Hubo un malentendido. En algún punto (vaya a saber uno cuándo, probablemente desde el momento en el que el cine se ligó a la narración, allá, bastante antes de que llegara el sonoro) quedó marcada a fuego la idea de que el cine debe llevarnos mucho más allá o mucho más acá de la vida. Ya sea que a través de la condensación, la elipsis y la metáfora nos lleve a la esencia misma de la existencia (por vía del larger than life o por la verdad contenidista o emotiva) o que se proponga la evasión pura y evanescente, de una forma u otra lo que parece evidente es que el cine (o el espectador) no puede mirar la vida, esto que compone nuestros días, a los ojos. No puede o no quiere. No le interesaría. Al cine se va a buscar otra cosa.
De vez en cuando aparece una película (chica, no llamativa, de esas que probablemente se pierdan en el camino) que nos recuerda que esto no tiene que ser necesariamente así.
A falta de una mejor palabra, diría que hay algo lejanamente japonés en Little Men, película indie estadounidense que a través de los azarosos pasillos de los mecanismos de exhibición llegó a estrenarse en las salas de Argentina, y con el título de Amigos para siempre. Diría japonés pero para ser más precioso podría decir que hay algo en Little Men que me recuerda al cine clásico nipón, y puntualmente a las películas de Mikio Naruse.
Vaya uno a saber por qué, el cine japonés (hoy lo llamaríamos “clásico”, en su momento era simplemente el cine, y un cine al que le iba bien en la taquilla) supo desarrollar un género que podríamos llamar de familias de clase media (seguramente existirá una etiqueta más clara y específica, posiblemente hasta con un término importado de Japón), algo así como un drama burgués, pero en el que, a diferencia de lo que existió en Occidente, no hay grandes pasiones insatisfechas, con todo el romanticismo y realismo que puede conducir a suicidios, caídas en desgracia y demás. Las películas de familia japonesas incluyen apenas conflictos menores, de marcado tono cotidiano, y suelen desembocar en finales de tono menor, con resoluciones interiores, mínimas, en las que muchas veces ni siquiera se ven alteradas las formas exteriores de la familia, sino apenas el vínculo entre sus integrantes. El ejemplo más cabal (y, posiblemente, el más difundido) de este cine serían las películas de Yasujiro Ozu, con sus primaveras…, otoños…, familias.
Naruse, siempre un poco a la sombra de Ozu, supo hacer un cine familiar no menos cotidiano que el de este, pero sí con una marca concreta, material, mucho más fuerte. En las películas de Naruse importa el esfuerzo, el trabajo, muchas veces directamente el dinero. Las relaciones y los conflictos entre sus personajes suelen encontrar su encarnadura en la circulación de la plata.
Una película en la que se percibe claramente esta nota es A Wife’s Heart, obra maravillosa de 1956 protagonizada por Hideko Takamine (¡las mujeres de Naruse…!) y en la que podemos ver a Toshiro Mifune de traje y sin katana, pura fotogenia. El conflicto en esta película gira en buena medida en torno a cómo se distribuye el uso de la casa familiar entre los hijos mayores y la posibilidad (y necesidad) de pedir un préstamo para remodelar una pequeña porción de la casa para abrir un café. Algunos dirán que el préstamo (excusa argumental por la que se introduce la figura de Toshiro Mifune, el banquero seductor, en el corazón de la mujer casada que representa Takamine) no es más que la cáscara que envuelve el conflicto interior de la protagonista: su vida rutinaria, su matrimonio no del todo feliz, la posibilidad nunca confesada de otras posibilidades. Yo sostengo que es al revés: el delicado drama interior está puesto ahí apenas como excusa para sostener lo que en definitiva es el corazón de la trama de A Wife’s Heart: cómo se manejan las relaciones y el dinero en el seno de una familia.
El argumento de Little Men gira en torno a un conflicto no menos pedestre. La familia Jardine se muda a la que era la casa del abuelo en Brooklyn, en lo que antes era un simple barrio tranquilo y ahora es un barrio de moda. La casa del abuelo incluye un local en la planta baja, que el abuelo tenía alquilado a una mujer chilena que vendía ropa “de diseñador”. Al heredar la casa, los hermanos Jardine, el padre (Greg Kinnear, casi el protagonista de esta película que a primera vista parece hablar sobre la adolescencia) y su hermana, tienen que vérselas con la chilena, que se había vuelto amiga del viejo y, por tanto, estaba pagando un alquiler muy bajo. Los Jardine quieren subirle el valor del alquiler a un monto “razonable” sin extorsionarla, la chilena (Paulina García) no puede pagar más de lo que paga, y en el medio están los hijos de las dos familias, Tony y Jake, que se hacen amigos de inmediato.
Las sutilezas y hallazgos que se filtran por la película no disminuyen una realidad evidente: Little Men es una película sobre un alquiler, y todo lo que eso involucra. No es poco. Los hallazgos de Little Men (el placer puramente cinético de ver a dos chicos pasear en bicicleta y patines por el barrio, la cara de Paulina García, el porte de Kinnear, el asado en el jardincito del fondo) se sostienen en buena medida sobre esa base dura, concreta, irreductible: una propiedad, la distribución de una herencia, el conflicto entre los lazos afectivos (en rápida disolución) y la plata que necesitamos que entre mes a mes para pagar las cuentas. La importancia y la atención puestas en ese alquiler (en el que se ven los conflictos de clase, las normas del mundo adulto) no contradicen la sensibilidad (un poco hipersensibilizada) de la película, le dan un marco.
Es precisamente ese alquiler el que le da un ancla a una película que podría ser otra indie de sentimientos sensibles y termina por ser un retrato complejo, un relato con múltiples puntos de vista.
Un alquiler puede ser un tema tan cinematográfico como cualquier otro.
Por siempre amigos (Little men, EUA, 2016), de Ira Sachs, c/Jennifer Ehle, Greg Kinnear, Paulina Garcia, Alfred Molina, Talia Balsam. 85´ .
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