Siempre me resultaron llamativas las alianzas –implícitas o explícitas- entre abuelos y nietos. Sí, claro, está toda esa historia de que los abuelos les dan a los nietos todo lo que los padres les niegan. Pero hay algo más, creo. Hay algo más en ese salteo de una generación en el que las categorías de padres e hijos armonizan –si es que lo logran- con mayor dificultad. Esa unión entre personas que se llevan entre sí cincuenta, sesenta años, moradores cada uno de ellos de mundos absolutamente diferentes –en términos sociales, políticos, tecnológicos, o cualquier otro que se nos ocurra-, se encuentran en un punto en el que una diferencia menor de etapas no pueden hacerlo.

Es un misterio. Lo digo por experiencia propia. Son mis abuelos, no mis padres, los que suelen aparecerse en mis sueños de tanto en tanto. Incluso escribí sobre mis abuelos –historias diseminadas en cuentos o poesías-, pero de mis padres, poco y nada. Para un nieto –quizás más para alguien como yo, que fui nieto en los 70 y los 80, en la era pretecnológica-, el recuerdo de los abuelos está inevitablemente marcado por la felicidad. No por la felicidad de todo lo que nos estaba permitido, sino porque el territorio de los abuelos era el de la aventura. No lo sabíamos, pero la vitalidad de los abuelos no estaba dada por la quinta que cuidaban todos los días, por los ladrillos hechos con cemento y botellas, o por las tortas de limón que esperaban cada domingo. La vitalidad de los abuelos era el tiempo que nos compartían, que nos dedicaban, casi como si intuyeran que su paso por el mundo solo podía sobrevivir en los recuerdos de esos seres pequeños, casi insignificantes, que apenas despegaban del suelo y que insistían con ensuciarse, correr y jugar.

Juan Gigena Ábalos, guitarrista de Ciro y Los Persas, no es nieto. Lo fue hasta 2003, cuando su abuelo, Machingo, murió a los 91 años. Machingo era el mayor de los Hermanos Ábalos, quinteto central del folklore argentino entre finales de la década del 30 y finales de la del 90. Pero es sobrino nieto del único sobreviviente del grupo, Vitillo, el menor de los hermanos. Y algo de ese salto generacional debe habérsele aparecido, cuando en 2010 descubrió que la memoria del grupo de su abuelo y sus tíos abuelos se estaba desvaneciendo, que sus discos empezaban a quedar en un olvido indecente, y que algo había que hacer con eso. Entendió, en fin, que en él radicaba la memoria de los que fueron. Y en ese momento en que comprende su lugar en la historia, comienza a entender esa vitalidad de los abuelos: el día que lo llama, Vitillo, que tenía 88 años, venía de hacer tres shows en una misma noche.

El proyecto que surgió a partir de ello, se transforma. Lo que era apenas un plan para un fin de semana empezó a extenderse desde el momento en que el nieto entiende que dos músicos como Vitillo y Juanjo Domínguez, no necesitaban ensayar para tocar juntos, que allí hay un entendimiento que va más allá de lo ensayado y que alcanza con un breve acuerdo previo, con el cruce de miradas, para que todo ocurra.

Entonces, Abalos, una historia de 5 hermanos, toma forma concreta, y acierta en la decisión de no convocar a la nostalgia. Porque sí, hay viejas imágenes de los cinco hermanos cantando –la mayoría de esas filmaciones provienen de películas como Argentinísima o La guerra gaucha– el “Carnavalito quebradeño”, la “Chakay manta” o el “Malambo santiagueño”. Pero el pasado asoma únicamente bajo la forma de algunos breves, poderosos, recuerdos que Vitillo enumera, y que van del piano que quedaba en el patio de la casa santiagueña porque nunca llovía, hasta el miedo insuflado por los tranvías a la llegada a Buenos Aires. Entonces se percibe como si la mirada del sobrino nieto se contagiara de la de ese hombre que superó los 90 años y que elige recordar a su hermano con la belleza de esa anécdota que los encuentra juntos hasta la muerte, cantando. “Es la alegría de la muerte, como dicen en el campo”, remata, como una despedida a ese hermano que murió cantando con él, como lo habían hecho durante más de seis décadas.

No es el pasado, no es el recorrido histórico lo que importa. Ni siquiera la herencia familiar desparramada en hijos y nietos. Es el presente como pura vitalidad, eso que Juan observa con ojos incrédulos, como si volviera a ser niño, para volver a maravillarse con ese mundo que es a la vez ajeno y tan propio, y que recupera no solamente para Vitillo, sino para sí mismo. Porque el presente no solo es la consecuencia directa del pasado (“No tenía que dejar de hacer lo que hacía con mis hermanos”, dice en algún momento Vitillo para justificar su actividad), sino también el que habilita la lectura sobre ese pasado como legado.  De allí que antes que los grandes hitos de la historia familiar, importen más los detalles del presente. Que tenga más valor la sutileza de ver la libretita en la que Vitillo tiene escritas las letras de sus canciones, que cualquier triunfo de otras épocas. Que valga más la persistencia por el programa de radio en el que transmite el legado familiar bajo la forma de canciones, que la recuperación de una cronología que mejor dejarla para los libros de historia.

