para mi hijo, Antonio, que me lo pidió con los ojitos aún

colmados por esa batalla grandiosa…

Un régimen imperial medieval atravesado por una revolución industrial tardía y una modernidad occidental implacable; una Guerra Mundial (la Segunda según los libros de historia) agobiante; una alineación total a la cruzada nazi y un expansionismo cruel y despiadado por Asia (especialmente por China y Corea); un Pearl Harbor; una doctrina kamikaze de lo innegociable (la identidad, el honor, el orgullo y la valentía, aparentemente); la fusión del átomo; el Proyecto Manhattan; dos bombas atómicas; un país arrasado y devastado económica, humana y culturalmente; una guerra atrozmente perdida; una sociedad perdida; miseria y hambre escandalosas; radiación nuclear; una practicidad envidiable; un acto casi de antropofagia al devorar al enemigo sagrado para adquirirle el poder; el béisbol, entonces, como el nuevo deporte nacional; el motor y la industria metalúrgica; la tecnocracia; el circuito integrado; la reinvención de un país devastado en un país potencia mundial; electrónica, motores, ingeniería, economía capitalista de mercado brutal y efectiva; sistemas de producción y eficiencia inigualables; la vieja isla renacida como el sol de su bandera; el manga; el anime; el inconsciente colectivo dañado de un pueblo milenario; los rostros de personajes con fisonomías absolutamente occidentales viviendo historias orientales (¿?); los ojos barrocamente redondos y agrandados; la tecnocracia como “salvadora”: el robot gigante (el meca) piloteado por un hombre como la redención de cualquier ataque exterior (alienígena) o interior (demonios de todo tipo); una cultura transculturada ‒más que híbrida‒ parafraseando a Cornejo Polar; la exportación de esa cultura al mundo entero y una misma moraleja (¿enseñanza, parábola…?) siempre presente: reinventarse en el fracaso, la autosuperación personal como símbolo de la superación colectiva, el trabajo en equipo como proceso ineludible para el éxito, la crueldad y el dolor como combustibles para esa autosuperación, el deseo, el humor torpe y el ridículo como ecualizadores de ese dolor, la persistencia y el sacrificio en y contra la adversidad y el poder de la superación más que como operación redentora como forma de vida ‒disciplina‒ constante… En esta coyuntura, entonces, el gran maestro Akira Toriyama, en 1984, lanza el manga de Dragon Ball y en 1986, la empresa Toei Animaciones, lanza el anime. Comienza, entonces, mundialmente, la leyenda de Goku y los Guerreros Z. Comienza su legado inmortal.

Dragon Ball Super: Broly, retoma un viejo personaje y lo actualiza: Broly, el que otrora fue el “saiyajin legendario”; sin embargo, contar la historia y/o la trama de esta última película dirigida por Nagamine ‒que reivindica de forma extraordinaria el papelón que fue la anterior, Dragon Ball Z: la batalla de los dioses (2013)‒ sería más que infructuoso o tedioso, dilatante… No, de Dragon Ball Super: Broly hay que hablar de otras cosas: hay que hablar del amor entre padre e hijo; hay que hablar de cómo ese amor se transpola violentamente en presión, en exprimir el limón al máximo; hay que hablar de los Abraham que lejos de sumisamente querer sacrificar a los Isaac ante el mandato de Dios, los salva ‒para la parálisis cerebral de Kierkegaard‒ mandándolos en cápsulas espaciales a otros planetas; hay que hablar de reinos perdidos; hay que hablar de enemigos derrotados a los cuales hay que seguir reviviendo para volverles a ganar la misma batalla, una nueva batalla; hay que hablar del amor por el enemigo; hay que hablar de la ayuda al enemigo para que se supere a sí mismo volviéndose, así, un mejor enemigo; hay que hablar de las transformaciones de uno en uno y para los demás; hay que hablar del poder de las transformaciones; hay que hablar de cómo ese poder tiene como vertiente principal al dolor más profundo: el de la humillación propia y el de los que uno quiere, la gente que uno ama; hay que hablar de cómo lo físico no es más que una somatización del alma; hay que hablar de animación japonesa brillante, vertiginosa, alucinante; hay que hablar de las artes marciales y su poder tanto destructor como creador; hay que hablar de dragones, esferas, sabidurías y deseos cual lámpara de Las mil y una noches que prolongaba de a dosis la vida de una ingeniosa Sheretzade; hay que hablar de desafíos y de fusiones y de saberse fusionar con el otro para potenciar el uno mismo; hay que hablar de saber (re)conocer cuándo uno necesita ayuda y la pide sin pudores; hay que hablar del trabajo en grupo donde el fin justifica todo medio; hay que hablar de cuando los medios justifican, en realidad, a los fines; hay que hablar del humor como mediador de toda tragedia; hay que hablar de la inocencia de niño que no se pierde por más curtido que esté el adulto; hay que hablar de otros mundos y otros cielos y otros inframundos y otras especies y otros seres que, a pesar de las distancias, hablan el mismo idioma; hay que hablar de la lealtad; hay que hablar de la fraternidad más que de la amistad; hay que hablar del fuego del volcán habitando lo profundo de la tierra llena de nieve en su superficie; hay que hablar de los destinos y sus fatalidades; hay que hablar de los mundos que se destruyen por una sola y miedosa voluntad; hay que hablar de lo shakespereano que engendró a lo freudiano y hay que hablar del gran Goku, ese saiyajin de clase baja al cual su padre Bardock salvó ‒al igual que fue salvado Kal-El por su padre Jor-El‒ de la destrucción de su planeta (Vegita, a manos de Freezer) mandándolo a la Tierra en una cápsula espacial y cómo ese niño extraterrestre se adaptó al mundo humano, a sus pasiones, a sus paisajes, y entrenó, y se transformó en un luchador legendario que en medio de una batalla memorable pregunta qué significa la palabra “inhóspito”; un niño en cuerpo de adulto que entre su inocencia nunca perdida y su poder de batalla gigante jamás encuentra un techo para dicho poder (y dicha inocencia) y por eso quiere desafiarse y superarse así mismo todo el tiempo; por eso revive a sus enemigos más temibles para poderse ‒a lo Fischer contra Spassky‒ medir contra ellos nuevamente, para medirse a sí mismo constantemente; hay que hablar de Vegetta y su nobleza a pesar de sus tristezas y complejos y su carácter iracundo y corrosivo; hay que hablar del sentido de la grandeza que se actualiza entre la nostalgia del recuerdo y la inmediatez del presente sin tregua; hay que hablar de cómo ser grande siendo siempre un niño; hay que hablar del poder del saiyajin, del super saiyajin, del saiyajin dios, del saiyajin blue, de Gogetta, de Gogetta blue; hay que hablar de dejarse de joder e ir al cine a disfrutar como locos de Dragon Ball Super: Broly y gritar sin pudores cuando el ki se enciende y la transformación es inminente; cuando la risa y el drama atraviesan e interpelan por igual y, sobre todo, cuando la inmortalidad ‒¿de una saga, de un anime, de una historia memorable?‒ se sigue reinventando es su propia esencia intransferible de valores: transformarse (superarse) a uno mismo noblemente para, quizás, empezar a transformar a los demás a pesar de que para ello, haya que llevarse todo puesto.

Dragon Ball Super: Broly (Doragon boru cho: Burori, Japón, 2018). Dirección: Tatsuya Nagamine. Guion: Akira Toriyama. Dirección de animación: Naohiro Shintani. Dirección de arte: Kazuo Ogura. Voces: Sean Schemmel, Christopher Sabat, Vic Mignogna, Chris Ayres, Sonny Strait. Duración: 100 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: