicamente como “Felipe”; Driss, en cambio, pasó a ser “Tito”, otro detalle inolvidable) resulta sumamente creíble. Driss introduce un elemento no sólo de peligro sino de bienvenida incertidumbre y aire fresco en un ecosistema social dominado por las normas más estrictas de etiqueta y respetabilidad.

descargaImaginemos este mismo escenario, extrapolado punto por punto a la realidad argentina, ni más ni menos lo que intenta hacer Inseparables. ¿Funciona? Ni a palos, no way José. Lo que nos lleva al segundo ingrediente malogrado en nuestra adaptación local: la frescura de la película original.

En la persona del churro, divino, bombonazo de Rodrigo De la Serna que a lo largo de toda la película viste como un maniquí de boutique de Palermo, Inseparables comete un desliz gravísimo en cuestión de reparto, vestuario, guion y puesta en escena que a partir de hoy pasaremos a denominar el “lapsus Cris Morena”. ¿Se acuerdan de las huérfanas impecables de Chiquititas? Como si las clases altas argentinas no pudiesen percibir en el pobre más que una versión deficitaria de sí mismas y el pobre fuera equiparable a un rico pero sin plata que, de tenerla, actuaría igual que él, se vestiría igual, frecuentaría los mismos lugares, sólo que con un poquito menos de charme (lo que, pensándolo bien, tal vez no suene tan descabellado); o, segunda hipótesis, como si la condición real del pobre les importara un bledo y cuando la máquina ficcional lo exige se limitaran a utilizarlo a la manera de un simple arquetipo, de prótesis narrativa carente de toda entidad social, sociológica o psicológica, el “lapsus Cris Morena” consiste en la estetización de la pobreza. El personaje de De la Serna, Tito, nos muestra un pobre de caricatura. La forma en que se hace el guapo, en que fuma porro, en que putea, en que baila, en que trata a su familia, a sus colegas, a las mujeres en general… hasta el más mínimo detalle aparece impostado. (En una de las pocas escenas añadidas a la película original, Tito le “roba” un beso al personaje de Carla Peterson, la secretaria de Felipe, de la cual nos enteraremos, al final de la película, que es lesbiana. No me alcanzan todos los paréntesis del mundo para comenzar a enumerar la cantidad de prejuicios y distorsiones que se ponen en juego en el escaso minuto que dura la secuencia; se lo dejo al lector, si es lo suficientemente masoquista). Parafraseando al Indio Solari, a De la Serna –no sólo a él, también está el personaje secundario de su hermano, otro que podría haber salido de Chiquititas–, el acento del barrio le sale mal. Le falta cara de motochorro, de inseguridad, de choriplanero, de titular de Crónica TV y quizás consciente de ello, cuando actúa, sobreactúa. Lo perdonamos, culpa suya no es.

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En Decir casi lo mismo, uno de sus libros más interesantes y menos conocidos, Umberto Eco (QEPD y bien lejos de Sofovich) argumenta que los malos traductores son aquellos que traducen sin interpretar. Una verdad de Perogrullo, señalarán mis sagaces lectores y yo retrucaré que sí, pero no para todo el mundo. Al menos no en estos tiempos de capitalismo berreta; no para Adrián Suar, Cris Morena, Marcos Carnevale o los productores de Inseparables, a la que ojalá le vaya muy mal. Por apurados, cobardes, perezosos o tacaños. Cualquiera de estos cuatro pecadillos alcanzan para estropear una película que, a pesar de toda mi perorata marxistoide de un par de párrafos más arriba, andaba. Ese es el riesgo con las “remakes”, todavía no inventaron la máquina de traducir contextos sociales y entonces hay que laburar, poner platita, dedicarle tiempo para que la cosa salga más o menos bien. Copiá el guión tal cual y perdés lo más jugoso, porque Francia no es Argentina y a Rodrigo De la Serna le falta pigmentación en la cara. Hasta me puedo imaginar la disyuntiva de los productores (si no se les pasó de largo, lo cual es posible): ser conservadores y calcar plano por plano una película que funcionaba en el contexto europeo, o bien, tomarse el tiempo de hacer los cambios y ajustes necesarios que le permitieran a la película permanecer fiel a su esencia, más que a la cáscara del relato. Los mediocres resultados están a la vista. Es el riesgo de confiar en el marketing por sobre la sociología, si bien puede ser que los números les terminen cerrando. (Las parejas de viejos sentados en las butacas del medio se reían a mandíbula tendida, mientras yo me frotaba las sienes). ¿Al fin y al cabo, de que otra cosa es sinónimo Adrián Suar sino de películas malas, pero muy rentables?

Inseparables (Argentina, 2016) de Marcos Carnevale, c/Rodrigo de la Serna, Oscar Martínez, Carla Peterson, Alejandra Flechner y Flavia Palmiero, 107’.

Intouchables (Francia, 2011) de Olivier Nakache y Éric Toledano, c/François Cluzet y Omar Sy, 112’.

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