Cuando se dice que un músico busca nuevas audiencias, por debajo parece trasuntar cierto matiz ligado a lo económico: ampliar el público es igual a vender más. Los cruces de Ábalos con músicos mucho más jóvenes, se resisten a ese cálculo, y creo, ponen en juego ese mismo asombro que proviene de la mirada de Juan. Tengo la impresión de que, por caso, los espectadores de Raly Barrionuevo, o de La Bomba de Tiempo, más que convertirse en público, asisten con incredulidad a la música de ese hombre que viene, literalmente, de otro siglo. Es como si vieran en el escenario a su propio abuelo bailando una chacarera o transformándose en bombisto.

El tiempo, esa barrera que parece infranqueable, en esos instantes, se disuelve. Porque la música desanda las fronteras temporales, poniendo en un pie de igualdad a hombres y mujeres de diferentes épocas. Esa referencialidad a los tiempos, funciona como un círculo que se realimenta. ¿Qué otra cosa que un niño grande es Vitillo cuando recuerda que “a los 3 años vi a mis padres bailar una zamba, parecía que no tocaban el piso, qué emoción!!!”? ¿Cómo entender, si no, que después de tocar la “Chacarera del Sufrido” y de bailar “Me llaman La Carbonera” junto a Raly Barrionuevo ante una multitud en el Konex, diga “Cuando sea grande, me voy a acordar de esta noche”?

Hace unos cuantos años, a finales de la década del 80, Leo Maslíah editó un disco que se llamaba “I lique roc”. De ese disco surgió un hit inexplicable, tan absurdo como revelador de perspicacia musical: sobre la base musical de la canción “No necesitamos otro héroe” (parte de la banda de sonido de Mad Max beyond thunderdome, cantada por Tina Turner), Maslíah cantaba “Balderrama” del Cuchi Leguizamón. Música y métrica de la letra coincidían completamente, y allí donde había una cosa –una canción pop- de pronto había otra –una zamba-.

Esos cruces musicales reaparecen en Ábalos, una historia de 5 hermanos, como una marca más de esa disolución de fronteras –temporales, genéricas, geográficas- en las que el documental insiste casi como un credo. No se trata solamente de ver a Vitillo como actor de un videoclip de Roger Waters. Se trata de entender la música como una unidad que, en todo caso, adquiere variantes circunstanciales: la anécdota en la que cuenta cuando su hermano Adolfo descubre en “El lago de los cisnes” un fragmento que identifica con un gato, punto de partida para “El Gatito de Tchaikovsky”, que harían luego con el grupo. Vitillo, con sus ojitos brillantes, descubriendo que sobre la grabación de Jimmy Rip –guitarrista de Mick Jagger y de Television- podía cantar una baguala. O que también una baguala entraba en la rítmica de La Bomba de Tiempo. Una constatación de aquello que dice Juan, del encuentro entre su tío abuelo y Jimmy Rip. “Vitillo no habla una palabra de inglés. Jimmy no habla castellano. La única manera que tenían de entenderse era con la música”.

“Vitillo no puede quedarse quieto”, dice su mujer Elena, remarcando que creó “El patio de Vitillo” para difundir la música santiagueña tras la muerte de sus hermanos, cuando él ya tenía 78. “Es imposible ser Vitillo”, remarca Juan, señalando a su vez que los cinco hermanos eran muy parecidos a pesar de las diferencias. El documental hace honor a esas dos premisas: nos muestra a un hombre que no parece detenerse nunca, que sigue buscando; y que se nos revela, a la vez, como un personaje único.

Para el final, el sobrino nieto se reserva el lugar del diálogo con el tío abuelo. Como un último acto de la alianza que forjaron a lo largo de todo el relato, rescatan objetos: fotos de familia, una nota de Machingo, la matriz del disco de oro nunca hecho para homenajear a los hermanos, robada por manos amigas de los archivos de la RCA, las anécdotas que siguen cruzando a los Ábalos, impensadamente, con Louis Armstrong y con Los Beatles. Ambos parecen ir intercambiando el lugar de la sorpresa y el asombro ante la historia que trae el otro. Entonces, Juan se va de la imagen. Deja la de Vitillo que se funde con la de sus hermanos, ahora sí, en esa celebración de un Festival de Cosquin de tiempos idos. Y uno no puede dejar de pensar en esa frase, que deja flotando después de cruzarse con los músicos de Luis Alberto Spinetta en un estudio de grabación, y que resume, quizás como ninguna otra, el espíritu de Ábalos: “Si son músicos, son buena gente”. Y uno sabe, íntimamente, que no hay ninguna duda de eso.

Ábalos, una historia de 5 hermanos (Argentina, 2017). Dirección: Josefina Zavalía Ábalos, Pablo Noé. Guion: Josefina Zavalía Ábalos. Fotografía: Nahuel Varela. Edición: Adrián Bao, Pablo Barboza, Juanjo Gómez. Elenco: Vitilio Ábalos, Juan Gigena Ábalos. Duración: 84 minutos.

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