01Como todas las demás, la historia del cine también es un gran relato. O, mejor dicho, una encrucijada de grandes relatos en la que confluyen diferentes puntos de vista. La perspectiva que se ha transmitido en determinados contextos parte del idealismo baziniano y tiende a construir una línea sucesoria que empieza con el cine clásico de Hollywood y termina, ahora mismo, con la emergencia del cine asiático contemporáneo. Sin embargo, ese itinerario incide de maneras diferentes según sean los países y las generaciones. (…)

¿Por qué las películas más recientes de Polanski y Iosseliani, cada uno de ellos en distinta medida, continúan gozando de atención crítica mientras que nadie parece acordarse de Jerzy Kawalerowicz o Wojciech Has, que, por lo menos en la década de los ochenta, en los dos casos, continuaban haciendo cine? La respuesta, me parece, no reside en el prestigio añadido que da el exilio, sino en la asimilación de determinadas características compartidas por ambos cineastas: una cierta concepción cosmopolita del cine, o su tendencia a concebirlo como un arte universal y dispuesto a insertarse en el gran relato de la historia fílmica a través de distintas confluencias con la corriente mayoritaria, aunque se en oposición a ella. (…) Lo que importa es que no se produzca una determinada visibilidad: la de la diferencia, la de los países que quedan al margen de la historia oficial y , por lo tanto, la de los cuerpos y los gestos que los pueblan, a favor de la uniformización de las superficies. Y también, por supuesto, la de obreros e intelectuales, paisanos y campesinos, cuya faz fue fugazmente soportada durante un breve lapso y luego desechada hacia los márgenes, hacia el consumo interno. (…)

Pretendo desmarcarme, pues, del romanticismo inherente a la consideración de la obra única, del genio individualista, y demostrar que el idealismo que cruza de punta a cabo el gran relato de la historia del cine afecta a los contenidos, pero no a la organización jerárquica, que se revela de un transparente pragmatismo transaccional. En este sentido, tienen el mismo valor lo “sublime” de Andrei Tarkovski y la “quialité” de Istvan Szabo, la “marginalidad” de Ivan Passer y la “comercialidad” de Polanski, la “exquisitez” de Skolimowki y la “vulgaridad” de Milos Forman, el “exotismo” de Sergei Paradjanov y el “cosmopolitismo” de Otar Iosseliani… Todas ellas son etiquetas para vender un producto en el marco de una estrategia que, precisamente, empezó a diseñarse cuando las particularidades de los “nuevos cines” quedaron aparcadas para siempre y el concepto de “autor” se reservó para quienes, de un modo u otro, salieron al exterior con el fin de promocionarse en el área que mejor les convenía.

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Una élite para elitistas

En los últimos años, la creación de una nueva cinefilia ha desembocado en la aparición de un nuevo canon estético y también en la renovación del panteón de las obras de culto. Quiérase o no, el declive de las ideologías, auspiciado por la caída del muro y la desaparición del socialismo real, ha influido ampliamente en la elevación a los altares de algunos cineastas más cercanos al formalismo espiritualista que al materialismo dialéctico, y ésa es básicamente la razón de que, por poner un ejemplo, Tarkovski haya gando la partida a Juciev o Guerman. (…) La marca “Tarkovski”, en fin, tiene la ventaja de aunar los sufrimientos del alma rusa, en una línea directa que desciende de Dostoievski, con la ansiedad del artista en constante proceso de búsqueda, un cóctel de eficacia probada en ciertos círculos.

En el otro extremo, el de la experimentación que desciende de la vanguardia soviética de principios de siglo, otro nombre pronunciado últimamente con reverencia es el de Artavazd Pelechian. En su caso, el valor de cambio estético surge de su desconocimiento. En otras palabras, si Tarkovski pertenece a una élite bastante amplia, Pelechian ocupa un lugar reducido en su interior. (…)

La obra de estos dos santones tiene en común con la de Otar Iosseliani, Sergei Paradjanov y Lucian Pintilie su radicalismo individualista, es decir, su progresivo alejamiento de las normas comunes de los nuevos cines a medida que pasaban los años, pero también de cualquier tipo de compromiso con el cine mayoritario. Eso es cierto en diversos grados, por supuesto, pero el destino de esos tres autores dice mucho acerca de la reconversión de aquel “cine del Este” a las exigencias de los nuevos mercados culturales. (…)

En cualquier caso, es curiosa la confluencia entre tres artistas tan distintos como Tarkovski, Pelechian y Paradjanov en el canon de la élite, sobre todo si se considera la disparidad absoluta de sus destinos. (…) Dos cosas llaman la atención de este confuso paisaje. Por un lado, el hecho de que los elitistas hayan consagrado la diferencia como distintivo de cada uno de estos cineastas cuando en realidad responden a un mismo estereotipo: el del genio incomprendido que hubiera podido llevar a cabo una carrera deslumbrante a no ser por las circunstancias. (…) Por otra parte, resulta también significativo que, en los tres casos, la peripecia personal de los cineastas se superponga a su obra filmada y conforme un magma de difícil discriminación, en el que no se sabe muy bien dónde terminan los valores artísticos y empiezan los pluses de rendimiento biográfico y/o hagiográfico, de manera que el creador, a veces, se vea sobrepasado por su propia leyenda. (…)

