Por Josefina García Pullés
El loro y el cisne es una película sobre distintas cuestiones entrelazadas, entrecruzadas, superpuestas, enfrentadas. Es que El loro y el cisne es una gran coreografía sobre el arte y sobre políticas artísticas, pero también es un ballet de encuentros y desencuentros amistosos, amorosos y bélicos: un equipo (productor, director, sonidista, camarógrafo) trabaja rodando material para un documental sobre distintas compañías nacionales de danza; un tipo (el sonidista del mencionado documental) corta con su novia –quien abandona, indignada, la casa que comparten– y, en el rodaje de aquel documental, se enamora de una bailarina que, a su vez, tiene una historia con alguien que nunca identificamos y de quien, antes o en el trayecto de todo esto, queda embarazada. Y dentro de esas dos, o tres, historias mayores, están las de cada compañía, sus directores y sus bailarines, las de sus coreografías y sus formas de expresarse. Y también está la historia de ese equipo de rodaje que intenta hacer una película con lo que tiene.
Así se va armando este largometraje que por momentos es un documental (el que están filmando el personaje de Walter Jakob y su equipo) sobre distintas compañías de danza que intentan abrirse paso en la escena local (se sabe que la danza es una de las artes que más sufre actualmente y que pelea por tener una ley nacional). Hay folclore, hay ballet contemporáneo, hay danza clásica… Justamente, el centro de este relato pasa –un ratito– por El lago de los cisnes, ballet en el que se convierte esta película con el pasar de los minutos. Pero es la ficción, en forma de comedia y de romance, lo que prevalece en El loro y el cisne, que en realidad es una ficción que tiene algo de documental. Quizás por eso Moguillansky elige que el puente más sólido entre ambos registros sea una compañía de danza contemporánea (disciplina que interviene un poco en el desplazamiento de esos límites): el Grupo Krapp, integrado por Luciana, la muchacha que romperá el corazón del protagonista de esta historia.
Con la entrada de ese grupo, y sobre todo con la entrada de Luciana (mujer de Moguillansky en la “vida real”), se descontractura todo. Lo lúdico penetra cada vértebra, cada nervio, cada músculo de esta película. Entonces los diálogos, los espacios, los movimientos de los actores cambian porque, de alguna forma, la película cambia también. La ficción pasa a respirarse más fuerte y esa potencia narrativa digna de los trabajos del grupo El Pampero Cine –productora que Moguillansky integra junto a Mariano Llinás, Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu– entra en cuestión. El único que permanece casi inalterable en esta especie de transición invisible que atraviesa el relato es Loro, ese sonidista retraído, distraído (y, luego, enamorado) que protagoniza casi desde lejos esta ficción. Como haciendo de segundo puente entre los dos registros que incluye esta película, Loro (Rodrigo Sánchez Mariño, real sonidista de esta película) lleva el micrófono en alto adonde vaya, siempre, sea que la situación forme parte del rodaje de aquel documental sobre danza o no. Entonces Loro anda por todos lados, siempre lento y medio colgado, pero siempre es parte central de las escenas que se van sucediendo. Y son los integrantes del Grupo Krapp quienes más interactúan con él, quienes más lo conectan con lo que lo rodea y con lo que le pasa. Es que Loro, ese personaje quizás demasiado torpe, es en realidad el centro de una película que disimula cuál es su centro.
El loro y el cisne va y viene, como proponiéndonos que la sigamos cuando queramos por donde queramos, que miremos adonde nos guste, como hacemos cuando miramos a un grupo bailar en el escenario. Esta dinámica es un poco agotadora pero, a la vez, es lo mejor, lo más divertido, lo más cómico del tercer largometraje dirigido por Alejo Moguillansky: todo el tiempo El loro y el cisne juega y baila (en este caso, ¿no es lo mismo?) con lo que cuenta. Es que, en verdad, este relato solamente juega a contar, porque permanentemente cuenta y no cuenta, dice y no dice. Esta película nunca se esconde, pero siempre quiere que nosotros la encontremos, adonde sea, y que la vayamos armando de a pedazos (como una coreografía). Porque, en el fondo, eso van haciendo los miembros del equipo de aquel documental que se filma dentro de esta película (cine dentro del cine) y del cual Loro es sonidista también. Y es que, como dije, en El loro y el cisneficción y realidad se entrelazan, se entrecruzan, se superponen y se enfrentan todo el tiempo. Y, como sucede con los mejores relatos, sus personajes pasan de un mundo a otro para finalmente quedarse siempre en el nuestro.
Todos los personajes de esta historia, fortalecidos desde la segunda mitad de la película, van dando paso a laberintos narrativos y estéticos que despiertan ganas de recorrerlos aún cuando sabemos que, varias veces, finalmente no llevarán a ningún lado. Esos laberintos terminan, por ejemplo, en el productor extranjero que no tiene un peso, que no entiende nada de danza y que sólo quiere hacer lo que tiene que hacer; en las bailarinas que aquel director y alguno de sus compañeros quieren levantarse mientras filman; en un cuarto lleno de disfraces (vestuarios, dirían los bailarines) para distintas obras; en la resolución de un triángulo amoroso (con tercero ausente) que, en el fondo, nunca existe; en el sueño sobre el que Loro y Luciana conversan ridículamente al final… Pero todo sobrevive a cada callejón sin salida porque esta película es una bomba narrativa. Y lo increíble es que, mientras intentamos activarla, vamos descubriendo que es una bomba que puede explotar de mil maneras distintas, pero que solamente lo hará cuando nosotros nos cansemos de esperarla.
El loro y el cisne (Argentina, 2013), de Alejo Moguillansky, c/Rodrigo Sánchez Mariño, Luciana Acuña, Walter Jakob, Luis Biassotto, Mario Gallizzi, 120’.
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