Breves consideraciones sobre los San Antonio Spurs y la épica deportiva en el cine hollywoodense.
Éxtasis. En el 90% de las películas hollywoodenses sobre deportes -especialmente los tres colectivos que se crearon en Estados Unidos (fútbol americano, béisbol y básquet)- ya sea en sus versiones infantiles (Cuidado, Hércules vigila, 1993; Pequeños gigantes, 1994), juveniles (Varsity Blues, 1999) o para adultos (The Replacements, 2000; The Longest Yard, 2005), una suerte de estructura narrativa parece siempre repetirse en los diferentes argumentos: un equipo totalmente relegado, formado por una serie de personajes sumamente disfuncionales y marginales, que giran alrededor de un personaje súper talentoso -que quizás por este súper talento, es igual de disfuncional y marginal que el resto que lo secunda-, logran hazañas deportivas inimaginables contra equipos rivales altamente superiores a ellos.
Ahora bien, ¿cómo estos disfuncionales-marginales logran semejantes hazañas? Simple, porque al parecer siguen al pié de la letra una especie de “teoría de la gravitación universal”: todos giran alrededor de una estrella superior que los guarnece y les da vida alimentándose y retroalimentándose del grupo; la estrella sin ellos no sería la parte más importante del “sistema”, y ellos sin la estrella no tendrían luz, no serían nada. De allí que ese viejo y cansado entrenador de fútbol americano encarnado por Al Pacino en la magnífica (y subvalorada) Un domingo cualquiera (Any Given Sunday, 1999) de Oliver Stone no intentara hacer otra cosa más que inculcarle esta teoría al astro naciente que interpretaba Jamie Foxx propenso a perderse en la ostentación de la fama y la gloria individualista que, de manera repentina y fortuita, le había llegado en ese equipo de Miami donde era suplente y casi un desconocido total.
Hace un par de semanas atrás, poco antes de que comenzaran las finales de Conferencia en la NBA, empezó a circular por las redes sociales este maravilloso video tributo a los San Antonio Spurs y sus tres jugadores estrellas: http://www.youtube.com/watch?v=2nr6rUrnc58#t=97.
Cuando uno ve el video por primera vez, y si alguna vez jugó o quiso jugar al básquet, se le pone la piel de gallina: el video demuestra (de manera prodigiosa) un ideal del juego que sólo jugadores de la élite de la élite (que es justamente, la NBA) pueden alcanzar. Si, por el contrario, uno no sabe nada de básquet, el video no puede más que extasiarnos -música del gran Ludovico Einaudi de por medio, compositor que al igual que Ryuichi Sakamoto nació para ponerle música a las imágenes y a los sentimientos en el cine- al ver esas cataratas interminables de pases, bandejas y jugadas que parecen coreografías ensayadas que, por momentos, hasta hacen rememorar en más de un aspecto (sobre todo, estético) a una de las mejores películas proyectadas a finales del siglo pasado, Bella tarea (1999) de Claire Denis. Ya sea por un éxtasis deportivo o un éxtasis estético -o por ambos-, el video pone la piel de gallina, y además muestra cómo esa “teoría de la gravitación universal” que propone Hollywood para sus películas deportivas aquí se cumple a la perfección, con el detalle de que en vez de una estrella como centro del sistema en los Spurs son tres, mientras que el resto de los jugadores que los secundan, lejos de ser marginales o disfuncionales, son de los mejores jugadores que uno puede encontrar en este planeta.
Tim Duncan, Tony Parker y Emanuel Ginóbili. Uno de Islas Vírgenes, otro de Francia y el otro de Argentina conforman, desde hace ya casi 15 años, el Tridente de estrellas alrededor del cual giran los otros 9 jugadores del San Antonio Spurs. En estos 15 años, todos los jugadores del equipo se han ido cambiando excepto estos tres. Jugadores más, jugadores menos, la estructura y la magia de este equipo gira alrededor de estos tres enormes jugadores que jugando por separado para cualquier otro equipo serían allí estrellas rutilantes. Sin embargo, en los Spurs, resignaron esa estelaridad exclusiva (Ginóbili juega de suplente) para fusionarse en una estelaridad colectiva que los ha llenado de récords, gloria y títulos y, este año, los ha puesto nuevamente en una final de la NBA. El detalle extra es que estos muchachos tienen, los tres, casi ¡40 años!