No es el caso del georgiano Otar Iosseliani, sobre todo por su concepción progresivamente aristocrática del cine. (…) Contrafigura de Tarkovski, la “mercancía Iosseliani” se vende a las élites como el producto de un exiliado feliz y bon vivant que celebra la vida y sus contradicci0nes. Y mientras el autor de Sacrificio ha quedado como el gran trágico de la Rusia eterna, el de Adiós, tierra firme se consolida como una caricatura amable de algunos bufones de Chejov o Goncharev.

De nuevo se repite, pues, el esquema fronterizo de una determinada diversificación de la oferta a la hora de vender el fragmentado cine del Este actual a un espectador exquisito que también busca la variedad dentro de un orden. (…) Iosseliani pasa y traspasa constantemente la frontera entre la tierra de los tesoros ocultos, sólo disponibles para connaisseurs, y ese no-lugar contemporáneo del cine ideado para la gran masa ilustrada urbana, donde se dan cita el consumidor compulsivo de ocio cultural y el comprador ocasional.

Metamorfosis de un mundo en movimiento constante

A finales de los sesenta y principios de los setenta el cine del Este entró, paradójicamente, en una perversa lógica capitalista. Todavía ajena a la vorágine informática, pero sin duda ya preparada para su llegada, la economía liberal empezó a descentralizar los núcleos de poder y a situarlos en diferentes partes del mundo, del mismo modo en que las guerras también se difuminaron y enmascararon en forma de conflictos aparentemente aislados. Empezaba, pues, la era virtual, en la que lo importante no es la materialización de un poder firme y localizado, sino su dispersión en formas espectrales capaces de conservar la hegemonía sin dar a ver jamás su rostro multiforme. La represión de los movimientos anticomunistas en aquellos países a partir de la Primavera de Praga supuso una bendición para el neocapitalismo emergente, pues legitimó la figura del conflicto como estado natural de aquella zona, de por sí siempre inestable y estigmatizada por su peligrosidad como altavoz ideológico. Y la diáspora subsiguiente, en el terreno del cine, desactivó de una vez por todas las cargas de profundidad que hubieran podido disparar aquellas películas entendidas como movimiento y dispersaron su energía asimilándola a la mirada occidental. En vez de lugares de un saber perdido, esos puntos de encuentro se convirtieron en motivos de tensión entre la herencia que se había dejado atrás y la nueva cultura circundante. Inevitablemente, sin embargo, se dejó de hablar del Este como problema y se asumió un cierto touch que a su vez se añadió como plus a una cierta oferta mediática occidental: el extrañamiento, el absurdo, el humor negro, son algunos de los tópicos nacidos de ese encuentro. (…)

La inserción de Polanski y Forman en Hollywood, en el caso del primero sólo de carácter temporal, da lugar a la desaparición de las referencias locales en su cine con el fin de conseguir un lenguaje más estándar, más universal, bajo el que subyacen, no obstante, numerosas interferencias culturales. (…). En el caso de Wajda y Szabo, por el contrario, el intento de dar forma a un cine europeo de calidad lleva a la exacerbación de determinados arquetipos iconográficos que acaban cortocircuitando ese conato de noviazgo entre la tradición del “arte y ensayo” y las exigencias de los nuevos tiempos. (…) La representación del obrero y del totalitarismo en las películas de Wajda y Szabo se reduce al ajuste de cuentas con el pasado, a un revisionismo que ayudó a construir el camino hacia la caída definitiva del comunismo más o menos una década después. Y las posibles metáforas de la corrupción y la tiranía contenidas en Barrio chino y Atrapado sin salida quedan diluidas en cosmogonía s mucho más poderosas, pero menos reconocibles respecto a sus lugares de origen. Se da la paradoja, entonces, de que la complejidad del cine de autor ya no sirve para dar cuenta de lo que ocurre en una zona determinada del planeta, de la misma manera que la banalización de lo progresista se utiliza para fortalecer la engañosa apariencia del sistema. Todo se igual, todo se pone a la misma altura: la bondad estética no impide la globalización de una ideología polimorfa que siempre sirve a los mismos intereses, siempre dibuja el mismo mapa del mundo.

Sea como fuere, mientras el cine de la élite se dirige a un único destinatario levemente fragmentado a partir de unas pocas cuestiones de matiz, este cine de intensidad media busca diferentes receptores entre aquella intelectualidad urbana que nació como consecuencia del colapso de las utopías, se entregó al narcisismo contemplativo durante los ochenta y luego ha vivido de la nostalgia, precisamente, de aquella época dorada.

