Por Marcos Vieytes.

El valor subversivo de la adolescencia, si alguna vez lo tuvo, pareció darse en el cine por vez primera durante los 50, cuando surge como sujeto sociológico prontamente devenido consumista, y Hollywood instaura a James Dean como receptáculo icónico de todas las ambigüedades habidas y por haber dentro y fuera de la propia industria. Los patrones de cambio discursivo impuestos a fines de la década por los nuevos cines en general y la Nouvelle Vague en particular, propiciados desde la ficción francesa por la arenga de Daniel Gelin en Rendez-vous de juillet, de Jacques Becker, van a ser concretados por hombres jóvenes ávidos de voluntad de poder, no infantil como en el adolescente que demora su crecimiento porque no encuentra las maneras, o hasta porque presiente la fatal irreversibilidad del proceso. Lo que la aparición del adolescente puede que haya introducido, o acelerado, fue la emergencia política del cuerpo en las imágenes, un protagonismo más enfático del deseo físico, que acabará cristalizando durante los 60 y los 70, junto a la liberación sexual y el auge y declinación de las utopías revolucionarias. Desde  que el tándem George Lucas – Steven Spielberg llegó a la cumbre del imaginario global de consumo cinematomercadístico, el paradigma dominante pasa a ser el de una adolescencia que abandona precozmente la infancia, entendida como construcción idealista erigida alrededor del altar de la inocencia, y accede tardíamente a la madurez, o no lo hace nunca.
Un lugar común de la crítica consiste en dar por sentada la naturaleza anárquica de la comedia cuando, en el mejor de los casos, naturaliza nuevos imaginarios sociales a través de la distensión risueña, siendo mucho más reformista que revolucionaria, razón por la cual se ha visto expulsada de cualquier proceso extremista, ya sea de izquierda o de derecha, así como de lo sagrado institucional. Mi tipo de comedia preferida es aquella que se concibe a sí misma como reverso de la tragedia, capaz de configurar una carcajada que, más que risa, sea una mueca, o una semisonrisa cuyo distanciamiento no sutura nunca del todo la desolación. Son formas de conjugar –o conjurar, o jugar con- la muerte, verdadero nudo y motor de esa concepción de sentido del humor que va de Lubitsch a Wilder, de Jerry Lewis al Carrey que de vez en cuando entiende la desarticulación siniestra y oscura de aquel (cuando no escribe al pie de la letra torcida del Jack Lemmon que se traviste en Una Eva y dos Adanes), del más feroz Monicelli a Monty Python. Lo que en este país se ha llamado Nueva Comedia Americana ha bebido en ocasiones, con más desafuero superficial que cinismo, esa bebida blanca que raspa y quema pero sana, pese a que, en líneas generales, todo trago fuerte que se nos de a beber en ellas viene acompañado del correspondiente comprimido contra la resaca, santo y seña de la cultura estadounidense del espectáculo en la que todo veneno tiene un antídoto a mano.


El comienzo de la tercera parte de ¿Qué pasó ayer? incluye a un cementerio, como en el de Amigos míos Acto II (El quinteto irreverente, Mario Monicelli, 1982), la más brutal y brillante comedia italiana de todos los tiempos, nihilista más que políticamente incorrecta. Toda otra comedia empalidece a su lado y ésta también, que, como aquella, forma parte de una saga cuyos protagonistas ponen en cuestión las ventajas del crecimiento. Detengámonos aquí un momento para señalar ciertas diferencias. En la italiana ninguno quería crecer sin que se nos presentaran mecanismos de negación demasiado evidentes. A esa altura del partido (todos tenían más de 50 años), era una decisión tomada con toda conciencia, o con la suficiente como para no jugar el juego neurótico de la autocompasión. Aquí solamente el personaje de Zach Galifianakis se encuentra en una situación algo parecida, pero el diseño caricaturesco le quita peso moral, reduciendo la anécdota a travesura de pendejo. Con todo, es el único interesante, no tanto porque a su lado hay tres boludazos (uno de los cuales queda velozmente al margen de la aventura), personajes desdibujados y las peores versiones del adulto en tanto conformistas socialmente adaptados, sino porque él, con su egocentrismo casi lactante de tan pueril, es lo único realmente vivo de la película, además del chino loco, extranjero, puto y fuera de la ley, sin que esta caracterización alcance otra dimensión reivindicativa que la del infante reclamando por los cuidados básicos (el espectáculo de la infantilización resultaba algo más interesante contra el fondo de la disputa eleccionaria en Locos por los votos). Como en muchos dibujos animados, no hay adultos atractivos –si es que hay adultos- y entonces todos los conflictos se vuelven de cabotaje. A diferencia de los de Amigos míos Acto II, los gags se suceden sin la libertad estructural dada por la naturaleza episódica desafiante de aquella, ni despliegan su inteligencia y radicalidad. Estas travesuras jamás ponen en peligro orden simbólico alguno, y las más políticamente incorrectas ya no lo son, en parte, debido al contexto desacralizado en que se producen y exhiben, y también porque la digitalización diluye su potencial iconoclasta.

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