Hasta acá, realmente, todo parece un guión de Hollywood pero no, no lo es. Es, en realidad, un guión de Greg Popovich, el entrenador de los Spurs y posiblemente una de las personas que más sepa de básquet en todo el planeta. Con un rigor, una disciplina y, por momentos, una audacia admirable, logró fusionar el talento y el ego de estos tres geniales jugadores y alcanzar con ello “the beautiful game”. El video tributo es más que elocuente al respecto y, de hecho, si uno vio la reciente final de Conferencia contra el Thunder de Oklahoma, el último partido, el juego 6 de la serie en el que Ginóbili lo empató y el gran Tim Duncan lo ganó en el suplementario, realmente el guión de Popovich parece seguir teniendo, saga tras saga, el mismo éxito rotundo.
Por eso, cuando uno analiza estos ejemplos (e infinidad más en estos casi 15 años de partidos y temporadas) y lo ve a Popovich -desde su presencia física hasta su filosofía de juego y, porqué no, de vida- y, como ejemplo de ello, ve este “beautiful game” de los Spurs temporada tras temporada, una película se viene a la mente de manera casi automática: Hoosiers (1986), protagonizada por el enorme Gene Hackman. En esta película -típica de los sábados a la hora de la siesta que, cuando uno la engancha, no la puede dejar de ver- un veterano entrenador parco y disciplinario, con pasado oscuro, termina dirigiendo el equipo de básquet de una secundaria (Hickory High) en medio de un pueblucho de Indiana (la capital del básquet en Estados Unidos) con una serie de rednecks que se la saben todas y le hacen la vida bastante imposible impidiendo que desarrolle su filosofía de básquet y de vida. Norman Dale (Hackman) sabe que la única forma de “ganar” que tiene este equipo es acoplando a cada jugador dentro de un sistema de juego solidario en el que ninguno sea más importante que el otro (excepto por Jimmy Chitwood cuando decide volver a jugar) y para ello necesita primero fusionar egos (no eliminarlos) y, a partir de este logro, ensamblar un estilo de básquet que dé resultados positivos. Tal como le plantea el personaje de Pacino al personaje de Foxx en la película de Oliver Stone: las estrellas no se tienen que sacrificar por el equipo si no el equipo por ellas. Para eso hay que convencer al equipo sacándole lo mejor que tiene: llevándolo a la victoria.
Desde el rechazo hasta la aceptación, desde el entrenamiento hasta el juego, Hoosiers parece ser un émulo de este video tributo a los Spurs; parece afirmar lo mismo que expresa Popovich en la vida real y lo que lleva a la práctica en la liga más elitista del mundo. Elitista porque, por ejemplo, en el fútbol están la liga italiana y la española, y ahí a veces juega “cualquiera” (que tenga un representante hábil) mientras que en la NBA sólo la elite de la elite llega y, por esta razón, es bastante cruel ver cómo un grande de todos los tiempos como Luisito Scola chupa banco en un equipo de primerísima línea como son los Pacers de Indiana.
“Gravitación universal”, egos fusionados (no extirpados, si no acoplados), conciencia y convivencia de grupo, juego en equipo, excelencia y muchísimo corazón hacen que esa épica hollywoodense del deporte en las películas tenga una relación directa con la práctica en un equipo de básquet de verdad, los San Antonio Spurs, y con personajes (Duncan, Parker, Ginóbili, Popovich) por momentos fascinantes y hasta exóticos que desde hace 15 años repiten una y otra vez la misma película logrando materializar un éxtasis total, pues eso es “the beautiful game”: puro éxtasis deportivo, pasional, estético, puro éxtasis cinematográfico por más que acá no haya ni cortes, ni montajes, ni elipsis, ni repeticiones, ni ediciones (aunque sí haya un director y sus actores), todo es en tiempo real, en lo que dura un partido de básquet, una final, un juego inolvidable.
Párrafo aparte: Emanuel Ginóbili y su épica criolla. A principios de los ’80, un enorme visionario llamado León Najnudel se había dado cuenta que los jugadores de básquet argentinos tenían talento (y mucho) pero para que este talento realmente se expresara en su verdadera dimensión, el básquet argentino se tenía que profesionalizar. Estos jugadores no podían seguir siendo semi amateurs: terminar de trabajar en una fábrica y pasar a jugar a la noche los partidos de Liga.
Para eso justamente se armó la Liga Nacional de Básquet y con ello la plataforma a partir de la cual se configuró nuestro “párrafo aparte” (que, como se ve, es más de uno), nuestro gran Emanuel Ginobili: una de las tres partes fundamentales de ese tridente que conforma temporada tras temporada el exitoso “beautiful game” del San Antonio Spurs.