Integración / desintegración

El gran relato de la historia del cine, pues, sufre una desviación cuando se cruza en su camino el ocaso de los “nuevos cines” del Este. (…) ¿Cómo se articula esa dispersión? Primero (…), mediante la constitución de un subsuelo en el que se alojan las élites, muy por debajo del dominio superficial en el que se desenvuelve la volubilidad de los nuevos poderes. Segundo (…), por una red masiva de correspondencias que atraviesa todo el tejido global y lo llena de huellas interconectadas, la nuevo topografía de las imágenes dominantes que van desde el fracaso de los nuevos modelos (Wajda) hasta la constitución de nuevas coordenadas (Szabo, que ha sido capaz de metamorfosear los nuevos cines y fragmentarlos en diferentes propuestas animadas por un mismo espíritu: un saber globalizado y a la vez astillado, aislado de cualquiera tradición que no se ala del consumo cultural masivo), pasando por el mantenimiento activo de los relatos clásicos siempre renovados, siempre permeables a una aportación autoral cada vez, sin embargo, menos activa (de Barrio chino a El pianista, de Atrapado sin salida a Amadeus e incluso El escándalo de Larry Flint). Y tercero, a través de un enfrentamiento aún no resuelto y que el paradigma cultural “del Este”, o su mito, plantea descarnadamente, de nuevo como ningún otro, en forma de otras preguntas-bucle: ¿qué forma debe tomar esa nueva configuración del mundo, la de la trascendencia o la de la inmanencia, la de la religión o la del materialismo? Porque esa es la última duda del capitalismo: ¿qué estrategia jugar, la de un mundo despegado de los cuerpos para vender sus fantasmas, o la de un mundo hecho de cuerpos para vender su sexualidad? ¿Puede existir un capitalismo ajeno a la religión pero no al espiritualismo? ¿Puede existir un espiritualismo materialista, como desearían algunos sectores de la izquierda regeneradora?

MPW-70734La gran habilidad del mercado cinematográfico ha sido la de insertar esas cuestiones en su mismo centro, convertirlas también en productos para otro sector de la cinefilia: los que se aferran, de uno u otro modo, a la leyenda urbana de la muerte del cine y sitúan sus primeros síntomas de agonía en los años setenta, en un choque producido en el interior de la obra misma, reconvertida en pequeña unidad de sentido a partir de un individualismo feroz, ajeno a cualquier predio industrial o cultural, tan lejos de Polanski y Sazbo, que pactan con el sistema cada uno a su manera, como de Tarkovski y Iosseliani, que le oponen un ostentoso gigantismo intelectual. (…)Los dos autores más extraños surgidos de los “nuevos cines” del Este, el polaco Jerzy Skolimowski y el checo Ivan Passer, (…) encarnan como nadie esa oscilación entre lo material y lo espiritual, hasta el punto de producir películas en la vigilia, en la frontera entre el sueño y la realidad, por mucho que el primero de ellos tienda hacia la indefinición onírica y el segundo hacia la crónica naturalista. (…)

La trayectoria de Skolimowski supone la decantación sublimada de una cierta necesidad de creer o, por lo menos, del reflejo deformado de esa necesidad transmitida desde los círculos del poder. Su mejor película de los años setenta, El grito (1978), pone en primer plano esa angustia, acelerada como en una alucinación por el distanciamiento que supone hablar de ese tipo de cosas desde un exilio visto como un territorio espectral. En los ochenta, repite la operación con El buque faro (1985), una fábula sombría a medio camino entre Joseph Conrad y Michael Curtiz que recorre velozmente los tema de la responsabilidad y el extravío, el pragmatismo y la ensoñación. (…) Passer compone una galería desoladora del sueño americano a partir de lo grotesco y la caricatura, sorprendentemente dotados de un deslumbrante hálito poético: los despojos humanos que pueblan sus mejores películas, del drogadicto de Born to Win (1971) al lisiado de Cutter’s Way (1981), pasando por los policías de Law and Disorder (1974), dan muestra de una potencia, de una vitalidad, que a su vez suele transportarlos hacia un éxtasis perverso, a menudo ascéticamente autista, más allá de la infelicidad mundana. Y ese paseo en la cuerda floja, esa indefinición entre la inmanencia y la trascendencia, es el producto más exquisito que han sabido vender los “nuevos cines” del Este desde su silencio y su diáspora: reflejo publicitario de su propia desorientación, por supuesto, pero también crónica deslumbrante de la fragmentación, al escisión fundamental de nuestra contemporaneidad.

Texto publicado en Vientos del este: Los nuevos cines en los países socialistas europesos 1955-1975.

Selección y transcripción de fragmentos: Marcos Vieytes.

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