Un grupo de amigos montañistas encaran en el año 2008 el ascenso al Dhaulagiri, en los Himalayas, séptimo pico más alto del mundo. La idea es registrar el proceso completo de la travesía para un documental. Guillermo Glass, uno de los miembros del grupo, es quien filma y tiene una productora que se dedica a realizar trabajos documentales sobre montañismo, lo que permite inferir que el planteo original era que esas imágenes tuvieran una circulación acotada.
Pero algo sucede. El ascenso deviene tragedia. El documental no concluye y las imágenes quedan congeladas en un archivo. ¿Qué es lo que las saca de ese encierro?¿El duelo?¿El tiempo transcurrido? ¿La necesidad de recuperar las imágenes, que de otra manera se evaporan, del amigo perdido?
El documental que se retoma en 2016 ya no es lo que iba a ser. Ya no es el relato de una conquista o un intento, sino el de un fracaso. ¿Es justamente el fracaso el que hace que esas imágenes cobren un valor más allá del círculo primigenio? El documental trata de disimularlo, aunque el desenlace de la historia de 2008 quede claro en las primeras escenas, cuando se recorren algunos recortes de prensa de la época. Trata de narrar la historia como una recuperación de un pasado de felicidad. Reconstruye la secuencia como un camino hacia la cima, siguiendo una cronología prácticamente inalterable. Solo en el tramo final se admite lo irreversible, pero con un detalle interesante: el fracaso no deviene de la imposibilidad de llegar a la cima, sino de entender que en ese momento los cuatro miembros están separados, como si la naturaleza misma los hubiera descuartizado.
Esa secuencia admite, entre líneas, la existencia de un hueco. La ausencia de las imágenes en paralelo con la ausencia del cuerpo. Y lo que no está, debe reconstruirse. La narratividad de Dhaulagiri no admite esos espacios vacíos, y entonces ficcionaliza el tramo final del recorrido (el ascenso a la cima de uno de ellos; el intento de Darío por llegar, pudorosamente limitado a la visión de Christian, quien lo espera asumiendo un riesgo extra) y lo hace con verosimilitud, pero sin negar su carácter (el desmembramiento del grupo, la continuidad de a uno en los que quedaron, impone a la cámara como un artificio que recrea).
Una dualidad que puede parecer curiosa e inesperada, pero que si se tiene en cuenta la constante búsqueda de un equilibrio entre las partes, no lo es tanto. Si el universo que va de lo documental a lo ficcional se detiene en esa delgada línea, la reiteración de esa persistencia de equilibrista termina conspirando contra los resultados. De allí que se perciba más como una indefinición estructural. Una apuesta que no va a fondo ni en la recuperación de la imagen de lo que se ha perdido ni en lo que implica, como práctica, el montañismo. Una pelea sin decisión entre las palabras que insisten con algunos tópicos caros al alpinismo (el mito de la montaña, la significación de los ocho mil metros de altura, la influencia del espacio y el clima sobre los cuerpos y las mentes) y las imágenes que parecen ir en otra dirección. No deja de ser sintomático que los miembros de la expedición señalen la imponencia de la montaña vista desde la base, por ejemplo, mientras no hay ninguna imagen que permita comprender esa sensación desde lo visual.
Posiblemente la raíz de esta virtual disociación entre la oralidad y lo visual se entienda a partir de la conciencia que los montañistas tienen de la presencia de la cámara y que delata cierto interés original por dotar de épica al relato. En cada instancia en la que los personajes hablan, lo hacen a cámara, quitándole naturalidad al registro. La cámara no está entre ellos como un testigo de los hechos y los diálogos, sino que funciona como punto de partida para la reflexión o el comentario de los expedicionarios. Por el contrario, el registro de los sucesivos ascensos, que amplifican desde la imagen y el sonido el cansancio de las piernas, la respiración dificultosa, las inclemencias del tiempo, se revelan no solamente como fragmentos significativamente más poderosos, sino que en ellos puede atisbarse lo que Dhaulagiri como película pudo haber sido y que lamentablemente no llegó a ser.
Dhaulagiri, ascenso a la montaña blanca (Argentina, 2017), de Guillermo Glass y Cristian Harbaruk, 70′.
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Excelente documental, con muy buena fotografía, muy buena música y un guión muy elaborado, que mantiene la atención del espectador/a en todo momento, aunque se trate de espectadoras/es que nunca hayan practicado deportes de montaña. En definitiva, se trata de un documental que a pesar de las peripecias de la aventura, es un canto a la vida intensa, a la amistad, una forma particular de relacionarse con la naturaleza, una forma de entender y practicar el montañismo -estilo alpino en el Himalaya-, una forma de hacer y producir cine, la motivación, la solidaridad al interior del grupo y de otro grupo para con ellos. Relata las peripecias -en dos temporalidades- de cuatro amigos argentinos, con amplia experiencia en la montaña, deciden escalar uno de los catorce «ochomiles» del mundo y además filmar la experiencia con medios reducidos, sin guías, sin oxígeno artificial, porteadores, cocineros, ni equipo de producción. La simplicidad y la humildad de los protagonistas está muy lejos de dar al relato un tono heroico ni tampoco trágico, a pesar de la intensidad de las vivencias que se presentan y la polivalencia de las labores que realizan.