En este video: http://www.youtube.com/watch?v=ldpYuqXQegk se muestra el segundo partido de la final entre Atenas y River en la Liga Nacional del ’88. Yo tenía casi 7 años y era la segunda vez que iba a la cancha con mi padre. Estaba del lado de la cámara, metido en un rincón todo apretujado por una multitud de personas que veían el partido en una noche helada de junio en Córdoba. En ese partido, Héctor Oscar Campana tenía una lesión en el tobillo y casi no había entrado. Como se ve, entró en los últimos 5 segundos, frío, con toda la presión del mundo sobre sus espaldas para definir en un solo pie el partido. Y lo definió, como lo hizo toda su vida, lo definió y Atenas ganó esa final para luego consagrarse campeón en cancha de River.
Más allá de lo emocional (soy fanático de Atenas y después de ese partido nació mi pasión incondicional por el básquet), si uno ve las imágenes en este video, desde lo paupérrimo de la calidad en la emisión televisiva hasta lo chiquito del estadio -gran diferencia con la puesta en escena de un juego de NBA donde todo remite a una grandilocuencia extraordinaria y una épica típica del cine clásico hollywoodense-, si uno ve toda esa gente amontonada y fervorosa, si uno ve la invasión del campo pos triunfo y la locura popular desaforada y generalizada entre jugadores y espectadores mimetizados, se puede identificar una cierta estética nuestra: barroca (¿a lo Leonardo Favio?), improvisada, altamente pasional y sumamente talentosa. Todas definiciones que hacen al juego de Emanuel Ginobili, que han convertido, en realidad, a Emanuel Ginobili en uno de los mejores jugadores de la historia de este deporte.
Ginóbili viene de acá, viene de estas canchas, con estos jugadores, en estos contextos, con este público, en estas ciudades. Ginóbili viajaba en colectivo con un metro noventa y ocho de altura desde Bahía Blanca a La Rioja para jugar un partido de básquet. Ginóbili fue estrella juvenil y luego adulta en el básquet europeo pero siempre estuvo armado de ese barroquismo, esa improvisación, esa pasión y ese talento descomunal típico del básquet nacional y por eso, cuando llegó a la NBA, en vez de cambiarlo o cambiarse, lo potenció. Lo que heredó de acá, lo potenció allá. Y ésa es y ha sido su marca registrada. Por esa razón no juega como negro ni tampoco como blanco al básquet (dialéctica que queda claramente manifiesta desde lo atlético hasta lo cultural en la genial Los blancos no saben saltar, 1992, con Wesley Snipes y Woody Harrelson), juega como argentino, como el mejor de todos y he allí la clave para que sea un párrafo aparte no sólo en la historia del básquet nacional si no en la historia de la propia NBA donde ya ganó 3 campeonatos y donde en los 3 fue figura destacada; esto sin contar lo logrado en lo que posiblemente fue la gesta máxima del deporte criollo en su historia: la medalla de oro obtenida por el básquet en las Olimpíadas de Atenas 2004 después de vencer en semifinales por segunda vez (había sido el primero en hacerlo en el Mundial de Indiana 2002) a un “Dream Team” de la NBA.
Inteligente, ambicioso, atlético, sumamente mañero, polifuncional y muy talentoso, Emanuel Ginóbili lleva la “épica criolla” en la sangre: esa que se vio en Campana y en esa final en la génesis de la liga profesional argentina; esa que ganó el oro en Atenas 2004 y el bronce en Beijing 2008; esa que ha logrado fusionar con la técnica envidiable de Duncan (posiblemente el mejor en su puesto en la historia del básquet mundial) y la explosión vertiginosa de Parker para con ello lograr consolidar el terceto más ganador en la historia de la NBA en playoffs y, posiblemente, una de las dinastías del básquet que más será recordada no sólo por los que amamos este deporte, si no por los que no necesariamente son afines y sin embargo disfrutan extasiados de ese “beautiful game”: disfrutan de esa “coreografía” asombrosa de básquet, deporte y filosofía; disfrutan de esa sinfonía de pases, bandejas y jugadas que trasciende lo meramente atlético y se transforma en un goce estético… En un goce que claramente podría ser cinematográfico y que, en cierta forma, lo es, hace rato que lo es y si no, contar cuántas veces uno pone y vuelve a poner ese video tributo, ese beautiful game que no para de nacer y renacer.
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